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martes, 15 de diciembre de 2015

CARTAS DESDE CUBA (Fragmento)

Fredrika Bremer
Las damas criollas, o sea, nacidas en la isla, no se defienden del sol ni del viento; no lo necesitan tampoco. Después del mediodía, cuando la brisa llega del mar, el aire no está caliente, ni el sol quema aquí como en el continente. La piel de las criollas es pálida, pero no enfermiza: tiene un color de olivo claro que, junto con los bellos ojos negros, pero dulces, ofrece un aspecto muy agradable.

Mi día ha transcurrido hasta ahora de la siguiente manera: a las siete y media de la mañana entre la señora Mary con una taza de café y un poco de pan blanco que parece muy apetitoso. Y la señora Mary es irlandesa; una de las mujeres más agradable, más bondadosa, más solícitas, de mejor carácter y de mejor corazón que se pueda imaginar, y es el mayor tesoro del hotel, al menos para mí. El buen humor y los cuidados de la señora Mary hacen que yo tenga la sensación de estar en una casa propia y que me encuentre muy a gusto; continuaría largo tiempo sintiéndome bien aquí, si el lugar no fuese tan terriblemente caro.

Después de haber tomado mi café y de haber comido mi pan, salgo primero a la plaza de Armas, donde el gobernador, el intendente y el almirante, los tres grandes dignatarios de la isla, tienen sus palacios, los cuales ocupan los tres lados de la plaza. El cuarto lado lo constituye un cercado plantado de árboles, a través de cuyas rejas se ve un busto de mármol en un pedestal, y tras él una capilla. Es el lugar donde Colón, por primera vez, hizo celebrar una misa católica en la isla. El busto es suyo y, junto con la capilla, ha sido erigido en recuerdo de ese primer servicio divino. En medio de la plaza hay una gran estatua de mármol blanco de Carlos V, según creo, y alrededor de ella hay algunas magníficas palmeras reales, verdaderos reyes entre árboles; y además hay, en torno, pequeños canteros con otros árboles y arbustos. Entre estos he notado un árbol que tiene hojas y copas muy parecidas a las de nuestros tilos, aunque no tan grandes, y flores de un rojo encendido, no muy diferentes de las de nuestro berro silvestre, pero más oscuras, así como algunos otros arbustos que tienen la misma clase de flores, y por cuyos troncos discurren pequeñas lagartijas verdes que me miran tranquilamente cuando yo las miro. Aquí hay gran cantidad de mármol blanco, en los cuales se sienta una a la sombra de las palmeras. Aunque estas no dan mucha sombra, y hay que vigilar el momento y el lugar en que sus soberbias copas ofrecen por un instante refugio contra el sol. Es un gusto ver agitarse sus ramas susurrando al viento, pues sus movimientos son a las vez majestuosos y llenos de gracia.

Después voy a una explanada o terraza alta, llamada “la Cortina de Valdés”, construida a lo largo del puerto en el lado opuesto del Morro. Es un paseo limitado, pero con la vista más bella posible. Por allí camino aspirando el aire del mar, y observando las olas, que, aunque haya calma, rompen en altas espumas blancas contra las rocas del Morro, las cuales protegen el puerto de la agitación del océano y le brindan quietud.

Por la boca del puerto veo las blancas velas tocar ligeramente el mar azul; miro las lagartijas correr de un lado a otro y tomar el sol sobre el largo muro, que avanza a lo largo de la explanada, mientras las blancas palomas bajan a beber en el estanque de mármol, al pie del bello monumento en honor a Valdés que da término al paseo. Un claro chorro de agua surge del muro del monumento y va a caer sobre el estanque.

A las diez estoy otra vez de vuelta en el hotel, y hago un segundo desayuno, acompañada por muchas gentes, sentada a una mesa ricamente servida, en la clara sala de mármol; pero, aparte del café, me sirvo solamente mi querido arroz de Carolina y un huevo. Después me voy a mi cuarto y escribo cartas, dibujo o pinto, hasta la hora de la comida. Por la tarde viene a buscarme alguno de mis nuevos amigos con su “volanta”, pues este es el nombre de los carruajes en Cuba, para hacer una excursión por las afueras de la ciudad, a través de unos bellos y magníficos lugares de paseo. Y por la noche, después del té, subo al techado de la casa, que es plano (como todos los techos aquí), se llama azotea y está rodeado de un bajo parapeto, sobre el cual hay urnas generalmente grises, con adornos verdes en relieve y pequeñas y doradas llamas encima. Por allí me paseo sola, hasta muy tarde en la noche, contemplo el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ciudad a mis pies. La luz del Morro –así llaman a la del faro del Morro–se enciende y brilla como una estrella deslumbrante, fija con luz clarísima sobre el mar y la ciudad. El aire es delicioso y quieto, o como el aliento de un niño dormido, y en torno mío oigo de cuando en cuando deliciosos gorjeos, no muy diferentes de los que producen los gorriones en Suecia; pero más serenos y suaves. Me dicen que proceden de las pequeñas lagartijas que hay aquí en gran cantidad y que tienen voz.

La ciudad tiene un aspecto especial. Las casas son bajas, en su mayor parte de un piso, y nunca más de dos; las calles son estrechas, de modo en muchos casos, los toldos que sirven para dar sombra a las tiendas, se extienden de una casa a la de enfrente. Las paredes de las casas, palacios y torres están coloreadas de azul, amarillo, verde o naranja, y a menudo se ven adornadas con pinturas al fresco. Se teme el brillo de la luz sobre las paredes blancas, ya que es malo para la vista, por lo que todas están pintadas. No se ven columnas de humo ni chimeneas. Por todas partes techos planos, con sus parapetos de piedra o hierro y urnas con llamas de bronce. No comprendo dónde están los fogones ni qué hacen con el humo. La atmósfera de la ciudad es transparente como el cristal. Las calles estrechas no están empedradas, y cuando llueve (lo cual ha sucedido en pequeños chaparrones un par de días), se producen enormes charcos y agujeros; cuando estos se secan, se forma otra vez mucho polvo. Las aceras estrechas, pocas veces del ancho suficiente para que dos personas se crucen, corren a lo largo de las filas de casas.

Por las calles andan y se deslizan en todas direcciones unos grandes insectos, con enormes patas traseras y un hocico largo, sobre el cual hay un gran cuerno negro o una especie de elevación en forma de torrecilla. Así me parecieron, por lo menos al principio, los coches cubanos o “volantas”, que constituyen la única clase de carruajes en La Habana. Y si se les quiere ver más de cerca, son una especie de cabriolés; pero las dos enormes ruedas están colocadas detrás de la misma caja del coche. Esta descansa sobre unos muelles, que están entre las ruedas y el caballo; así, todo el peso descansa sobre las ruedas. Sobre el caballo, que avanza a buen trecho de la caja del coche, cabalga el conductor, siempre un negro, que lleva grandes botas de montar con vueltas hacia fuera. Se le llama “calesero” y, lo mismo que el caballo, a veces lleva grandes adornos de plata, que pueden valer, según se dice, varios miles de dólares. Todo el coche es muy largo y recuerda a una típula.

Cuando la volanta está de tiros largos o enganchada para grandes viajes, lleva dos caballos y hasta tres. El otro caballo lo lleva el calesero de la mano y galopa un poco delante de aquél sobre el cual él va montado.

Cuando la volanta está de tiros largos, se ve a dos o tres señoras sentadas en ella, siempre sin sombrero, a veces con flores sobre el cabello, con los brazos y el cuello al aire, y vestidas con trajes blancos de gasa, como para un baile. Cuando son tres, la más joven se sienta en el medio, un poco delante de las otras dos. Son el ramillete de flores más encantador del mundo. Se las ve muy a menudo en los paseos por las tardes, o por la noche en la plaza de Armas, cuando hay música y gran concurrencia. Pocas veces se ve un velo sobre la cabeza y los hombros, y casi nunca un sombrero. Si se ve alguno, pertenece a una extranjera.

Al principio cuando vi el balanceo de las volantas por las calles, pensé: “deben de ser unos carruajes incomodísimos”. Cuando estuve sentada en ellas, me pareció que me balanceaba en las nubes; nunca he sentido un movimiento más suave”.

Las damas criollas, o sea, nacidas en la isla, no se defienden del sol ni del viento; no lo necesitan tampoco. Después del mediodía, cuando la brisa llega del mar, el aire no está caliente, ni el sol quema aquí como en el continente. La piel de las criollas es pálida, pero no enfermiza: tiene un color de olivo claro que, junto con los bellos ojos negros, pero dulces, ofrece un aspecto muy agradable. Se ve a los curas a pie, con sus grandes manteos y sus enormes y curiosos sombreros. La mayoría de las gentes en las calles son negros y mulatos; también en las tiendas se ve a los mulatos, especialmente en las tabaquerías. Por todas se ve fumar tabacos, sobre todo unos pequeños llamados “cigarritos”. La población de color parece que se emborracha con el humo del tabaco. A menudo veo a los negros y a los mulatos delante de las tiendas, medio dormidos, con un tabaco en la boca. El calesero, cuando espera delante de una casa, se apea, se sienta cerca del carruaje, fuma y cierra los ojos al sol. Pero ¿adónde se va todo el humo? ¿Cómo puede ser? Debe de absorberlo el aire del mar.

Tomado de: Jiribilla

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