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jueves, 17 de abril de 2014

La edicion digital de 15 de abril de 2014 de PENSAMIENTO - Comentario


Roberto Soto Santana


La edicion digital de 15 de abril de 2014 de PENSAMIENTO trae novísimos materiales, tan ilustrativos como interesantemente planteados. Son los que se refieren a las siguientes personalidades y temas:

- Esteban Salas.- El Prof. Rowland Bosch le dedica un esbozo biográfico y musicológico al primer compositor cubano, en el que nos informa sobre su andadura, mayormente dedicada a organizar y dirigir el coro catedralicio de Santiago de Cuba, y sentar cátedra en la creación de cantatas y villancicos que se apartaban de la regla general de la época, en cuanto no giraban exclusivamente en torno a temas litúrgicos sino también profanos.

- El edificio del Bar La Victoria.- Esta crónica explora y arroja luz sobre la secuencia de hechos e hitos producidos a lo largo de la historia habanera en torno a la confluencia de las calles Luz y Oficios, en el corazón de la Habana Vieja. La construcción se erigió en el número 359 de la calle de los Oficios y, pasando por diferentes reformas y vicisitudes, incluida la confiscación sufrida por sus últimos dueños privados por obra de la llamada Ley de Reforma Urbana de 1960, ha llegado hasta el día de hoy, con viviendas en las tres plantas superiores y el bar de ese nombre en los bajos.

- Juana Borrero.- La vida y la obra de esta prematuramente fallecida poetisa, pintora y poliglota son evocadas en este cálido homenaje ofrecido por la escritora Zilia Laje, quien rememora la simbiosis entre los episodios biográficos de dicha creadora y las trágicas circunstancias propias de los argumentos de las obras paridas por los epígonos literarios del Romanticismo, sobre todo de su época temprana, y de las mismas vidas de éstos, tales como Gustavo Adolfo Bécquer, Stendhal, José de Espronceda y el duque de Rivas. La autora tampoco olvida señalar los tristes destinos de la Borrero y de sus amores Julián del Casal (muerto a raíz de un ataque de risa, que le provocó la rotura de un aneurisma) y Carlos Pío Uhrbach.

- La drogueríaJohnson.- ¿Qué habanero o visitante de la capital no recuerda el establecimiento sito en la calle Obispo número 260 esquina a Aguiar? Fue confiscada por la Ley número 890 de 13 de octubre de 1960, junto con las Droguerías Sarrá y Taquechel. Devastada por un incendio en 2006, fue reconstruida y reinaugurada por la Oficina del Historiador de la Ciudad, aunque actualmente despacha exclusivamente las compras de medicamentos y preparados farmacéuticos a cambio de CUCs (pesos cubanos convertibles), que sólo pueden estar en el bolsillo de quienes reciben remesas del extranjero en monedas fuertes o canjean CUP (pesos cubanos ordinarios) al cambio de 1 CUC por cada 25 CUP (el salario medio de un trabajador -calificado, no calificado, o un profesional diplomado-, es el equivalente de 20 dólares mensuales) o divisas extranjeras a razón de 1 CUC a cambio de 1 dólar estadounidense. 

- El poema "Soy tu Quijote, mi Dulcinea", del bardo venezolano Pedro A. Briceño, cuya nota biográfica fue publicada por PENSAMIENTO Digital en su edición de hace justamente un año (la del 15 de abril de 2013).

-La Reseña Crítica preparada por el Lic. Edelberto Leiva Lajara sobre el libro "Iglesia y Nación en Cuba", de Rigoberto Segreo Ricardo. El Lic. Leiva es Profesor de Historia de Cuba y Pensamiento Cubano en la Universidad de La Habana. Es Licenciado en Historia por la Universidad de Odesa, Ucrania (en 1988). Profesor Asistente Departamento de Historia de la Universidad de La Habana. Estudioso de la obra de José Agustín Caballero. Actualmente dirige el Archivo Histórico de la Universidad de La Habana.  Por este ensayo, recibió a comienzos de 2013 el premio de Crítica Historiográfica Enrique Gay Calbó, discernido por la oficialista Academia de la Historia de Cuba -restablecida en octubre de 2010 por decisión del Consejo de Estado del Gobierno cubano, que se había apropiado de la misma en 1962, declarándola entonces extinguida-. Esta Academia oficialista nada tiene que ver con la Academia de la Historia de Cuba refundada en el Exilio inicialmente en los años 70 del pasado siglo, en una segunda ocasión en los años 80, y en una tercera oportunidad a comienzos del año 2009, a impulso de Emilio Martínez Paula (Editor-propietario del semanario INFORMACIÓN -que se publica en Houston, Texas-), quien la presidió hasta 2013.

- Navegantesvikingos a América, un documentado ensayo de nuestro Editor el Prof. René León, en el que se analizan los viajes de los protagonistas de las nórdicas "Sagas" a las tierras del hemisferio Norte, más específicamente al territorio continental donde posteriormente se crearon Canadá y los EE.UU. de América, y que permanecieron a continuación inexploradas e incógnitas hasta que trajeron noticias de ellas las primeras expediciones europeas del siglo XV.

Esta colección de novedades resulta de las más variadas e interesantes que se han publicado en PENSAMIENTO Digital desde el inicio de su singladura hace pocos años. ¡Enhorabuena!


martes, 15 de abril de 2014

Bienvenido a Pensamiento

Semana Santa

SIMBOLISMO DE LA SEMANA SANTA, Semana Santa, Drama Cosmico, Cristo
Tomado de: Vopus.org

Esteban Salas. Un Genio Musical


Rowland J. Bosch

  Cuba ha sido prodiga, a través de su historia, en el campo musical por su gran variedad de ritmos desde los populares hasta los clásicos y selectos.  Ha sido cuna de grandes compositores cuya música ha recorrido el mundo dando a conocer su cultura musical; y el sentir de un pueblo alegre y soñador.  Y es interesante pensar que no se ha estudiado bien la forma en que penetraron las contribuciones en el crisol de razas y su participación en la creación de los distintos aspectos de las melodías y armonías musicales en la bella Perla de las Antillas.
  Al remontarnos a siglos atrás nos encontramos con que desde el siglo XVIII, existía en Cuba un movimiento musical clásico que aunque no bien formado, esporádicamente dio a la luz genios musicales y música genial.  En esa época la música clásica era mayormente religiosa. Los grandes compositores, muchos de ellos canónicos, se inspiraban en pasajes bíblicos y religiosos y dedicaban sus obras a personajes de la liturgia católico-cristiana.
  Entre todos estos compositores ya laicos o eclesiásticos aparece como el primero del cual se tiene noticia Esteban Salas y Montes de Oca, nacido en La Habana, el 25 de diciembre de 1725 (día de Navidad). Casi 40 años antes de que la parte oeste de la isla de Cuba cayera en manos de los ingleses.  Muchos años antes también, de que Giacomo Meyerbeer escribiera sus famosas óperas “Los Hugonotes” y “La Africana” las únicas obras maestras de este compositor que han quedado en el recuerdo, y de que Joaquín Ressini elaborara sus obras. Más años todavía antes de que Franz Rossini elaborara sus obras. Más años todavía antes de que Franz Schubert escribiera su ”Ave María” y su famosa “Standchen” más conocida por la “Serenata de Schubert” y de que Donizetti escribiera su primera ópera “Enrico de Borgogna”.
  Probablemente Salas tuvo la influencia de Juan Bautista Pergolesi y de Alejandro Scarlatti y quizás llegaron a él a través de los barcos que hacían la travesía entre Europa y Cuba, composiciones de Salieri, Muzio Clemente, Gluck, Franz Joseph Haydn, con su oratorio “La Creación” de Mozart, de Juan Sebastian Bach con sus “Fugas” y la obra de Jorge Federico Handel y quizás algunas de las primeras obras de Beethoven.
  Fue Alejo Carpentier en su obra La Música en Cuba (1946) quien dio a conocer ampliamente la vida y obra de este gran compositor cubano. Posteriormente la Dra. Elena Pérez Sanjurjo en su,  Historia de la Música en Cuba, estudió algunas de sus composiciones más meritorias.  Recientemente los musicólogos cubanos Hilario González en 1979 y Pablo Hernández Balaguer en 1986, han profundizado en el entendimiento de su obra y debemos en gran parte el conocimiento de su producción a estos últimos.
  Carpentier en la obra citada expresa con orgullo “Las prolongadas búsquedas que nos llevaron a dar con un buen lote de partituras de Salas, arrojan plena luz sobre una figura que no sólo es adquisición para Cuba, sino para la historia musical de todo el continente”.
  Salas era hijo de Tomás de Salas y Castro, un soldado canario y de Petrona Montes de Oca, natural de La Habana, probablemente también de ascendencia de las islas Canarias. No se sabe la razón por la que al ordenarse sacerdote firmó con los apellido del padre, ignorando el de la madre.  Suponemos que sus relaciones con la autora de sus días no eran buenas. Él vivió en La Habana hasta 1764. Fue cantor de los coros de la parroquia. Por la revuelta en la capital contra el poder de España en 1763, se vio trasladado al oriente de la Isla al siguiente año.
  A la edad de quince años había sido admitido en el Seminario San Carlos, donde aprendió Filosofía y Derecho Canónico pero su profunda humildad le hizo titubear en ordenarse sacerdote al no considerarse él mismo digno de ello. Reorganizada La Habana y regresado el obispo de su exilio en la Florida.  Salas es designado para organizar y dirigir el coro en la catedral de Santiago de Cuba. Allí vivió una existencia de vicisitudes hasta su muerte en 1803, a los 77 años de edad.  Carpentier dice en La Música en Cuba: “La figura de Salas es de una angélica pureza. Las pocas tribulaciones y quebrantos que conoció en su vida revelan la existencia de un alma ingenua, confiada, incapaz de soportar una mácula” y agrega “Verdadero músico, había hecho el voto de vivir pobremente y siempre vestía de negro, era de pequeña estatura, delgado y seco. Su frente llamaba la atención por lo espaciosa.  Es posible que corriese un poco de sangre negra en sus venas ya que a pesar de su nariz aguileña, su tez era muy morena y tenía los labios gruesos y carnosos”.
  Su llegada a la catedral de Santiago de Cuba tiene que haber sido frustrante para un compositor de su magnitud. El coro era inadecuado y para completar la humillación los sacerdotes lo obligaron a ceñirse a los cánticos y costumbres que se habían sembrado en la parroquia. Recibido con desprecio, se le encomendó enseguida que compusiera un himno a la virgen, oportunidad que le dio, ante el asombro de todos, para componer una de sus obras maestras, su “Ave Maris Stella”. Después de muchas adversidades y pruebas se le permitió ocupar la posición correcta como director del coro.  Emprende la transformación y renovación del coro en un Conservatorio propiamente dicho, que duro hasta 1898 en que el país salió del coloniaje español.
  Las obras de su cosecha que se han descubierto hasta ahora comprenden 41 villancicos que son cantatas, en las cuales instrumentos y voces juegan partes que se compensan con suma destreza, y que crean “una atmósfera que ya establecía en nuestro medio una sonoridad a la cual un Haydn joven no hubiera negado su firma”. “Su escritura polifónica es bien cuidada y repleta de pasajes atrevidos en sus retados y disonancias”… “También compuso cuatro misas, cinco himnos, siete secuencias, doce antífonas, nueve salmos, tres cánticos, dos letanías, ocho lecciones, un invitatorio y cuarenta versos aleluyáticos” dice Pérez Sanjurjo. “Su estilo es mayormente napolitano aunque como hemos expresado al principio la influencia de los compositores alemanes tiene que haber sido muy grande, a tal extremo que escribió un “Don Juan” en que se nota la influencia de Mozart.  Fue el precursor de los conciertos clásicos de categoría, que sin abandonar su sacerdocio se convirtió en un verdadero profesor de música en Santiago de Cuba.”
  El gran tropiezo de su vida comenzó en julio de 1767 cuando la nueva capilla estaba para ser inaugurada y dedicada a la Virgen del Carmen, debido a un terremoto que la destruyó completamente. Salas y el capellán emprendieron inmediatamente su reconstrucción.  Por casi 20 años, recolecto donaciones, dio conciertos y estrenó dramas religiosos.  Compuso pastorales y piezas musicales con nombres de santos, haciendo todo lo humanamente posible para vigorizar la economía de la empobrecida iglesia. De su salario miserable separaba una parte para cooperar al bienestar de la parroquia.  En 1783 el trabajo estaba casi terminado.  En 1784 inaugura la nueva iglesia y presenta varias obras de su cosecha compuestas para la ocasión.  Para mejorar la calidad de la orquesta y en especial para contratar nuevos músicos de calidad, Salas logró un aumento del presupuesto proveniente de fondos reales que no habían sido aprobados.  Después de 10 años felices en los que disfrutó plenamente del éxito de sus esfuerzos, época en que escribió gran parte de sus partituras, fue demandado en 1796 a devolver el dinero ya que la aprobación de España no llegaba y jamás llegó. Los últimos años de su vida los pasó en espantosa miseria, ya que su pequeño salario tenía que devolverlo para pagar la deuda. Murió pobre y abandonado el 14 de julio de 1803 y enterrado en la misma iglesia del Carmen, a la que había dedicado casi toda su vida adulta.
  Autor de una obra maravillosa y genial, compuesta con amor y arte, murió humildemente, pero dejó un legado invaluable. Fue sin duda uno de los más grandes creadores de música clásica y quizás uno de los más importantes compositores y genios musicales de todo el continente americano.

  Alejo Carpentier, La Música en Cuba (1946, México)
  Elena Pérez Sanjurjo, Historia de la Música Cubana (1986), Moderna Poesía, Miami
  La Enciclopedia de Cuba, Tomo V, Miami
  Un Barroco Cubano del Siglo XVIII. Esteban Salas, (1996), Ediciones Jade



Conservatorio Esteban Salas  Santiago de Cuba

Edificio del Bar La Victoria I

 Tomado de: Habana Radio

La esquina de Luz y Oficios fue, desde los tiempos de la colonia, de las más concurridas y populares en La Habana intramuro. Su cercanía al puerto y los muelles, hicieron de este espacio un lugar propicio para el intercambio comercial y el encuentro social, principalmente, por ser esta una zona de transportación de pasajeros. Ello trajo consigo el fomento de casas de hospedaje, hoteles, bares, cafés, restaurantes, y otro grupo de servicios como barberías, casas de cambio y las frecuentes vidrieras de tabacos y cigarros.

La plazoleta situada frente al muelle de Luz tomó el mismo nombre del espigón y la calle que la rodean. Es un polígono irregular, donde la calle San Pedro le sirve de base, terminando en una especie de embudo que continúa en la calle Luz y es atravesada por la de Oficios, una de las más antiguas de la ciudad.
Por la calle Oficios se extendió la primitiva villa desde la Plaza de Armas hacia el sur, próxima a la bahía. Fue también de las primeras en especializarse por los establecimientos, cuyos menestrales le dieron su nombre: escribanos, herreros, fundidores, plateros, calafates, carpinteros, relacionados en su mayoría con la actividad del puerto. Igual existían pequeños talleres de orfebres, especialmente en joyería sagrada, que alcanzaron gran fama por sus obras.

Es la vía de comunicación por excelencia entre la Plaza de Armas, la de San Francisco y la Alameda de Paula, todos espacios públicos de primer orden en la ciudad. El historiador Francisco González del Valle la describe así en 1841: “Durante el día, la calle de los Oficios era una de las más bulliciosas y concurridas por peatones, carretas, carretillas, volantas y quitrines, por ir hacia los muelles y hacia la Casa de Gobierno, al Apostadero y la Caja de Ahorros, situada donde hoy está el Monte de Piedad; por la noche los quitrines y volantas la animaban por los que iban de paseo a la Alameda de Paula, a la Plaza de Armas y al Teatro Principal, que era todavía en esa época de los sitios predilectos de los habaneros.”
La calle Luz, que corre desde el borde costero hasta la antigua franja amurallada, se llamó antaño del Molino, y algunas veces del Molinillo, por haberse instalado, desde el siglo XVII, un molino de trigo en el encuentro de esta calle con los muelles. En 1603, el Cabildo aprobó la solicitud de merced que hiciera el Gobernador Don Pedro Valdés, de un sitio en la marina para establecer un molino, y aprovechar para ello la caída de agua de la zanja que corría por el barrio de Campeche hacia el mar. Muchos años después, aparece como dueño del molino el presbítero Don José Alemán, a quien el Cabildo concedió unos solares inmediatos para agregar al mismo.
A principios del siglo XVIII, consta como propietario del molino Don Antonio de la Luz y Do-Cabo, de origen portugués y tronco de la familia Luz, quien fundó además la Estafeta y por ello la calle se llamó también del Correo.  Uno de los descendientes fue Regidor y Correo Mayor de la Isla, José Cipriano de la Luz.


En este sitio que ocupó el molino, construyeron los Luz una hermosa residencia erigida a todo lo largo de un costado de la plazoleta. A partir de entonces, la calle comenzó a nombrarse como Luz. Fue esta una estirpe distinguida y adinerada, siendo Don Anselmo su figura más representativa Aquí nació, en 1800, José de la Luz y Caballero, destacada figura de las letras cubanas, pedagogo y filósofo; considerado maestro por excelencia y formador de conciencias que exaltó el sentido de la nacionalidad cubana. En esta plazuela pasó su infancia y su adolescencia Don Pepe, cuando ingresó en el Seminario San Carlos y San Ambrosio.
Cuenta Eduardo Robreño, en sus crónicas sobre el Muelle de Luz, que la casona albergaba cerca de un centenar de personas, incluyendo servidumbre y esclavos, y era conocida por sus vecinos con el nombre de “la colonia”. La casa perteneció a la familia Luz hasta el año 1845 y luego sus nuevos propietarios la dedicaron al lucrativo negocio de hotel, el cual nombraron Mascotte. Más tarde, otros dueños le pusieron el de la familia que la había habitado, y fue el hotel Luz uno de los más conocidos y de más intenso movimiento, debido a su situación privilegiada en las cercanías del puerto. En este lugar murió en 1858 el Dr. Elishe Kent Kane, explorador de las regiones árticas.
Aún después de estar en funciones la Estación Central con los nuevos establecimientos que surgieron a su alrededor, el hotel Luz siguió conservando su hegemonía, debido especialmente a su exquisita cocina. Al desaparecer la edificación, tras una prolongada etapa de deterioro, la parcela permaneció mucho tiempo como un solar yermo, luego fue convertido en Parque Aracelio Iglesias, en honor al líder portuario asesinado en los muelles habaneros en 1948.

Juana Borrero Pierra

Juana Borrero 


por Zilia L. Laje
     Juana Borrero Pierra nació en Santos Suárez, La Habana, el 18 de mayo de 1877, hija del literato y patriota Esteban Borrero Echevarría y de Consuelo Pierra, en el seno de una distinguida familia de poetas, científicos y escritores, y muy comprometidos con la causa de la libertad e independencia de Cuba.  Era prima de Gertrudis Gómez de Avellaneda, poeta cubana que logró fama en Hispanoamérica y España.
     Empezó a dibujar cuando tenía apenas cinco años.  A los siete años escribió su primer poema y comenzó a recibir clases de dibujo.  Escribía sonetos de técnica impecable.  Llegó a su madurez pictórica a los siete años.  La niñez, y toda su breve vida, transcurrió en un ambiente favorable a la literatura y al arte.  La familia vivía en su casona de Puentes Grandes, donde el padre organizaba frecuentes tertulias a las que concurrían famosos intelectuales de la época, y se convirtió en centro de conspiración contra la tiranía española.  Su obra y maestría en ambas artes despuntó cuando aún no alcanzaba los diez años de edad.  En 1887 se matriculó en la Academia de Dibujo y Pintura San Alejandro, situada entonces en Dragones 308, y dirigida por Miguel Melero, donde contó entre sus maestros al gran pintor cubano Armando G. Menocal.  Elaboraba dibujos impresionistas que admiraron a los profesores.  Leía con atención.  Para cuando cumplió los diez había aprendido inglés, francés e italiano.  Al año siguiente abandonó la Academia y comenzó a recibir clases de la profesora Dolores Desvernine.  La más atractiva de sus estampas de entonces es un clavel y una rosa, obra que tituló Romeo y Julieta.  Los temas principales de sus dibujos son campanas, cestos con flores y mariposas, arpas griegas emplumadas, rostros de Diana cazadora.  Los títulos de algunas de sus obras son GolosinaSacrificio al señorGabinete secreto (una niña contando dinero) y La pesca.  La gente humilde del pueblo, la naturaleza, las plantas marinas y los caracoles eran los temas centrales de sus dibujos y óleos, tan perfectamente trasladados al lienzo que los eminentes naturalistas cubanos Felipe Poey y Carlos de la Torre elogiaban con frecuencia la exactitud científica de sus creaciones.  En 1889 inició su amistad con el ya célebre pintor Armando G. Menocal.   

     La historia mundial registra muchos ejemplos de niños precoces, pero en Cuba a través de los tiempos han surgido pocos.
     En 1890 o 91 conoció a Julián del Casal, uno de los asistentes a las tertulias literarias y artísticas, que ostentaba el centro de la poesía modernista cubana en esos momentos, y mostró enseguida gran admiración por Juana porque su actitud ante la vida los acercaba.  Como dijera:  iluminada por su genio, se lanza a la conquista de todos los secretos del arte pictórico.  El famoso pintor Armando G. Menocal le dijo en una ocasión al padre, Esteban Borrero:  “No tengo nada que enseñarle” a su hija, quien contaba entonces 12 primaveras.  No había alcanzado aún la adolescencia, y ya era conocida por numerosos poemas y lo tormentoso y melancólico de sus sonetos de amor, compuestos con depurada técnica.
    En 1891 publicó en el semanario más importante de la ciudad La Habana Elegante su poema "Vespertino".  En Gil Blas, revista satírica habanera, César de Madrid, pseudónimo de Francisco de Paula Coronado, publicó una diatriba contra ese poema.  El incidente desató algunos desacuerdos del padre, pero, a partir de entonces, Juana continuó dando a conocer sus poemas en las mejores publicaciones habaneras.  En noviembre La Habana Literaria publicó "Crepuscular", acompañado de una nota apologética.
     En 1892 partió con el padre en el vapor norteamericano Niágara el 7 de julio hacia Nueva York, donde conoció a José Martí en una velada en Chickering House, y regresó a Cuba con el padre el 8 de septiembre en el vapor norteamericano Saratoga.
     Su amistad y pasión por Julián del Casal se hicieron mas intensas. En 1893, el Negociado de Ayuntamiento le confirió una beca para cursar estudios de pintura en Europa. Esteban Borrero pidió que su hija fuera enviada también a Estados Unidos, adonde iría también él, llamado por Martí, como parte de los preparativos de la guerra.  La petición de desplazar la beca fue denegada pero, de todos modos, embarcaron en el vapor Saratoga, el 25 de junio de 1893.  Terminó su relación amistosa con Julián del Casal.  Del Casal publicó en "La Habana Elegante" el poema "Virgen triste", dedicado a Juana.  Ese poema estimuló en los ambientes literarios la atención a la obra de Juana.  En Nueva York pintó, visitó la Exposición Internacional de Chicago.  Fue incluida en el tomo de Manuela Herrera de Herrera  de poetisas cubanas titulado Escritoras cubanas. Composiciones escogidas de las más notables autoras de la Isla de Cuba.  El 10 de septiembre regresó a casa, con su padre.  Julián del Casal murió el 21 octubre.

     En 1895, publicó Rimas, en la Biblioteca Gris y Azul, y poemas en "El Fígaro" y "La Habana Elegante".  Rimas fue su único libro de poemas, un delgado tomo de versos.  Con ese libro Juana Borrero se colocó entre los poetas modernistas más sobresalientes de Cuba.  Los hermanos matanceros Federico y Carlos Pío Uhrbach enviaron a Esteban Borrero el poemario Gemelas.  En 1896 conoció a Carlos Pío Uhrbach.  Esteban Borrero publicó el libro Grupo de familia. Poesías de los Borrero, donde reúne poemas de su padre, del hermano, las suyas y de Juana.  El libro recibió críticas elogiosas de Diego Vicente Tejera y de Enrique José Varona. 
     La admiración de los grandes valores de Juana que comenzó con Casal, se extendió luego a Rubén Darío, líder indiscutible del Modernismo y de José Martí, el principal iniciador de ese movimiento.  Martí llegó a organizar una velada literaria en el Chickering Hall de New York para homenajear a la poeta y artista del pincel.  Durante este período, Carlos Pío Uhrbach trabajaba en la redacción de "El Fígaro" y se inició el romance entre Juana y Carlos, y así una obra epistolar de gran importancia para la literatura y la historia del país.
     Entre sus dolores y pasiones, la patria tenía también lugar importante, pues el padre y ella misma estaban comprometidos con la insurrección independentista.  Por su quehacer libertario, la familia Borrero fue obligada a emigrar.  En enero de 1896, se despidió de Carlos y se fue con la familia a Cayo Hueso, Florida, donde se establecieron.  El amado de Juana, Carlos, se incorporó a los mambises que luchaban por la Independencia de Cuba.  Poemas de Juana continuaban apareciendo "El Fígaro" y ahora en la revista neoyorkina "Las tres Américas".  Dos meses después, el lunes 9 de marzo, murió Juana Borrero en Cayo Hueso, dos meses antes de cumplir los 19 años, se ha dicho que de pneumonía, de fiebre tífica y de tuberculosis.  Su genio se manifestó hasta en su intuición de su cercana muerte.  Pocos días antes de su fallecimiento visitó el cementerio donde iba a ser enterrada. 
     Casi sobrepasando los valores de sus versos, el ramillete de 231 cartas - publicadas en dos tomos - dirigidas al gran amor de su vida, Carlos Pío Uhrbach, son por su calidad verdaderos modelos de ese género y deben colocarse al lado de las mejores colecciones de la literatura universal.  Tanto en sus cartas como en su poesía, todo es auténtico, verdadero, cuando nos revela su intimidad, las reconditeces de su espíritu apasionado y vehemente y vemos cómo su alma se transparenta para darnos toda su plenitud.  El sentimiento es siempre puro, verdadero, sin  dobleces.  Las cartas, llenas de una vena poética inconfundible, constituyen la mejor fuente para un estudio psicológico y espiritual de Juana Borrero.  Esas hermosas misivas nos regalan un retrato fiel de las inquietudes que atenaceaban su alma de adolescente genial.
     Carlos Pío Uhrbach murió en los campos de batalla el 17 de diciembre de 1897, luego de haber visitado la tumba de su amada en Cayo Hueso.  Gran parte de su obra poética se perdió, pero perdura lo que se considera su testamento lírico, Carlos llevaba cocidos en su camisa de insurrecto, los preciosos versos de Juana, dictados en su lecho de muerte, bajo el título “Última rima", cuya primera estrofa dice:


"Yo he soñado en mis lúgubres noches,
en mis noches tristes de pena y lágrimas,
con un beso de amor imposible,

sin sed y sin fuego, sin fiebre y sin ansias..."


Referencia:
  La Prosa Modernista
  Pedro Meluzá López, Somos Jóvenes
  Arte Poética
  City University of New York
  Wikipedia

Farmacia Droguería Johnson

Ante la necesidad de preservar los valores patrimoniales de la Farmacia Johnson, en 2000 la Oficina del Historiador de la Ciudad inició la restauración capital del inmueble y del mobiliario interior, incluidos los anaqueles originales de madera, confeccionados en el siglo XIX.
Farmacia Taquechel. Calle Obispo, La Habana Vieja, Cuba

Desde hace más de una centuria, para los transeúntes de la calle Obispo resulta cotidiana la presencia de un inmueble con chaflán esquinero, peculiar por sus grandes vitrinas empotradas a la fachada, y letreros dorados que anuncian: Farmacia Droguería Johnson.
Destinada en sus orígenes a la preparación, conservación y dispensación de medicamentos, esta es una de las cuatro instituciones cubanas de su tipo que se conservan y una de las que for¬ma parte de la red de Museos de farmacia de la Oficina del Historiador de la Ciudad. A propósito del Día del farmacéutico cubano (22 de noviembre), el Dr. Gregorio Delgado, historiador del Ministerio de Salud Pública, impartió la conferencia «Los doctores Johnson en la historia de la farmacia en Cuba».
Siguiendo un orden cronológico, el especialista se refirió a la labor de¬sarrollada por Manuel Johnson Larral- de (1860-1922), Teodoro (1884-1961) y Carlos Johnson Anglada (1887-?); y Margarita Johnson Chufat (1919-?), quienes por varias generaciones ocuparon un lugar relevante «en la enseñanza universitaria y en las investigaciones de las ciencias farmacéuticas en Cuba».
La tradición comenzó por Johnson Larralde. Poco tiempo después de haberse graduado como Doctor en Farmacia por la Universidad de La Habana, funda su propio establecimiento en la década de 1880. Diez años más tarde este «era uno de los más reconocidos de La Habana», constatado así por el gremio farmacéutico. Además de elaborar y expedir medicamentos, sus laboratorios funcionaban como centros prácticos docentes. «Aquí se formaron varios miembros de la familia Johnson, entre
ellos los hijos de Manuel: Teodoro y Carlos». El primogénito compartió con su padre la dirección del establecimiento a partir de 1907, el que desde entonces se desarrolló con mayor rapidez y prosperidad económica. Mientras que a Carlos, «su doble formación: farmacéutica y jurídica le permitió ejercer, entre otras funciones, la de asesor legal de la droguería durante tres décadas: 1930-1960».
Siguiendo la tradición familiar, la hija de Carlos, Margarita Johnson Chufat, se graduó en 1944 de Doctora en Farmacia en la Universidad de La Habana. Sus estudios acerca de las vitaminas «despertaron el interés internacional, por lo que fue invitada a continuarlos en una universidad norteamericana en 1956, a donde marchó para no regresar a Cuba».
La Farmacia Johnson fue una de las más prestigiosas de su época por la efectividad de sus insecticidas y desinfectantes; la comercialización de productos biológicos, apoterápicos y químicos, sueros y sulfás; la calidad de su perfumería, entre las que destacan las aguas de lavanda, verbena y violeta, además de sus productos farmacéuticos, como los aceites y elíxires del complejo B.

FARMACIA MUSEO
Ante la necesidad de preservar los valores patrimoniales de la Farmacia Johnson, en 2000 la Oficina del Historiador de la Ciudad inició la restauración capital del inmueble y del mobiliario interior, incluidos los anaqueles originales de madera, confeccionados en el siglo XIX.
Un incendio ocurrido el 14 de marzo de 2006 causó considerables daños materiales al local, y obligó a iniciar una nueva reparación, que concluyó en 2012.
Una vez devuelto su esplendor, la farmacia amplía sus funciones, incorporando a la labor comercial la museística y la educativa, dirigidas fundamentalmente a la comunidad. Según explicó Gerardo González Espino, director de los Museos de farmacia de la Oficina del Historiador de la Ciudad, «ello contribuirá a fortalecer la gestión que en este sentido desarrollan las farmacias La Reunión y Taquechel como museos de ciencias».
En el caso específico de la Johnson, «partimos de lo que significó esa familia de eminentes doctores y profesores universitarios en la enseñanza y desarrollo de la ciencia farmacéutica en Cuba. En esa línea pensamos proyectar nuestro trabajo», añadió.
En 2013 se pondrá en marcha completamente el programa cultural de la institución, que incluirá conferencias, talleres, seminarios y jornadas con las sociedades científicas, en las que podrán participar estudiantes de Farmacia y Medicina.
Vale destacar que la Farmacia Droguería también atesora una considerable colección de objetos patrimoniales, algunos de los cuales se encuentran expuestos en las vidrieras que dan a la calle Obispo, junto a reproducciones de anuncios de los principales productos que se elaboraban allí en el siglo XIX y la primera mitad del XX.
Integran además los fondos, las piezas rescatadas de! incendio, que tienen el valor añadido de conservar la huella del nefasto hecho.
Ahora cobran actualidad las palabras del Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal Spengler, pocos días después del siniestro: «El fuego nos ha dejado solamente los puntos de apoyo, de los cuales volará, sin lugar a dudas, el Ave Fénix, un Ave que surge de las llamas, invicta y triunfal».
Redacción Opus Habana


Imagen superior: El incendio de 2006 destruyó por completo los anaqueles de madera, entre otros elementos del mobiliario farmacéutico pertenecientes al siglo XIX. Esos bienes fueron levantados nuevamente por los especialistas de la Oficina del Historiador de la Ciudad. Imágenes inferiores: Continuadora de la tradición docente educativa de los doctores Johnson, la Farmacia Droguería homónima tendrá el propósito de conservar y exponer objetos farmacéuticos de valor patrimonial, además de promover el trabajo científico mediante conferencias y talleres.

Ante el 250º aniversario del establecimiento del Servicio de Correos en Cuba


Roberto Soto Santana, de la Academia de la Historia de Cuba

Antonio Xavier Pérez y López escribió en 1794 -en su obra “Teatro de la legislación Universal de España e Indias”, Imprenta de Antonio Espinoza, tomo I, págs. 338 y 339- que “el correo en lo antiguo estaba a cargo de algunos particulares,  llamándose Correo Mayor aquel que siendo dueño de las Postas corría a su cuidado la prevención de todo lo necesario, y el exacto cumplimiento de la conducción y entrega de las cartas y pliegos. Posteriormente, los Reyes daban los títulos de Correos mayores, providenciaban sobre el gobierno de las Postas y exigían algunos derechos de ellas. Últimamente en el año 1706 se incorporó a la Corona todo lo perteneciente a Correos y Postas de España: y en el Reynado del Señor Don Carlos Tercero los de América, a cuyo tiempo se formaron los reglamentos que hoy rigen”.
En cédula de 26 de agosto de 1764 se decía que la ausencia de correspondencia regular entre España e Indias “ha ocasionado en todos tiempos retardación en el cumplimiento de mis Reales Órdenes…trascendiendo este mismo perjuicio a mis Vasallos ultra-marinos…de que resulta que el Comercio de unos y otros Dominios no puede tener curso constante, ni que los propietarios de España saber el estado de sus mercaderías, confiadas a sus Comisionistas, y Factores; viéndose en la precisión de pasar por la ley que estos les imponen, y que el giro de Letras se hace del todo impracticable en el sistema presente entre estos, y aquellos naturales; viéndose muchas veces obligados a valerse de las Colonias Extranjeras, para suplir la falta de estas noticias, y auxilios”.
Por Real Decreto de 6 de agosto de 1764, se dispuso que cada mes saliera del  puerto de Coruña un paquebote hacia el puerto de San Cristóbal de La Habana con toda la correspondencia de Indias, y que asimismo regresara de ahí con la americana. Este servicio quedaba incluido dentro de las competencias del marqués de Grimaldi, primer secretario de Estado y del Despacho y superintendente general de correos y postas de dentro y fuera del Reyno.
Los paquebotes dejaban la correspondencia destinada a Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba, en ese orden, antes de rendir travesía en el puerto de Veracruz, en la Nueva España. En La Habana también descargaban el correo dirigido a Tierra Firme y a Perú, para que el Administrador de Correos la remitiera a un puerto de la costa sur de la Isla –singularmente, Trinidad, “por considerarse en él embarcaciones y marinería que tienen tráfico continuo con Cartagena”- desde donde se reexpedía a sus respectivos lugares de destino, en barcos que operaban desde el puerto del Yayabo-.
La Isla de Cuba quedó así consagrada como el centro distribuidor de la correspondencia entre la Metrópoli y sus territorios de Ultramar en el Nuevo Mundo.
La primera emisión de sellos de Correos de la Isla de Cuba se realizó en cumplimiento de Real Decreto de 18 de diciembre de 1854 por el cual se disponía que toda la correspondencia pública se pagara mediante la fijación de sellos mandados imprimir al efecto, con antelación. Otro Real Decreto, de 15 de febrero de 1855, hacía obligatorio el previo franqueo de la correspondencia. Y el 20 de abril de 1855 se publicó en la Gaceta Oficial de la Colonia un Decreto del Gobernador General José Gutiérrez de la Concha (durante cuyo primer mando en la Isla se produjo el fusilamiento de Narciso López, y en cuya segunda tenencia de la Capitanía General de Cuba fueron ejecutados Francisco D’Estrampes Gómez y Ramón Pintó) por el que se ordenaba la primera emisión de sellos postales, que empezó a circular el 24 del mismo mes. De ahí que el 24 de abril se conmemore en Cuba como Día del Sello –desde que así lo ordenó el Decreto Presidencial de 16 de abril de 1957-, ya que fue la fecha del primer día de circulación del primer sello emitido.
Consistió la emisión en sellos de medio real (de color azul verde), de 1 real (de color verde), y de 2 reales (uno, de color carmín oscuro; el otro, de color rojo naranja).
El Capitán General de la Concha, atendiendo a que el 19 de noviembre de 1855 se celebraba el onomástico de la Reina Isabel II, hizo publicar en la Gaceta Oficial del día 15 del mismo mes la disposición por la cual se instauraba el Servicio de Correos Local o Interior, facultando al Administrador General de Correos para la prestación del servicio. Entretanto llegaban de España los sellos definitivos, los sellos existentes de dos reales se sobrecargaron con tipos de imprenta a tinta negra con la leyenda “Y ¼” –que significaba “Ynterior un cuarto de real fuerte”-.
Tras el inicio de la Guerra de los Diez Años, el gobierno de la República en Armas emitió un sello de 10 centavos, impreso por la American Bank Note Company, de los EE.UU., con autorización de la Junta Central Revolucionaria Cubana. Fue utilizado para franquear la correspondencia enviada desde la manigua, hasta que concluyó aquella Guerra, en 1878.



Soy tu Don Quijote mi Dulcinea


Don Quijote

Por Pedro Briceño

Desde  el primer momento
Que me di cuenta de que existías
Me enamoré  ermitañamente sólo de ti.
Quería ser tu único caballero andante
Que en su caballo Rocinante te roba de un pirata
En la playa, mientras tu luna llena te hacía soñar en volar.
Quise decirte todo lo que profundamente adentro sentía
Pero me arrollaba una gran silenciosa melancolía,
Que me paralizaba y mover no me permitía.
Te adueñaste de mi perdido corazón, mi Dulcinea,
Como lo hace la marea del mar que la lleva.
Años esperando poder encontrarte y decirte…
El Universo me ha dado la oportunidad
De poder besarte y amarte todas mis noches y días.
Lo haré hasta el día que mi corazón deje de cabalgar.
Te juro amarte fielmente como lo hacen el Sol a la Luna,
 El viento a las hojas, y las olas a la arena.
No dejaré que molinos de viento nos separen,
Defenderé nuestro amor sobre todas las cosas,

Sobre viento y marea, sobre fantasma y pesadillas.

Reseña crítica del libro Iglesia y nación en Cuba (1868-1898)

Ensayo que obtuvo el Premio de Crítica Historiográfica Enrique Gay Calbó, convocado por la Academia de la Historia de Cuba
Segreo Ricardo, Rigoberto. Iglesia y nación en Cuba (1868-1898). Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2010
Por: Edelberto Leiva Lajara
E-mail: edel@ffh.uh.cu
Hace un par de décadas cualquier profesional de las Ciencias Sociales, o simplemente un lector interesado, podía constatar fácilmente el desierto historiográfico que rodeaba un tema como la historia de la Iglesia Católica en Cuba. Afortunadamente, ese mismo profesional o lector estaría hoy en condiciones de verificar el aún lento, pero constante poblamiento de esa “parcela” de la historiografía cubana. En algo más de veinte años, un grupo relativamente importante de libros, artículos, trabajos de licenciatura, tesis de maestría y doctorado e intervenciones en eventos muestran el (re)nacimiento del interés por la historia institucional de Iglesia, así como por una reinterpretación de sus múltiples y variados niveles de interacción con la historia, la sociedad, la cultura y el proceso de formación nacionales. Reinterpretación porque, efectivamente y al menos como intención, parecen desecharse las sempiternas apologías o denuestos que marcaron la pauta de las aproximaciones al tema durante casi -o más de- un siglo. No han desaparecido, por cierto, pero incluso ellas hacen gala de disfraces más “objetivos”.
Con independencia de algunas importantes contribuciones historiográficas de los últimos años, ese proceso de reconstrucción y reinterpretación de la historia eclesiástica cubana se halla estrechamente vinculado a la obra de Rigoberto Segreo Ricardo. Con la publicación, en 1998, de Conventos y secularización en Cuba en el siglo XIX 1, Segreo iniciaba una suerte de trilogía que hallaría continuidad dos años después en De Compostela a Espada. Vicisitudes de la Iglesia católica en Cuba 2 y que,una década más tarde, cerraría con Iglesia y nación en Cuba (1868-1898).3 Tal vez menos afortunados en su difusión que otras incursiones en el tema, los tres textos de referencia constituyen hasta el momento, posiblemente, la más coherente visión de conjunto de la evolución institucional de la Iglesia Católica en sus relaciones con la sociedad, la economía y la política coloniales en Cuba. Ciertamente, se trata en general de un modo más bien clásico de historiar, en el que Segreo no aborda sino tangencialmente el complejísimo universo de las expresiones de la religiosidad popular católica en la Isla, el imaginario ni las representaciones simbólicas que acompañan -y complementan- el amplio espectro de los vínculos antes señalados. Pero no fue ese su objetivo, sino darle coherencia a nuestra historia eclesiástica, integrándola a los contextos generales de la evolución de la Cuba colonial. En esta dirección, sin dudas, pueden encontrarse los resultados más importantes de su obra, que aunque no es una saga novelística -o novelera- y cada texto constituye en sí mismo una investigación cerrada, sugerimos aprehensible en buena medida solo si se conocen los tres títulos. Dando por cierto -asumo el riesgo- que esa condición se cumple en el lector para los dos primeros, intentemos una aproximación a Iglesia y nación en Cuba (1868-1898). Creo necesario dejar sentado desde este punto que, en mi opinión, este debería ser el más importante de los trabajos de Segreo sobre el tema, sencillamente porque toda su obra no constituye, en esencia, sino un largo recorrido para explicar las razones de la afiliación raigalmente colonialista de la institución eclesiástica ante el proceso independentista cubano de la segunda mitad del siglo XIX.
La complejidad de la relación entre la Iglesia, el Estado y la sociedad coloniales –más que Iglesia y nación, a pesar del título- en el periodo abordado por Segreo, porta matices no solo historiográficos, sino claramente ideológicos y políticos. La tradición más arraigada e influyente en la historiografía liberal de la Cuba republicana, cuyo representante más consecuente en el terreno que nos ocupa fue Emilio Roig4, demostró de modo fehaciente la oposición raigal de la Iglesia, como institución, a las aspiraciones independentistas y de reafirmación nacional en Cuba. La fuerza de su vocación anticlerical, no obstante, provocó que se equivocara atribuyendo esa actitud a una especie de naturaleza intrínseca a la Iglesia, sin prestar atención a una evolución histórica que trascendía el obligado reconocimiento de figuras como el obispo Espada o Félix Varela. Reforzado por la innegable filiación contrarrevolucionaria de la jerarquía eclesiástica y la adopción oficial de un ateísmo militante que hizo suyo de modo simplista el apotegma de la religión como opio de los pueblos, ese esquema interpretativo no sufrió alteraciones importantes durante las primeras décadas posteriores al triunfo revolucionario de 1959. Solo en los años 80 del pasado siglo comenzó la aparición de trabajos que anunciaban la posibilidad de un cambio en los absolutos de ese posicionamiento historiográfico.5
Por esas razones Iglesia y nación en Cuba (1868-1898) es un libro de polémica, incluso de polémica abierta, como eventualmente asume Segreo al dedicar un epígrafe a las interpretaciones historiográficas de la posición de la Iglesia ante la Guerra del 95,6 en el que en realidad se somete a crítica sobre todo la visión de Emilio Roig. Para entender la argumentación de Segreo, es necesario al menos dominar el esquema básico de su propia interpretación de la evolución histórica de la Iglesia en Cuba, que puede resumirse del modo siguiente: en los primeros siglos coloniales, el contexto insular propició que, siempre en los marcos del Real Patronato, se conformara una Iglesia orgánicamente vinculada a la sociedad criolla por profundos nexos familiares, económicos y culturales. Hacia el siglo XVIII la institución vive un momento de esplendor, y comparte una suerte de plataforma común de intereses con los sectores de las elites coloniales, que crea condiciones favorables para el despliegue de sus posibilidades de incidencia social. El desarrollo de la plantación esclavista socavó las bases de esta comunidad de intereses, ante el avance de una mentalidad laica y burguesa, proceso que corre paralelo a la ofensiva contra la Iglesia que acompañó el ascenso del liberalismo burgués en España, con manifestaciones virulentas en los procesos de desamortización de bienes eclesiásticos. Como resultado, hacia la década del 40 del siglo XIX, la Iglesia criolla fue desarticulada, los conventos cerrados, sus bienes confiscados, los principales centros educacionales pasaron a control del Estado y también pasó a depender económicamente de él todo lo relativo al culto y clero. Desde los años 50, la necesidad de reconstrucción del andamiaje eclesiástico se concretó a través de un modelo de españolización que, junto a la profunda dependencia del Estado, enajenó cada vez con mayor fuerza a la Iglesia del proceso de formación nacional, colocándola en oposición al proceso independentista que se desata en la segunda mitad de la centuria.
La Iglesia que se somete análisis en Iglesia y nación en Cuba (1868-1898) resulta, por tanto, la misma institución de esencia antinacional en relación con los cubanos -pero de un profundo nacionalismo español-, profundamente integrista y comprometida con el colonialismo que en su momento atacó Emilio Roig. Solo que no lo es por las mismas razones. La especie de maleficio genético que parecía acompañar a la institución definiendo fatalmente su comportamiento se transforma en el resultado de procesos que impidieron la continuidad de una línea de desarrollo que, hasta las primeras décadas decimonónicas, era diferente. Esto no exime, por supuesto, de la necesidad de explicar a su vez la actitud de un sector de la intelectualidad republicana cubana hacia la Iglesia, cuestión que no nos ocupa en este momento.
Uno de los aspectos de mayor interés es la relación que a lo largo de toda la obra se establece entre la situación política española y sus efectos sobre la relación con la Iglesia peninsular y con Roma. Ello obliga al autor a intentar develar todo un entramado que penetra en las relaciones internacionales de la Europa de la época, sus conflictos y alianzas. Cada coyuntura, y en ocasiones cada episodio, intenta ser sometido a una lectura que permita develar claves de interés para la relación Iglesia-Estado y, al mismo tiempo, perseguir el reflejo de esas claves allende el Atlántico, donde cualquier interpretación de la política liberal española debe pasar el “filtro” de sus debilidades estructurales y sus aspiraciones coloniales. Si las conclusiones dejan dudas en ocasiones, se debe sobre todo a la propia complejidad de los escenarios insulares y las limitaciones documentales que pueden constatarse a lo largo del texto.
Esto último, por cierto, marca una diferencia importante con Conventos y secularización… y De Compostela a Espada…, obras que destacan por la amplia utilización de fuentes de archivos cubanos. Iglesia y nación en Cuba (1868-1898), en cambio, recurre preferentemente a recursos bibliográficos y documentos publicados, lo cual puede tal vez relacionarse con el paulatino deterioro de la salud del autor, pero que es necesario reconocer como un factor que reduce las posibilidades de análisis.
El texto de Rigoberto Segreo se estructura en seis capítulos, de los cuales el primero y los tres últimos se explican por una elemental periodización, mientras el segundo y el tercero reflejan, en mi opinión, un interés por problemas muy específicos. El libro abre con el capítulo titulado “De una Iglesia criolla a una Iglesia española”, un resumen del desarrollo histórico de la institución en Cuba desde finales del siglo XVIII hasta la reforma eclesiástica de la década del 50 del siguiente. En él se esboza el esquema básico al que se hacía referencia más arriba, pero para asumir su crítica lo único serio sería remitirse a los dos primeros libros de Segreo, en que aborda a profundidad estas cuestiones. Resulta imprescindible, sin embargo -y es evidente que así lo entendió el autor- para quien emprende la lectura sin un conocimiento previo del tema.
Los capítulos 2 y 3 -“Conjura contra el obispo de La Habana” y “El cisma católico de Santiago de Cuba”-, persiguen, cada uno de ellos, un objetivo específico. El primero, demostrar las contradicciones inherentes a las relaciones entre la jerarquía eclesiástica y las autoridades del Estado colonial. Las cuitas de Jacinto María Martínez Sáez, obispo de La Habana desde 1865, son conocidas casi exclusivamente por el episodio -referido con frecuencia en los libros de historia- de abril de 1871, en que se le impidió desembarcar en La Habana a su regreso de Europa, bajo la presión de los voluntarios. Pero la animadversión de los voluntarios hacia el prelado provenía de las críticas a sus desafueros, no de falta de fidelidad a España.
Poco se conoce que, con anterioridad a esos hechos, el prelado había sido deportado por el Capitán General Caballero de Rodas, a raíz de los graves enfrentamientos entre ambas autoridades. La naturaleza de estos enfrentamientos, casi constante, es el centro del capítulo, en el que Segreo demuestra que, en vísperas y a comienzos de la Guerra de los Diez Años, las relaciones entre la Iglesia y las autoridades coloniales distaban considerablemente de ser idílicas. Las dificultades económicas, la escasez de sacerdotes, los conflictos de jurisdicción entre el Capitán General -como Vice Real Patrono- y la jerarquía eclesiástica, indican a las complejidades de un período de reajustes en el cual aún no se había resarcido la institución de las heridas de la secularización. En realidad, no lo lograría nunca a lo largo del siglo XIX. La funcionalidad del compromiso ideológico se veía entonces constreñida por ese factor, pero también por la hostilidad en las relaciones entre el Papado y Madrid, reflejadas en la resistencia de los eclesiásticos a reconocer sin cortapisas la autoridad superior del gobierno y que solo comenzaría a distenderse tras la dimisión de Amadeo I al trono español en 1873.
A pesar de la importancia que revisten las valoraciones de Segreo en relación con este periodo en particular, habría que señalar al menos dos limitaciones: la primera, que solo se trata del reflejo de estas contradicciones entre la más alta jerarquía, por lo que queda pendiente un estudio del problema a los niveles de interacción del clero con otros sectores del funcionariado y la población en general, que evidentemente develaría otras dimensiones del conflicto. La segunda limitación, también importante, es la ausencia de contrapunteo entre fuentes que reflejen la posición de ambos contendientes, en tanto -y el mismo autor lo reconoce como de pasada- al abordar los hechos se sigue la narración que de los mismos hace el obispo, lo que introduce en el análisis una mayor dosis de subjetividad. A pesar de ello, pienso que el manejo de estas fuentes no debe introducir en el futuro cambios de importancia en la interpretación de la naturaleza del enfrentamiento.
Otro aspecto de interés en la obra es el estudio de uno de los más desconocidos episodios de la historia eclesiástica cubana del siglo XIX, el Cisma de Santiago de Cuba, al cual se dedica el tercer capítulo. Nuevamente, se trata de un enfrentamiento en el cual el rol protagónico parecen representarlo los conflictos de jurisdicción entre el Real Patronato y las prerrogativas del Papado, a raíz del nombramiento como arzobispo de Santiago de de Arzobispo -nunca reconocido por el Papa- de Pedro Llorente y Miguel. Se trata de un fenómeno complejo cuya naturaleza parece relacionarse más con los conflictos entre Madrid y Roma, aunque el autor con frecuencia intenta establecer relaciones con el contexto cubano del momento. Estas relaciones sin duda existieron, pero con la excepción de un breve ensayo de interpretación de las relaciones entre el cisma y la guerra en el que el autor enuncia algunas sugerencias de interés, el tratamiento aborda prioritariamente los sucesos a partir de los condicionamientos planteados por los conflictos entre el liberalismo español y la Santa Sede. Sería necesario -y establecer una necesidad de este tipo no es escaso valor desde el punto de vista historiográfico- dilucidar, sobre una base documental sólida, en qué medida la pugna entre orberistas y llorentistas sirvió de pretexto a una suerte de purga, de la que fue víctima el clero cubano. Esta constatación, unida a la suerte del grupo de sacerdotes cubanos afectados por las persecuciones y confiscaciones por causas de infidencia, explicaría cómo se concreta definitivamente la españolización de la Iglesia, en cuanto a su composición, en las décadas posteriores a la Reforma Eclesiástica de los años 50.
En los tres últimos capítulos el libro retoma la secuencia cronológica como hilo conductor, analizando las relaciones Iglesia-sociedad-Estado colonial y la actitud de la institución ante el problema nacional cubano durante la Guerra de los Diez Años, el período de entreguerras y la Guerra del 95, respectivamente. Se trata de un análisis complejo, en el que debe reconocerse la profesionalidad del contrapunteo entre planos contextuales diversos, con un punto de convergencia en las actitudes políticas e ideológicas presentes en Cuba. Así, las relaciones de España con la Santa Sede, los vaivenes de la política colonial peninsular, el estado de las relaciones Iglesia-Estado a nivel de la monarquía y la situación interna de la Isla se asumen en una lectura que intenta integrar una explicación coherente de los acontecimientos y posiciones a lo largo del período.
Podría afirmarse que dos cuestiones, al menos, quedan claras en esta parte del texto. La primera, la oposición de la Iglesia, como institución, al proyecto nacional independentista cubano. La segunda, la complejidad de los matices a través de los cuales se expresa este posicionamiento político e ideológico. Segreo hace énfasis en el compromiso eclesiástico con la ideología nacionalista, pero también demuestra fehacientemente la persistencia de contradicciones, en ocasiones agudas, entre la más alta jerarquía religiosa y las autoridades civiles y militares de la colonia, que se debilitan, sin desaparecer, hacia las últimas décadas de la centuria. Incursiona en la difícil situación del pequeño núcleo de sacerdotes cubanos que contradecían, con su actitud -activa o de simpatía- patriótica, la posición oficial de la institución a la que pertenecían, siendo objeto de persecuciones, deportaciones e incluso de ejecución por las autoridades militares. En relación con la situación política y militar, el autor aborda una serie de aspectos esenciales de la evolución propiamente institucional de la Iglesia, desde la difícil situación creada por la Guerra de los Diez Años -ocupación y destrucción de templos por los dos bandos en conflicto, abandono de las parroquias rurales por los sacerdotes, desplazamiento de la población de las zonas de guerra, etc.-, pasando por el incompleto período de recuperación entre 1878 y 1895 hasta llegar a la nueva contienda independentista, capítulo que cierra el libro.
En mi opinión Iglesia y nación en Cuba (1868-1898), desde el punto de vista historiográfico, es un caso muy singular. Si es cierto que decir una nueva palabra en la escritura de la historia es difícil -y lo es, tanto que debemos reconocer (la humildad no es un defecto tan grave como para que el gremio enrojezca) que la mayor parte de los historiadores no lo logra-, Segreo lo logró, pero no en su último libro sobre el tema, sino en los anteriores. En ellos ya estaba la respuesta a la interrogante fundamental: ¿por qué una Iglesia, que pudo ser cubana, terminó su derrotero colonial como enemiga acérrima del proyecto nacional independentista? No podía dejar de escribir Iglesia y nación…, porque sin ella el ciclo estaba incompleto, pero al mismo tiempo había llegado al punto en que no quedaba sino converger con los criterios de la historiografía liberal y buena parte de la marxista que le precedió. Como no partía de apriorismos, pudo aún polemizar con ellos e introducir un grupo de matices novedosos, aunque algunos de ellos requerirían un acucioso trabajo sobre fuentes documentales que sirva de confirmación a los asertos de Segreo. En esto, nuevamente, se halla la limitación fundamental del trabajo y lo que, como se señalaba con anterioridad, lo coloca en desventaja respecto de los estudios anteriores del autor sobre la temática eclesiástica.
Con la obra -toda la obra- de Segreo, la cuestión de la Iglesia católica en Cuba, su evolución institucional y sus vínculos sociales y políticos con el contexto colonial se consolidó como problema historiográfico. Ello significa, primero, el reconocimiento de su valor metodológico y sus significativos aportes a una interpretación del papel de la Iglesia en la historia nacional. Segundo, y más importante en perspectiva, que como problema plantea la necesidad de trascender los marcos de su evolución institucional y sus implicaciones políticas e ideológicas para adentrarse en la historia social -la moderna historia social- de la Iglesia en la Cuba colonial. El estudio del bajo clero, del universo de las parroquias, del imaginario que cultiva y explota, del contexto que transforma y por el que es trasformado a nivel de los sectores populares, junto a muchas otras posibilidades investigativas, es ahora -no aún, sino ahora, que es más factible- una deuda de nuestra historiografía. Y lo es, al menos en parte, gracias a Rigoberto Segreo Ricardo.
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1 Segreo Ricardo, Rigoberto. Conventos y secularización en Cuba en el siglo XIX. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1998.
2 _____________________ . De Compostela a Espada. Vicisitudes de la Iglesia católica en Cuba. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2000.
3 _____________________. Iglesia y nación en Cuba (1868-1898). Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2010.
4 Las opiniones de Emilio Roig con respecto al papel desempeñado por la Iglesia en el contexto de las luchas por la liberación nacional fueron expresadas con cierta frecuencia en diferentes medios. Las argumentaciones más completas, sin embargo, pueden encontrarse en La Iglesia católica en la independencia de Cuba (Gran Logia de Cuba, La Habana, 1958) y La Iglesia católica contra la independencia de Cuba (Talleres de la Impresora Modelo, La Habana, 1960).
5 En buena medida, la posibilidad de una reinterpretación de la historia de la Iglesia católica en Cuba quedó ya planteada en el artículo “Formación de las bases sociales e ideológicas de la Iglesia católico-criolla del siglo XVIII” (Santiago, Revista de la Universidad de Oriente, no. 48, Santiago de Cuba, diciembre de 1982), de Eduardo Torres-Cuevas.
6 Ver Segreo Ricardo, Rigoberto. Iglesia y nación…, pp. 277-285.