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sábado, 15 de abril de 2017

La Habana del adolescente Alejo Carpentier


Adorador de la prodigalidad de su entorno, defensor de su esencia barroca y perpetuo transeúnte por sus arterias más enigmáticas, este cronista de La Habana de todos los tiempos supo desentrañar la poesía contenida en su totalidad.
«Durante mucho tiempo me había apretado a mi propio ser. La sustancia de mi pensamiento había sido cuidadosamente elegida en el caos de las cosas. Yo me había creado a mí mismo, acaso incompletamente, pero de modo armonioso. Pero llegó el advenimiento de las cosas desconocidas...»

Paul Valéry
 
Durante toda su vida, Carpentier dará testimonio de una conmovedora habaneridad. Y si ha sido en los últimos años motivo de ataques a la memoria del escritor el hecho de no haber nacido en Cuba, existen sobrados ejemplos de casos similares, en los que la convicción ha pesado más que la sangre y las raíces. Porque, a fin de cuentas, lo significativo es que él se sintió, actuó y realizó su obra como cubano y, sobre todo, habanero.

La imagen superior izquierda remite a los días de infancia de Alejo Carpentier, allá en la finca familiar de la periferia semicampestre, cuando «era todavía La Habana una ciudad muy marcada por los hábitos de la Colonia». En la imagen inferior izquierda, un grupo de Minoristas se reunió en el bufete de Roig, para agasajar a la actriz y recitadora rusa (nacionalizada argentina) Berta Singerman, quien aparece sentada a la derecha, junto a Mariblanca Sabas Alomá; detrás de esta, el anfitrión, y al fondo, Carpentier. Imagen derecha: entrada de la Legación mexicana en La Habana, donde se ofreció un té al filósofo y ensayista Antonio Caso, quien aparece al centro. Entre los cubanos se distinguen José Zacarías Tallet; en la tercera fila, Jorge Mañach, Rubén Martínez Villena, Juan Marinello; al fondo, entre otros, Carlos Loveira, Enrique Serpa, Alberto Lamar Schweyer, Carpentier y Emilio Roig de Leuchsenring. 
Temprano empezó a escribir con una norma castiza, todavía en el canon decimonónico, pero con un macroobjetivo bien definido: sacar al lector cubano del provincianismo y el aislamiento. El joven Alejo Carpentier es un extranjero aclimatado, bilingüe, con una cultura atípica, que aún se encuentra sometido a algunos rezagos del esteticismo trasnochado que languidecía a nivel continental, lo cual se verifica en sus primeros trabajos periodísticos, tildados por él en la madurez de «pecados», porque respondían a una forma ya superada.
Ora inducido por sus mayores, ora resultante de una especie de íntima predisposición llamada a condicionar la forja de un carácter, lo cierto es que la curiosidad, esa voluntad de explorarlo y abarcarlo todo, constituyó atributo suyo, al parecer, de mayor notoriedad en el tránsito hacia la adolescencia.
Esa capacidad de «saber ver» y de «poder sentir», de «padecer» una irrenunciable fiebre de curiosidad, de lograr impresionarse, de hallar motivos de asombro en escenas vulgares o cotidianas en apariencia efímeras e intrascendentes, acompañará desde esta etapa la sensibilidad del impenitente observador que  comienza a escribir, y desembocará, más adelante, en su teoría de lo real maravilloso.
«Todo lo escrito, todo lo impreso, está sujeto a misteriosos azares», reflexionaba el periodista adulto, a propósito de las claves secretas, de los móviles tantas veces inexplicables que circundan el texto que se resiste a morir en el olvido, «que resurge, en el momento menos pensado, porque su potencial de virtudes lo había dotado, en sus inicios, de una vitalidad más duradera que la memoria de los hombres…»1
Tras la pista de esos «azares misteriosos», todo hace indicar que el bautismo del periodista se produjo en el diario habanero El País. Entre los meses de octubre y noviembre de 1922, se tiene noticia de la publicación de unos tres trabajos firmados con el seudónimo de su madre, Lina Valmont, anteriores al que hasta hace poco era reconocido como el primer artículo dado a conocer por Alejo.2
Presumiblemente, ambos, madre e hijo, de común acuerdo, decidieron que esa era la vía más factible para cobrar el importe de cada crónica terminada, en espera de que el mozalbete lograra posicionarse en el gremio y esquivara el sinnúmero de prejuicios y resquemores que de seguro despertara su precocidad intelectual.
Diálogo con los hallazgos
No es fortuito que el primer escrito publicado –de que se tenga noticia– esté consagrado a su ciudad. Durante toda su vida, Carpentier dará testimonio de una conmovedora habaneridad. Y si ha sido en los últimos años motivo de ataques a la memoria del escritor el hecho de no haber nacido en Cuba, existen sobrados ejemplos de casos similares, en los que la convicción ha pesado más que la sangre y las raíces. Porque, a fin de cuentas, lo significativo es que él se sintió, actuó y realizó su obra como cubano y, sobre todo, habanero, y la identidad nacional de un individuo puede depender también del acto volitivo de aceptación y elección de pertenencia.
«Yo cobro conciencia de lo que es esta Habana (…) en el año1912. Cuando cumplo siete años, es decir, esa edad en que empieza uno a ver las cosas con un pequeño espíritu analítico incipiente, en que uno recibe impresiones del exterior y esas impresiones empiezan a fijarse en la mente y a crear un panorama del mundo en que se vive, y que uno empieza a descifrar, a ver, a interpretar y a acomodarse en cierto modo con los elementos circundantes de la vida diaria», referirá en ejercicio retrospectivo casi en el ocaso de sus días, cuando se propuso legarnos ciertas claves de una existencia preñada de enigmas.3
Sin embargo, la infancia y la primera mocedad de Alejo Carpentier habían transcurrido en las fincas El Lucero y Loma de Tierra, ambas ubicadas en la periferia semicampestre habanera, donde la familia se asentó en busca de un clima menos hostil para el hijo condenado por el asma. Excepto muy esporádicas visitas a la capital, sobre todo para aprovisionarse de novedades editoriales, su horizonte, hasta 1921, es básicamente rural. De tal suerte, la iniciación como cronista trasunta una ruptura con esa visión hasta cierto punto bucólica, que se manifiesta en el deslumbramiento del «guajirito circunstancial» frente al hallazgo de una urbe que, de ser terreno virgen, devendrá remanso definitivo.
Aclarado esto, no sorprende la caracterización que el eufórico articulista realiza de todas las dependencias que conforman el convento de Santa Clara en «Tras los vetustos muros del Convento de Santa Clara surge la ciudad antigua del romance y la leyenda».4
La inusitada modernización de la ciudad, que conspiraba con el ánimo de recogimiento y era fuente de interrupciones durante los acostumbrados rezos, motivó que el 28 de marzo de 1922 las religiosas abandonaran el sitio que acogía la congregación desde el siglo XVII, después de venderlo a una sociedad anónima por un millón de pesos. Para satisfacer de algún modo la curiosidad pública, se acordó instalar allí, a mediados de noviembre, la sede del VI Congreso Médico Latinoamericano, al tiempo que se inauguraron las Exposiciones Nacionales de Higiene y de Industria y Comercio. Habiendo aparecido este artículo apenas unas semanas antes, el 16 de octubre, abordaba un tema de gran actualidad.
El acento descriptivo que adopta convenientemente el autor, al ejercer como intermediario entre el potencial lector y lo insólito que se revela ante sus ojos hacia el interior del retiro, responde al propósito general, que es ofrecer una panorámica del sitio. Sin embargo, la idea central se explicita casi al final: legitimidad y necesidad de (auto) reconocimiento de La Habana y, por añadidura, de Cuba, como plaza histórica del Continente, donde convergen lo nuevo y lo viejo, lo antiguo y lo moderno:
«Todos los países de la América Latina poseen recuerdos de su pasado: iglesias, palacios antiguos, casas, que son objeto de orgullo por parte de los habitantes de las naciones a que pertenecen. Según la creencia general, estos detalles no abundaban en Cuba; se veían una iglesia antigua de vez en cuando, un castillo, un pedazo de muralla aquí o allí, pero no verdaderos datos tangibles de la vida de los primeros colonizadores de la isla; no piezas que se remontaran a verdadera antigüedad (antigüedad relativa a América, se entiende). Pero ahora queda demostrado que en el mismo centro de la Habana existe esto y que estos rincones por los que los turistas extranjeros corren kilómetros en sus carros amplios bajo las vociferaciones de un “cornac” que nadie entiende, se hallaban lo mismo en Cuba como en otras partes».
Aquí el joven periodista realiza la primera defensa pública de su ciudad, acaso avizorando por casi seis décadas el mérito que el mundo le atribuiría al Centro Histórico de La Habana, declarado en 1982 por la UNESCO Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Si bien con el paso del tiempo quedó demostrado que considerar este paraje citadino como el más añejo fue un error5 —repetido por algunos historiadores—, hacia los años 60 el ya reconocido internacionalmente escritor no parece haber ofrecido demasiado crédito al dato historiográfico, o en todo caso se preservó de menoscabar la hipótesis primitiva, cuando advirtió en La ciudad de las columnas: «independientemente de aquella Habana anterior a La Habana que —según se dice— alzaron unos cuantos colonos en las orillas del río Almendares, hemos de buscar el verdadero núcleo generador de la ciudad en aquellos humildes y graciosos vestigios que aún perduran en uno de los patios del antiguo Convento de Santa Clara, cerca de las clásicas tabernas pecaminosas del puerto, bajo la presencia de un pequeño mercado, de un baño público y de una fuente municipal que, a pesar de su modestia, ofrece una evidente nobleza de factura. Trabajo todo, de alarifes, como aquella “Casa del marino”, más ambiciosa, que aún puede verse a una escasa distancia de lo que fuera, en un tiempo, ágora entre manglares, plaza entre malezas, y que al ser revelada al público, en días de nuestra adolescencia,6 tras de larga reclusión impuesta por el envolvente crecimiento de un monasterio de clarisas, ostentaba todavía un borroso letrero que la identificaba como la “Casa del pan”».7
Todos los tiempos del cronista
En ese, su texto inaugural, Carpentier da a entender que la colaboración con El País no será esporádica: «Ya que no por el hallazgo del pseudo-pasadizo subterráneo, la iglesia está poetizada por una leyenda perfectamente verídica, pero tan dramática y a la vez tan encantadora y completa de sí, que en otra ocasión la daré a conocer con toda la amplitud que merece por su originalidad». Con toda seguridad, se refería a la que publicó veinte días después en el propio periódico, el 5 de noviembre de 1922, la cual se contempla como su segundo artículo: «Las dos cruces de madera. Leyenda del Convento de Santa Clara».
Para relatar cómo transcurrió el último día en la vida de dos monjas –y sus respectivas esclavas– que perecieron simultáneamente a causa del impacto de un rayo en el convento de Santa Clara, el cronista parece trasladarse al siglo XVIII para ofrecer varias pinceladas que retratan la dinámica monacal y prefiguran el ambiente citadino donde convergen los «ojos profanos».
Obviamente, desde este momento, o quizás antes, Alejo comienza a hurgar en los fondos hemerográficos de la Sociedad Económica de Amigos del País, la Biblioteca o el Archivo Nacional, en búsqueda del sustento de estos artículos y de los antecedentes que le permitan reflejar una época de la que ni siquiera podrá contar con referencias por vía familiar, tratándose los suyos de europeos trasplantados a suelo cubano.
Si bien el cronista exagera, matiza e interpreta la información que recoge, se tiene constancia de que la modificación no será sustancial. Entre la papelería que con esmero conservó su madre, y que sobrevivió a mudanzas y exilios, se encuentra una pequeña nota mecanuscrita, con una información aparentemente sacada de algún asiento necrológico, que revela la verdadera existencia de las dos monjas que dieron pie a la leyenda. De cualquier manera, como aseveró con autoridad Juan Ramón Jiménez, el estilo es fantasía, propiedad, analogía, prosodia y ortografía.
Más allá del inventario de datos que le posibilita esbozar el precario trazado urbanístico, sintetizar el exiguo repertorio de bailes y espectáculos, y hasta aludir a los por entonces frecuentes ataques de piratas, a la luz del presente resulta sumamente ilustrativo conocer su reconstrucción de cómo y en qué medida la inminencia de una tempestad condicionaba la vida de los habitantes de la villa en fecha tan remota como 1727:
«En las calles, resonaban los gritos de los carreteros que excitaban a sus bestias para que apuraran el paso; los mendigos se resguardaban prudentemente al amparo de los balcones enrejados de las casas ricas, antes de que la lluvia comenzase a caer, y cerca del Castillo de la Fuerza, los vendedores de comestibles y baratijas recogían apresuradamente sus mercancías, desparramándose en todas direcciones con sus cajas a la cabeza o empujando sus carritos, murmurando a veces entre los dientes una imprecación, cuando un jinete pasaba cerca de alguno de ellos con demasiada velocidad…»
Con estos primeros trabajos que tienen como escenario el también llamado convento de El Santísimo Sacramento, se va perfilando una pasión de narrar, al tiempo que una conciencia nacionalista.
Por momentos, el autor parece sugerir que esas piedras y esa gente no son solo historia, sino que tienen un valor afectivo superior, una trascendencia desde el punto de vista cultural, y que para conformar una identidad es preciso aferrarnos a lo nuestro.
Vindicación de «intramuros»
«Alejándome del bullicioso centro de la Habana moderna y olvidando sacrílegamente los iluminados santuarios del Fox, donde las parejas se balancean con una gracia del todo latina, al estruendo de saxofones y timbalazos, ni graciosos ni latinos, me atreveré a atentar contra el modernismo todopoderoso, evocando por un instante tiempos pasados», confiesa, a modo de preámbulo, en el tercer trabajo aparecido en El País, el 12 de noviembre de 1922, que también resalta por su sabor costumbrista: «Recuerdos de la Habana antigua».
Aquí, auxiliándose de noticias que extrae del Papel Periódico de La Havana (1790-1805) y del libro Lo que fuimos y lo que somos, o la Habana antigua y moderna (1857), de José María de la Torre, propone otra mirada ingeniosa a la vida recoleta de la ciudad.
«En nuestra época, rodeada sin cesar por el vertiginoso torrente de la vida actual, hallo un placer intenso en hojear las apolilladas colecciones de periódicos antiguos, con sus anuncios de ventas de esclavos y sus artículos de actualidad, que nos pintan el género de existencia de nuestros antepasados, tanto más encantador, como que es diametralmente opuesto al nuestro», expresa Carpentier, tal vez como declaración de principios.
La prosa, que destaca por su amenidad, fue construida en función de que el lector comprendiera que cada época o período histórico es el resultado de un conjunto de circunstancias, y a la vez son peldaños que fue preciso superar para desembocar en el «hoy», para dar forma a la vida moderna. En síntesis, años por los que fue necesario –y hasta saludable, como aventura el cronista– transitar.
Sin pretender pasar por alto ni justificar la falta de distracciones, en tono conciliador hace notar que «la época de nuestros abuelos no tiene nada que envidiar a la presente, bajo el punto de vista intelectual, y si la Habana no gozaba en esos tiempos de vías anchas y teatros suntuosos, su labor fue harto noble, en dar nacimiento a algunos de estos monstruos sublimes que se llaman genios y de cuyo paso por nuestra historia nos podemos vanagloriar a través de los siglos…».
No obstante, especula el cronista, «los enamorados de su época, concluirán como siempre que la existencia en los tiempos pasados era bien aburrida, y no valía el trabajo de vivirla. Años transcurrían, entre fiestas y fiestas, sin más diversiones ni incidentes para la juventud que monótonos paseos en quitrines y calesas por la Alameda de Paula; visitas en las silenciosas residencias de portones armoriados, y la misa dominical, a cuya salida se pavoneaban los guapos mozos de la ciudad, luciendo sus chaquetas azules, pantalones de gamuza y corbatas de encajes orlados».
Solo alguien con mirada crítica, pero sobre todo histórica —es decir, un sujeto como Carpentier, que se interesa por lo lejano para mejor comprender el presente—podría recurrir a un trazo como el siguiente: «No somos –en cualquier tránsito de nuestras vidas– sino hechura de nuestro pasado. Lo que hacemos hoy no es, no puede ser, sino consecuencia de lo hecho hasta ahora –aunque un comportamiento, una decisión, inesperados, operen por proceso de reacción, negación o rechazo. Pero sólo puedo rechazar lo que conozco. Como, igualmente, sólo puedo seguir en lo que conozco por haberlo aceptado como bueno, después de conocido…»,8 explicará en una entrevista.
Aunque hasta el momento serán estos los únicos trabajos encontrados sobre su ciudad, no puede descartarse que existan otros, dado que nos fue imposible, por el avanzado grado de deterioro, consultar las colecciones de El País.
Sin embargo, entre los fondos que atesora la Fundación Alejo Carpentier, llama la atención un texto –según parece inédito– que se titula «Primeros periódicos de La Habana», porque se trata del mismo estilo carpenteriano de estos años iniciales, y encaja con el perfil de las crónicas anteriormente glosadas.
Allí refiere su autor que «pocas ciudades del mundo tienen, en relación al número de sus habitantes, tantos y tan buenos periódicos como La Habana». Más allá del apunte objetivo, se transpira una devoción por su ciudad que el emisor no esconde, como tampoco lo hará en los tres textos impresos.
Está presente también, abiertamente, la dicotomía geográfica Europa-América —contrapunteo que sustenta tanto su ensayismo como algunos volúmenes de ficción— no exenta de ironía: «En esto, nada tenemos que envidiar al viejo continente. Sus diarios, impresos en mal papel, llenos de fotografías que parecen siempre representar las profundidades del mar en vez de retratos o paisajes, que no pueden llevarse dos cuadras sin tener las manos negras, no admiten comparación con nuestras publicaciones netas, en las cuales los mismos anuncios están hechos con habilidad y arte».
Misterio y poesía de una ciudad de sombras
En esta primera visión carpenteriana de La Habana, deben señalarse como aciertos estilísticos notables, por la belleza y originalidad que le imprimen a la crónica, un conjunto de construcciones, imbricadas a veces, que encajan en las conocidas figuras literarias.
Un recurso al que constantemente acudirá el cronista será al símil. Tanto en el corpus literario como en el periodístico, la comparación representará un papel esencial, y le permitirá al narrador exponer su potencial asociativo, que no es más que el testimonio de una cultura inusual, si nos atenemos a estos años iniciáticos.
Así, representar toda la aspereza y la hosquedad del tronco de una planta puede resultar dilatada empresa, si puede acotarse que es por el estilo de los que pintaban en sus cuadros los «Primitivos» flamencos. Del mismo modo, no hace falta calificar con un montón de adjetivos las horadaciones conque el calendario ha fijado su paso en una pared del claustro; en vez de eso, vale sugerir que las líneas redondeadas recuerdan vagamente las zonas concéntricas que se ven en las calcedonias.
Hubiese sido demasiado fácil para el periodista y poco atractivo para su presunto lector, que el primero describiera un ambiente impersonal y apagado como el que domina siempre en un convento, explicando que reina la oscuridad, la quietud y el silencio en una construcción monótona y sin color. Pero en vez de eso, resulta más eficaz evocar unas superficies leprosas que se repiten, en mayor o menor cuantía, en las altas paredes desnudas que sostienen y proporcionan equilibrio a un cielo de madera admirablemente labrado.
Roberto Fernández Retamar ha dicho que en buena lid no existe palabra recta, dado que calificar a unas de «“metáforas” es una manera abreviada de decir que son “más metáforas que las otras”».9 Indudablemente, reconoce que la trasposición de lo espiritual en material «es posible gracias a la acción asociativa del alma humana: hablamos de ideas sombrías o luminosas, estrechas o amplias, dando a los adjetivos un vuelco metafórico –por otra parte necesario, pues la metáfora no es un lujo: es un órgano respiratorio del idioma».10
Además de la concurrencia metafórica, que será uno de los rasgos distintivos de la prosa carpenteriana, privilegiará construcciones de este tipo que incluyan el epíteto (gruesas gotas comenzaron a caer, y principió el aguacero tropical con toda su violencia y sus caprichos de cíclope ebrio), o donde resalte el sentido onomatopéyico de la frase (humedad del aire y el tableteo de la lluvia).
Al evaluar las metonimias en el contexto de la frase donde se insertan, se entiende que cada una cumple una función específica, pero siempre con una definida voluntad de engalanar la composición y aligerar la prosa. En vez de describir que el paisaje arquitectónico del claustro se repite sin variaciones medulares, se dice que corren las arcadas. Cuando la desgracia se aproxima, sobreviene la tormenta que cubre todo el firmamento y hasta la dinámica terrestre se opaca por una luz triste y grisácea.
Si se analiza la trayectoria de Carpentier, cuya filiación barroca ha sido harto comentada, e incluso vindicada por él mismo, no debe asombrar la temprana afición por la hipérbole, que es uno de sus recursos más comunes.
¿Quién se dispondría a probar que al interior del convento de Santa Clara no mecía su enramada un árbol centenario, que por el ancho de su corteza nos indica una existencia comenzada antes del Descubrimiento? ¿De qué sirve negar que el corazón de sor Francisca, una de las dos monjas asaltadas por el mismo miedo horrible, latía a romperse?
La retórica no es una teoría del ornato, sino el empleo de frases cabales que, sin renunciar a la poesía, describan con singularidad y acierto creativo el estado de ánimo que genera una situación, que predomina en un ámbito o contexto determinado, que define una imagen…
En no escasas ocasiones, el tono se vuelve mordaz cuando quiere, o bien aliviar la carga dramática del episodio narrado, o siquiera aportar un complemento sutil que mueva a la meditación y convoque la sonrisa. Habrá quien se mostrará algo contrariado, si se juzga el desenfado con que se aborda un tema delicado como es la religión.
Al interior del convento, donde supuestamente se encontraba el núcleo más antiguo de la ciudad, el cronista dibuja con esmero unas seculares casitas que no solo se valorizan por la historia que encierran, sino que, ante todo, deben de inspirar un religioso respeto. Un poco más distante, se tropieza el caminante con alguna sacra imagen que inspiraría piadosos sentimientos a la población.
Y si una tormenta tropical desata toda su cólera, sin clemencia, sobre las construcciones más añejas, únicamente el chato pilar de la fuente de la Samaritana parecía resistir a los elementos desencadenados, fuera por la tosquedad de su construcción, fuera por la imagen piadosa que se resguardaba en una pequeña hornacina tallada en uno de sus flancos.
También persistirá latente el asunto de la iluminación. Más que la luz de fuego, los torrentes de luz e inclusive la cruda claridad, Carpentier parece preferir la claridad mortecina, incierta y triste, o en todo caso la luz tenue y suave, lo que también pudiera explicar la identificación con la arquitectura colonial habanera y su propiciador universo de sombras. Así, las monjas cubanas oraban a la tenue luz de los cirios, que será la misma de la que el periodista se servirá para redactar sus reseñas teatrales de La Discusión a altas horas de la noche, como dejó escrito en unas páginas de memorias.11
Por otra parte, dentro de los giros más utilizados, cabe señalar la terminología tomada del léxico de la Arquitectura, que como se sabe fue la profesión de su padre y una de sus mayores pasiones, incluso antes de matricularla en la Universidad de La Habana. Aunque no pudo cristalizar como carrera, sí constituyó esta una ciencia afín, útil sobre todo para el periodista-escritor que describe ambientes.
Techos y bóvedas artesonadas, cornisas, frontones, ménsulas, hornacinas, pilares, capiteles e intercolumnios, permiten tempranamente al cronista hacer gala de su dominio, y serán, más que destellos, el preludio de la monumentalidad arquitectónica, típica del barroco, que la crítica literaria ha señalado en sus obras de madurez.
Observador en casa propia
Cuando luego de once años de ausencia, en 1939 se produce el reencuentro con su ciudad, al evocar su época de adolescente Carpentier reflexionaría sobre el pernicioso hábito que «había cubierto las cosas de La Habana con una pátina tan espesa que todo descubrimiento, toda revelación se nos hacía imposible».12 Ello lo llevaría a manifestar públicamente que la peor enfermedad que podía aquejar a un ser humano era la falta de curiosidad.
Al joven cronista que se estrena en 1922 no le interesa tanto construir sus colaboraciones lo más apegado posible a eso que se tiene como «imagen de la realidad»; en vez de eso opta por legar una mirada singular y atrayente, que si por momentos idealiza lo que pudiera tomarse como «verdad», no deja de erigirse en espacio donde el sujeto-narrador interpreta y dibuja el mundo social.
Osado, trepidante, con un conocimiento atípico para su edad y una elocuencia también poco común, y con la temprana conciencia de superar los tiempos abolidos, se revela el adolescente que, partiendo de un sentido universalista de la cultura, no desdeñará la preterida renovación nacional.
Su modo de actuar será la voluntad de servicio  por medio de la prensa, y su modesta contribución, aún en una etapa genésica como intelectual, serán estas páginas, donde si bien no ha cristalizado lo que ha de llamarse su estilo –una voz definida como espejo de culturas–, no dejan de advertirse, junto a la desmesura de todo iniciado, algunos atisbos destacables: la autonomía creadora, la cubanía absoluta, el audaz enfoque personal, las riquezas de su metaforismo, la sutil ironía, los golpes de audacia comunicativa…vale decir, la fulgurante carrera periodística que precede y complementa al escritor en ciernes, aunque el lenguaje periodístico diferirá, en lo esencial, del lenguaje literario.
En este caudal cronístico en el que La Habana es, más que inspiración, leitmotiv, subyace el ojo crítico de quien no fallará en deslindar lo efímero de lo valedero, lo superfluo de lo imperecedero. Un hombre comprometido con su época, apasionado por su ciudad, un transgresor deslumbrado por el arte legítimo, un iconoclasta que otea y sucumbe ante lo autóctono.
«Puedo jactarme de tener un profundo conocimiento de La Habana; pero no tan sólo de su topografía e itinerarios interesantes. Vi crecer La Habana con el siglo. La he contemplado bajo sus más distintas iluminaciones. En cien oportunidades he escuchado sus voces, secretos, y he tomado su pulso…»,13 afirmará quien apostó por un periodismo volcado hacia lo endógeno, pero dentro de lo universal.
Por ello, más allá del dato puntual para sus futuros biógrafos, ¿de qué sirve esgrimir con obstinada insistencia que su nacimiento se produjo en Lausana, Suiza, y no en la habanera calle Maloja, como él mismo, de tanto repetirlo, acaso habrá llegado a creer?
Ciertamente, La Habana será uno de sus mayores desvelos y una de sus más caras posesiones. A ella consagrará páginas como estas casi desconocidas, u otras ya antológicas, como las del aludido ensayo La ciudad de las columnas, testimonio del privilegiado caminante adorador de su entorno vital. Así pues, habrá que imaginarlo siempre, como es voluntad del Historiador y guardián de la villa, poseído por «las inquietantes sensaciones de estar inmerso en el gozo generoso y extraño de los más recónditos rincones habaneros».14
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1«La tenacidad de lo escrito», El Nacional, Caracas, 29 de abril de 1954. Recorte que obra en la Colección Alejo Carpentier, en lo adelante CAC.
2El propio Carpentier siempre reconoció que la primera vez que su nombre apareció en letra de imprenta fue calzando la reseña titulada «Pasión y muerte de Miguel Servet» [por Pompeyo Gener], con la que inauguró la sección Obras Famosas del periódico La Discusión, el 23 de noviembre de 1922.
3Tomado de «Sobre La Habana (1912-1930)», entrevista filmada por Héctor Veitía para el ICAIC en 1973. Puede consultarse en Alejo Carpentier: Amor por la ciudad. Compilación y prólogo de Fernando Rodríguez Sosa. Ediciones Unión, La Habana, 2006, p. 87.
4Esta crónica fue reproducida por el investigador Sergio Chaple en Opus Habana (vol. X, no. 2, nov. 2006-ene. 2007, pp. 4-15).
5Véase El Convento de Santa Clara, del investigador Pedro Herrera López. CENCREM, 2006.
6El subrayado es mío.
7Alejo Carpentier: Ensayos. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984, pp. 42-43.
8Alejo Carpentier: Entrevistas. Compilación, selección, prólogo y notas de Virgilio López Lemus. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1985, pp. 345-346.
9 Roberto Fernández Retamar: Idea de la estilística, Comisión de Publicaciones, Universidad de La Habana, 1963, p. 56.
10Ibídem, p. 43.
11Véase Alejo Carpentier: «Páginas de memorias» en  revista Revolución y Cultura, no. 94, junio de 1980.
12«La Habana vista por un turista cubano», primera parte. Carteles, 8 de octubre de 1939, pp. 16-17, CAC.
13«Jubilosa Habana», en Letra y Solfa, El Nacional, Caracas, 17 de junio de 1959. Puede consultarse en Alejo Carpentier: Amor por la ciudad, ob. cit, pp. 65-66.
14Eusebio Leal Spengler: «En el centenario de Carpentier», prólogo a la reedición del libro La ciudad de las columnas, Editorial Espasa Calpe, 2004. Recogido en Patria amada. Ediciones Boloña, Colección Opus Habana, 2005, p. 108.

Miembro del equipo editorial de Opus Habana Mario Cremata Ferrán elaboró este artículo a partir de Arpegios de un «pecador», su tesis de Licenciatura en Periodismo en la Universidad de La Habana (2011), tutorada por la Dra. Graziella Pogolotti y la MsC. Yamilé Ferrán, en la que analizó el estilo narrativo-periodístico de Alejo Carpentier (1922-24) y propuso una mirada inédita a su primera producción como cronista.
Tomado de Opus Habana, Vol. XIV/No. 1, agost. 2011/ene. 2012.

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