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viernes, 14 de febrero de 2014

El Cementerio de Espada se encuentra en el actual municipio de Centro Habana

Tomado De: Lecturas.cibercuba

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El culto a los muertos es uno de los elementos más importantes en algunas sociedades. Desde finales del siglo XVII hasta la construcción del Cementerio de Colón fueron varios los lugares utilizados en La Ciudad de la Habana para el enterramiento de los cadáveres.

A principios se trasladó la costumbre de la metrópolis de enterrar los cadáveres en las iglesias, disponiendo la manera en que debían ser ubicados los mismos dentro del templo así como el precio de cada una de las sepulturas de acuerdo con el rango social y económico del fallecido. Ejemplos de este tipo de inhumación pueden ser apreciados en la Catedral de La Habana y en la Iglesia del Espíritu Santo. Posteriormente se creó el Cementerio General de La Habana, una obra pública de gran utilidad, por el ilustrísimo obispo Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, bajo el auspicio del Gobernador, el Ayuntamiento y la Santa Iglesia Catedral, quedando inaugurado dicho campo santo el 2 de febrero de 1806, “…a una milla al Oeste de la Ciudad a inmediaciones de la costa de San Lázaro lugar en el que la muerte, ponía en un mismo rango a mendigos y emperadores.
Asimismo, han existido –algunos todavía existen– otros cementerios en extramuros de La Habana como el del Cerro (actuales calles Pizarro y Cortés); el de los ingleses (en el Vedado); el de los Molinos (en la estancia de Aróstegui, hoy Quinta de los Molinos); el de Atarés (en la falda del Castillo); el Bautista llamado también de Los Protestantes (cercano al Cementerio Colón), el de los Chinos (Calle 26) y en un caserío que comenzó su paulatino asentamiento a finales del siglo xvii, el Cementerio de Jesús del Monte, en el actual Municipio 10 de Octubre. Este cementerio, ubicado en los alrededores de la iglesia de igual nombre, nos refiere en su archivo parroquial que el primer entierro data del 26 de noviembre de 1693 y corresponde a María, arará, esclava de Juan del Pozo.
Con el tiempo este cementerio resultó pequeño por el creciente aumento de la población y el deterioro ocasionado a los muros del mismo por las continuas inhumaciones, así como por lo distante que resultaba el Cementerio General de esta ciudad a lo que se sumó el inconveniente del huracán de 1846, el cual ocasionó numerosas pérdidas, dañando también a su paso el “cementerio de madera”, localizado en la falda de la loma y donde se enterraban los esclavos de las fincas.
Esta situación conllevó a que la población del lugar solicitara la ampliación o creación de un nuevo cementerio, el cual se llevó a cabo el 31 de enero de 1848 a cargo del maestro de albañilería Félix Cisneros, en el terreno que es parte de la meseta de la loma, cuya formación calcárea tiene la propiedad de consumir los cadáveres en un período menor de un año, recomendando al cura de la parroquia “…que las fosas tengan la profundidad conveniente a fin de que entre el cadáver y la superficie del terreno haya lo menos cinco pies de tierra bien comprimida, guardando entre fosa y fosa una distancia de más de cuatro varas.”
Dicha necrópolis se erigió al fondo de la iglesia y a continuación del que ya existía. Según señalan el médico habanero Domingo Rosaín y Antonio de Gordon y de Acosta, en su pórtico se leía: “Este Cementerio se edificó por disposición del Excmo. e Ilustrísimo señor don Francisco Fleix y Solans, dignísimo obispo de La Habana, en el año 1848 – Al pisar esta fúnebre morada acuérdate hombre, que eres polvo, nada.”
Este cementerio daba sepultura en bóvedas de familia, lo cual ha quedado confirmado cuando en el año 1996 se llevó a cabo una excavación arqueológica en el patio de la parroquia, lugar donde estuvo ubicado el cementerio al que hacemos referencia, y en el que se halló una de las bóvedas mandadas a construir por sus vecinos, así como fragmentos de materiales diversos correspondientes al siglo xix, que si bien no pertenecen al culto funerario, son objetos característicos de la época y otros que pudieran relacionarse con el uso de ataúdes aún cuando haya ausencia del uso de mortajas, fragmentos de tapa de bóveda y restos de material osteológico, el cual permitirá profundizar en el conocimiento de la población y definir aspectos somáticos y patológicos, así como características físico-antropológicas de los individuos inhumados y sus costumbres funerarias.
Como consecuencia de las epidemias que se producían en la Isla y el número elevado de fallecidos que éstas ocasionaban, el incremento progresivo de la población y la limitada extensión de los cementerios existentes en aquel momento, incapaces de cubrir las necesidades de las parroquias, el obispo Fleix y Solans nuevamente tuvo que dar solución a tal situación, emitiendo la Circular número 57 del 26 de julio de 1855,5 relativa a la construcción, traslado o ampliación de los cementerios de las iglesias de su diócesis. La Junta Parroquial de Jesús del Monte consideró que el terreno que reunía las condiciones para la creación del nuevo cementerio correspondió a la finca que en esa feligresía poseía el señor don Agustín Morales y Sotolongo, Marqués de la Real Campiña, el cual cedió la cantidad de 4 mil varas cuadradas planas.
Dicho camposanto beneficiaría también a la barriada del Cerro, cuyo cementerio de igual modo tuvo que ser trasladado de lugar por su mal estado y los olores que de él emanaban durante la noche, ya que en el mismo los enterramientos se practicaban directamente en el terreno. Este nuevo cementerio nunca se llegó a construir, a pesar de lo populoso de su vecindario y lo sumamente distante a que se encontraba del Cementerio general de La Habana. Este último, al que comúnmente se le llamó “Cementerio de Espada” por su benemérito fundador, resultó insuficiente al igual que el de Atarés para registrar las inhumaciones que a diario se producían en la capital y sus alrededores.
Se requería entonces un nuevo campo santo para esta ciudad, de ahí que se le prestara mayor atención a la solución de este problema general y no a la de sus barrios en particular, que a la postre terminarían por ceder su lugar a un recinto de mayores y mejores posibilidades que acogiera en su seno no sólo a la población local sino a la de toda la ciudad. Los enterramientos en las bóvedas de Jesús del Monte continuaron aunque de manera muy esporádica hasta 1878, siendo uno de los últimos inhumados,Guillermo López y Gómez, el 3 de junio de 1878.
Al mismo tiempo se daba sepultura con cierta regularidad en los nichos del Cementerio de Espada y se iniciaban más asiduamente las inhumaciones en el entonces ya terminado Cementerio Colón, que quedó como necrópolis oficial de la ciudad y sus barrios.

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