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- Escrito por Emilio Roig de Leuchsenring
- Publicado el 08 Abril 2014
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Como complemento de su carrera, Chicho se había aprendido de memoria varias frases y palabras francesas, que citaba frecuentemente aunque no vinieran al caso ni él supiera lo que significaban, palabras que llevaba siempre apuntadas en su libreta para poder consultarlas en caso necesario. Por otra parte, su conversación no podía ser más insustancial y vacía.
Fue realmente para Chicho Olalla, uno de los días más felices de su vida aquel en que vio por primera vez su nombre en la Crónica de Sociedad de uno de los diarios de nuestra capital, precedida de la clásica frase «el conocido joven». Y creo que él la consideraba como una gran victoria, como un señalado galardón; esto que significaba para él lo que para los señores de la edad media el espaldarazo que los armaba caballeros; esta frase que, unida a su nombre y apellido por un cronista social, venía a ser como la carta de naturaleza, la patente y contraseña de que era un chiquito de sociedad; o, mejor dicho, el salvoconducto que le permitía asistir impunemente a fiestas y diversiones de nuestro gran mundo. ¡Cuántos esfuerzos, cuántos disgustos, cuántas humillaciones y hasta dolores físicos —producidos ya por llevar los zapatos muy apretados, o los cuellos muy altos, etc.— no le había costado!
Porque Chicho Olalla, si no miente su partida de bautismo, no había nacido, ni mucho menos, en esa sociedad elegante y distinguida, en esa high life, en la que ahora, muy a su gusto, aunque como uno de tantos advenedizos, se encontraba. Su cuna no podía ser más humilde. Hijo de Don Pancho Olalla, comerciante, según rezaba la citada partida bautismal —aunque el tal comercio quedaba reducido a un modesto puesto de frutas y viandas—, y de Doña Eufemia Cortiña, lavandera, había pasado Chicho su niñez, confundido entre los mataperros del barrio.
Cuando entró en la pubertad, sus padres, de posición entonces algo más desahogada, y que siempre habían preferido que su hijo, de no poder estudiar en un colegio de paga, permaneciese sin enseñanza, antes de ir a esas escuelas públicas, donde, como ellos afirmaban, no aprendían los niños más que a cantar el himno o hacer ejercicios gimnásticos o calisténicos; sus padres, repito, consiguieron, por mediación de una familia de influencia en las esferas religiosas, una beca gratuita para Chicho en el Colegio de Belén y así, de la mañana a la noche, quedó convertido en alumno de nuestro más aristocrático plantel de enseñanza.
Dos años nada más estuvo con los jesuitas. Al cabo de ellos fue expulsado del Colegio, no tan sólo por su mala conducta, sino principalmente por su falta de aplicación y de inteligencia. Pero, si no para su ilustración y cultura le sirvió su estancia en Belén, sí sirvió para ir conociendo y tratando allí íntimamente a multitud de jóvenes de posición social mucho más elevada que la suya, para que se despertase en su mente el deseo, que había de ser después la obsesión de toda su vida, de introducirse y vivir en esa sociedad que con tan risueñas perspectivas, con tantos atractivos y encantos, se presentaba ante su vista.
Y esos anhelos de abandonar su condición humilde y pobre crecieron aún más cuando, después de haber salido de Belén, lo colocó su padre primero en una casa de comercio y, más tarde, en un Banco de esta capital, y ya entonces, ganando un sueldo, bien reducido en realidad, pero que para él, que en otras épocas había llegado a pasar hambre, era casi fabuloso, empezó a dar sus primeros pasos en la vida social.
En el Banco contrajo amistad íntima con un antiguo condiscípulo de Belén, Ernesto Cortadas, joven de buena familia, que conocía y trataba a lo mejor de nuestra Habana elegante. Empezó Chicho por ir al Malecón las tardes de retreta, con su amigo Ernesto. Sentados en esas cómodas, artísticas y hasta pintorescas sillas de hierro que, para provecho de sastres y lavanderos, ha colocado y sostiene allí el más flamante de nuestros Mayores, veían ambos amigos el desfile interminable de coches y automóviles, cargados de mujeres encantadoras.
Chicho procuraba estar muy atento a los saludos que a diestro y siniestro hacía Ernesto a sus lindas amigas, para saludarlas él también, muy ceremoniosamente y poder ya seguir haciéndolo después cuando se las volviese a encontrar estando solo. Y así, poco a poco, fue conociendo de vista —aunque ellas ignoraban quién era él— a todas las bellas amigas de Ernesto.
Se arriesgó más tarde a ir los Domingos a la misa más concurrida o las noches de moda a algún teatro; o a las veladas del Plaza.
Pero hasta ahora no había pasado Chicho en sus relaciones con las muchachas de sociedad, de los saludos y las sonrisas a larga distancia. Y él no podía conformarse con esto. Quiso luego visitar a las señoritas que ya conocía. Y Ernesto lo acompañó también a las primeras visitas. Después fue él solo. Y como su conversación era bastante aburrida, le ocurrieron lances realmente cómicos
que sus nuevas amigas se encargaron de propagar. En una casa, cansados ya de tanta lata, cada vez que iba, tocaban la pianola; en otra, siempre que llegaba, salía la mamá diciéndole que las niñas se habían acostado ya, porque se sentían algo indispuestas; en aquella, lo sentaban en algún sillón roto para que, al ir a mecerse, cayese al suelo. Pero él seguía impertérrito hacia delante su carrera social, importándole poco los desaires de sus amigas, y las bromas de sus amigos.
Y Chicho iba progresando cada vez más. La lista, que desde los primeros tiempos de su vida social empezó a llevar de las amigas que iba adquiriendo, era ya bastante numerosa. No dejaba pasar ninguna mañana sin leer detenidamente en las crónicas sociales las fiestas del día, a las que procuraba siempre asistir. Y ya su nombre había salido varias veces en letras de molde. Los cronistas contaban a menudo que «el conocido» o «el simpático» joven Chicho Olalla se encontraba en tal o cual baile u otra fiesta, o paseaba del brazo por los salones
a la espiritual Cusita ZZ. Jugó al tennis; aprendió a bailar el one sep, twostep, hesitation, y hasta el tango, aunque donde estaba más en carácter era en el turkey-trot; fue a las Playas, paseó varias veces en tranvía por la ciudad; asistió a algunas excursiones a la Cabaña, La Tropical y otros sitios campestres; fue a fiestas oficiales y gratuitas y hasta a un baile en Palacio...
Como complemento de su carrera, Chicho se había aprendido de memoria varias frases y palabras francesas, que citaba frecuentemente aunque no vinieran al caso ni él supiera lo que significaban, palabras que llevaba siempre apuntadas en su libreta para poder consultarlas en caso necesario. Por otra parte, su conversación no podía ser más insustancial y vacía. Con sus amigos no hablaba de otra cosa que de: «Si había visto a Fulanita» o «como estaba vestida la señorita X» o «si mañana era el santo de Z»; y con sus amigas no salía nunca de ese repertorio que suelen usar los jóvenes tontos de: «qué linda estás hoy, qué calor hace» etc., etc.
El día se lo pasaba en su oficina. Por las tardes solía llamar por teléfono a sus amigas, antes de salir a dar una vuelta por Obispo o Prado. Pero por las noches era cuando se encontraba más en carácter. Vestido siempre con trajes de colores llamativos; el pantalón muy ceñido; la americana corta y entallada; el sombrero echado hacia atrás y metido hasta las orejas; una cañita en su diestra; tal podía contemplarse a Chicho, luciendo orgulloso en los cines su figura irresistible, sus «andares» que según él hacía furor, y repartiendo satisfecho sonrisas y miradas entre sus amigas y conocidas. Se consideraba entonces el más feliz de los mortales. Y en cada una de esas veladas de moda —azules o rosas— añadía a los ya adquiridos, nuevas conquistas y nuevos triunfos. Y rara era la noche en que, al retirarse a su casa, no se figurara llevar ensartados, en las anchas cintas negras de sus gafas, media docena de corazones femeninos, trofeo, el más glorioso que pudiera apetecer un Don Juan Moderno. Cupido, ese loco chiquillo que, a veces, cuando más desprevenidos nos encontramos, nos lanza sus dardos envenenados, hirió a su vez el tierno corazón de Chicho Olalla, quien se enamoró rendidamente de Cusita Martínez, antigua novia y amiga íntima de Ernesto Cortadaz.
Temerosa aquella, que pasaba ya de los 26 abriles, de quedarse para vestir santos, aceptó los galanteos de Chicho, y, después de unos cortos amores, «sellaron ante el Dios de los altares las promesas que tiempo ha se hicieran sus apasionados corazones». El primer impuso de Chicho al enterarse que Cusita le era infiel, que le faltaba con su amigo Ernesto, fue dirigirse inmediatamente a casa de éste, ya no para pedirle, como otras tantas veces, consejo y dirección, sino, al menos, para oír de sus labios la verdad de lo sucedido. —Parece increíble, Ernesto— le dijo, medio lloroso, una vez en presencia suya—, que tú, mi amigo del alma, tú que me presentaste en sociedad, tú mi mejor compañero, mi mentor, me hayas engañado de esa manera... ¿qué has hecho? —Pues muy sencillo —le contestó Ernesto—. ¿No fue la obsesión de toda tu vida el ser un joven de sociedad? ¿Y no estuve yo siempre dispuesto y contribuí a que vieras satisfechos tus anhelos, tus deseos? Eras ya un joven de sociedad. No te faltaba más que la apoteosis. Y me creí el llamado a proporcionártela. Y te la he proporcionado también... ¿De qué te quejas?...
Emilio Roig de Leuchsenring
Este artículo fue publicado primeramente en Gráfico (1914) y, luego, en Carteles, diez años después. Como sería habitual en sus crónicas costumbristas, Emilio Roig de Leuschering satiriza
a la incipiente clase media con pretensiones de ascender en la escala social a cualquier precio. Desde muy joven desarrolló el género costumbrista, que le granjeó en 1912 —cuando
apenas tenía 23 años— el premio de la prestigiosa revista El Fígaro. Esa vocación le llevaría a escribir La literatura costumbrista cubana (1962), una de sus obras postreras, la cual no ha sido superada hasta el momento.