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miércoles, 1 de marzo de 2017

El ciudadano en la hora 25

Por: Pedro Corzo 

Constantin Virgil Gheorghiu, de un modo desgarrador y angustiante expone en sus libros, en particular en la Hora 25, que la no defensa de los derechos y acatar que los poderosos irrespeten la soberanía personal, conduce al individuo a una condición de absoluta dependencia y sumisión.

La indefensión del ciudadano ante el estado en muchas ocasiones es consecuencia de su falta de responsabilidad. Cuando un individuo muta a masa por una natural disposición a acatar ciegamente la ley del menor esfuerzo y bajo la influencia de un caudillo, facilita la corrosión de los cimientos morales de la sociedad, lo que culmina con la destrucción de la dignidad humana.

En lo que respecta la defensa de la libertad y la dignidad no debe haber espacio para las concesiones. Cuando un autócrata dispone sus recursos para anular injustamente a un individuo, la solidaridad debería ser una acción obligatoria. No es buen ciudadano el que calla ante la arbitrariedad y la injusticia, amén de que es una indiferencia que se paga caro  porque  el déspota, mientras más poderoso, requiere mayor control, del que no escapan ni sus servidores más fieles. 

El ciudadano tiene compromisos ineludibles en la comunidad que vive. Sin embargo, la sociedad moderna, en buena medida dirigida por tecnócratas, ha filtrado en casi todo conceptos utilitaristas donde lo importante son los resultados y no las vilezas en que se puede incurrir para obtenerlos.

La moral, los valores que han caracterizado la sociedad occidental y que se resumen con el calificativo ética cristiana,  se han convertido en un lastre porque muchas de las personas que se han conducido dentro de esos cánones,  tienden a justificar a quienes los han violado.

No se pueden explicar los actos de los victimarios. Ni que la sociedad sea laxa ante conductas que la lesionan. La responsabilidad no se debe diluir en una complicidad generalizada que conduce a que la víctima sea considerada provocadora de su victimario, que las acciones de éstos son motivadas por una educación insuficiente, hogares en conflicto o  que un volcán en erupción en las antípodas le indujo a cometer delito.

Siempre hay tiempo y espacio para errores y equivocaciones,  también para rectificar, cuando las acciones han causado perjuicios la responsabilidad ante los mismos deben ser ineludibles, la deuda contraída debe ser saldada, no obstante, en la actualidad es más fácil ir a la bancarrota moral que asumir una y todas las responsabilidades  con los acreedores.

La sociedad amenazada por el despotismo tiende a escindirse. Se gestan dos sectores minoritarios que pugnan entre si, en el marco de una mayoría inapetente que a la postre es engullida  por el caciquismo. Los más contemplan con una mezcla de miedo, indiferencia y satisfacción cómo ambas facciones, básicamente integrada por jóvenes,  se enfrentan y como la muerte,  cárcel, o el destierro o la no menos angustiante conversión a No Persona, aniquila a una de las vertientes.

Los perdedores terminan en prisión o dejan el país. Otros encuentran la muerte y de los que sobreviven,  pocos soportan con estoicismo los tormentos de una sociedad que les ofrece privilegios a cambio de una sumisión cómplice.

De la mayoría sin compromiso un sector parte al extranjero, y a expensas de no participar en el drama de su nación y a costa de muchos sacrificios y esfuerzos personales reconstruyen sus vidas, llegando a ser respetables y productivos ciudadanos de su comunidad, condición que no impide que algunos retomen su raíz y restablezcan los interrumpidos vínculos con la tierra nativa que sigue ocupada por el caudillo que lo llevó al ostracismo.  

Por supuesto que de ese grupo mayoritario los más restan en la patria en disputa. Muchos han envejecido con penas y ninguna gloria; integrando anónimamente y debido a lo compulsivo del sistema, la maquinaria destructora del autoritarismo.

Un sector minoritario de la mayoría que se sumó a los triunfadores y a pesar de no poseer las convicciones del núcleo original fueron capaces de desplegar energías suficiente para trepar por la estructura del poder,  al extremo que creyentes y conversos, ya confundidos por la comunidad de crímenes de sangre y de conciencia cometidos, son capaces de depredar su entorno en aras de una supuesta sociedad más justa, o en beneficio de sus miedos o intereses más bastardos,  y que conste, la diferencia de motivos no debería eximir de la responsabilidad por las acciones.

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