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lunes, 1 de mayo de 2017

TRADICIÓN CONSTITUCIONAL DE CUBA Premio Herminio Portell Vilá 2010

 ©Roberto Soto Santana, de la Academia de la Historia de Cuba (Exilio)

(Segunda Parte)

Pero ese momento finalmente llegó. El Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba, expedido por  Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868, en Manzanillo, resulta evidente, cuando se lee, que es una Declaración de Independencia al modo de la estadounidense de 1776 (“Al levantarnos armados contra la opresión del tiránico gobierno español, siguiendo la costumbre establecida en todos los países civilizados, manifestaremos al mundo las causas que nos han obligado a dar este paso, que en demanda de mayores bienes siempre produce trastornos inevitables, y los principios que queremos cimentar sobre las ruinas de los presentes para la felicidad del porvenir”), en la que se reclaman los derechos de reunión, de petición y de expresión, el sufragio universal, la emancipación gradual y bajo indemnización de la esclavitud, el libre cambio bajo condiciones de reciprocidad, la representación nacional para decretar las leyes e impuestos, y “la religiosa observancia de los derechos imprescriptibles del hombre” –quedando configurada, de hecho, la parte dogmática (la referente a los principios y a los derechos fundamentales) de un texto constitucional todavía nonato-.
En el mismo documento se advierte igualmente que se exponen disposiciones -sin encasillarlas en un articulado numerado o atribuirles expresamente un rango legal- las cuales muy bien podrían encajar en la parte orgánica de un texto constitucional (la referente al diseño de la estructura del Estado y la regulación de sus órganos básicos) ya que se ordenan, somera pero suficientemente, el ejercicio del Poder Ejecutivo (al comunicar el unánime acuerdo de “nombrar un Jefe único que dirija todas las operaciones con plenitud de facultades y bajo su responsabilidad, autorizado especialmente para designar un segundo y los demás subalternos que necesite en todos los ramos de administración mientras dure el estado de guerra”, y de haber designado “una comisión gubernativa de cinco miembros para auxiliar el General en Jefe en la parte política, civil y demás ramos de que se ocupa un país reglamentado”),  Igualmente, se decreta con efectos inmediatos la abolición de “todos los derechos, impuestos, contribuciones y otras exacciones que hasta ahora ha cobrado el gobierno español…y que sólo se pague con el nombre de ofrenda patriótica, para los gastos que ocurran durante la guerra, el cinco por ciento de la renta conocida en la actualidad”, así como que “en los negocios en general se observe la legislación vigente, interpretada en sentido liberal, hasta que otra cosa se determine”.
A la muy esquemática Constitución de Guáimaro (con 29 artículos, veintisiete de ellos con una sola oración, y los otros dos con sólo dos oraciones), promulgada el 10 de abril de 1869 por los quince delegados provenientes de los dos departamentos donde había cundido la sublevación (el Central y el Oriental, aunque técnicamente el Departamento Central había quedado disuelto en 1851 y agregado al Occidental, que además comprendía a Pinar del Río, La Habana y Matanzas) y constituidos en Asamblea, le basta para blasonar de gloria el Artículo 24, que dice “Todos los habitantes de la República son enteramente libres”, ya que con ello quedaba abolida la odiosa institución de la esclavitud. De cualquier manera, su texto establece la separación de los tres Poderes clásicos del Estado, la designación por la Cámara de Representantes del Presidente encargado del Poder Ejecutivo y del General en Jefe, aunque éste queda subordinado al Ejecutivo; y prohíbe que la Cámara ataque “las libertades de culto, imprenta, reunión pacífica, enseñanza y petición, ni derecho alguno inalienable del pueblo”. A pesar de su brevedad, esta primera Constitución de Cuba republicana –en Armas- reúne los requisitos de contar con una parte dogmática y una orgánica, rigió durante casi diez años, y quiso fundar una República en la que el encargado del Poder Ejecutivo (el Presidente) y los Secretarios del Despacho estuviesen subordinados al Legislativo (la Cámara de Representantes).  
La Constitución de Baraguá, de 23 de marzo de 1878, todavía mucho más breve y con un alto valor testimonial aunque nula trascendencia jurídica, fue un texto de emergencia (estuvo vigente sólo dos meses, hasta la conclusión de la Guerra de los Diez Años), con sólo cinco artículos, dictado para facultar al Gobierno de la exhausta insurrección -al que se encomienda el Poder Legislativo además del Ejecutivo, dada la previa disolución de la Cámara de Representantes- a hacer la paz sobre la base de la independencia. La Paz del Zanjón, firmada el 10 de febrero del mismo año, había certificado el fin de las hostilidades aceptado por el Comité del Centro en representación de Camagüey. Sólo los insurrectos del departamento oriental, tras la protesta de Antonio Maceo en Mangos de Baraguá el 15 de marzo, rehusaron deponer las armas, pero no se pudo impedir el fin de la guerra, al que se llegó por puro agotamiento, a fines de mayo de ese año. La Paz del Zanjón, no obstante su carácter explícito de “artículos de capitulación” que ponían fin a la situación de beligerancia armada entre la Metrópoli y su Colonia, también abrogó tácitamente la concesión de facultades omnímodas hecha en 1825 a los Capitanes Generales de Cuba (al conceder a Cuba las mismas condiciones políticas, orgánicas y administrativas de que disfrutaba la isla de Puerto Rico), reconoció la libertad a los colonos asiáticos y esclavos en las filas insurrectas, y dispuso “el olvido de lo pasado respecto de los delitos políticos cometidos desde 1868 hasta el presente y libertad de los encausados o que se hallen cumpliendo condena dentro o fuera de la Isla”.
La tradición constitucional tuvo continuación en Cuba con el texto surgido de la Asamblea Constituyente que se reunió en Jimaguayú y promulgó el 16 de septiembre de 1895 –casi siete meses después del inicio de la segunda y definitiva Guerra de Independencia-, con el título de “Constitución del Gobierno Provisional de Cuba”.  En su texto, todo de carácter orgánico y sin parte dogmática, se comenzaba instaurando un Consejo de Gobierno en el que residía el Poder Legislativo, y cuyo Presidente era titular del Poder Ejecutivo, mientras que todas las fuerzas armadas y la dirección de las operaciones militares estarían bajo el mando directo del General en Jefe, quien tendría a sus órdenes un Lugarteniente General –binomio que hasta la muerte en combate del Titán de Bronce estuvo a cargo de Máximo Gómez y Antonio Maceo-. Se establecía un impuesto de guerra sobre las propiedades de cualquier clase pertenecientes a extranjeros, mientras sus respectivos países no reconocieran la beligerancia de Cuba. Y se declaraba la independencia del Poder Judicial, dejando su organización y reglamentación a cargo del Consejo de Gobierno. Finalmente, se imponía una fecha de caducidad para la Constitución, que llegaría al cumplirse los dos años de su promulgación.
Llegado ese término y sin haberse concluido la guerra, expiró la Constitución de Jimaguayú, y en el potrero de La Yaya (barrio de Sibanicú, municipio de Guáimaro, en Camagüey) se reunió una nueva Asamblea Constituyente el 10 de octubre de 1897. La Constitución que salió de sus deliberaciones fue aprobada y entró en vigor el 29 de octubre. Con cuarenta y ocho artículos, era la más extensa de las promulgadas hasta entonces por la República en Armas. Establecía el servicio militar obligatorio e irredimible. Consagraba la garantía de nulla pena sine lege, la inviolabilidad de la correspondencia, la libertad de religión y de culto, el derecho de petición, la inviolabilidad del domicilio, y las libertades de expresión, de reunión y de asociación. Hacía residir el Poder Ejecutivo en un Consejo de Gobierno, que a su vez ejercía el Poder Legislativo, y disponía la elección de una Asamblea de Representantes –quienes disfrutarían de inmunidad parlamentaria, salvo en caso de flagrante delito- que debería reunirse a los dos años de promulgada la Constitución, a fin de hacer una nueva o modificar la existente.
Como ha dicho el Dr. Luis René García Fernández, “estas constituciones que acabamos de comentar puede que no sean ciertamente un dechado de perfección. Pero si se tiene en cuenta no solamente la época en que se produjeron, sino también las condiciones materiales en medio de las cuales se confeccionaron, hay que admitir que fueron obras de gigantes. Porque, señores, aquellos delegados no trabajaban sentados en mullidos butacones ni con aire acondicionado. Aquellos constituyentes realizaron esas tareas legislativas teniendo por asientos sus rústicos taburetes y sus palmas barrigonas, sin más paredes que los frondosos algarrobos y las ceibas milenarias, ni más cúpula que el hermoso cielo cubano tachonado de estrellas luminosas”. (8)
En cumplimiento de esa previsión, se reunió una nueva Asamblea Constituyente en Santa Cruz del Sur (en Camagüey), donde inició sus sesiones, y después se trasladó a Marianao (municipio colindante con el de La Habana) y finalmente a la Calzada del Cerro (en La Habana), donde concluyó sus sesiones el 4 de abril de 1899. Con algunos meses de anterioridad, el 10 de diciembre de 1898 se había firmado en París el sibilinamente redactado Tratado de Paz por el cual España renunciaba “a todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba” y los EE.UU. anunciaban su intención de ocupar la Isla –por tiempo indefinido, pero provisional- cuando España la evacuara; España cedía a los EE.UU. la isla de Puerto Rico y las demás en ese momento bajo su soberanía en las Indias Occidentales, así como la isla de Guam y el archipiélago de las Filipinas –a cambio de 20 millones de dólares-.
Los asambleístas constituyentes reunidos en la Calzada del Cerro aprobaron el 21 de febrero de 1901 un texto final aunque no definitivo, porque todavía debieron aprobar, el 12 de junio del mismo año, la incorporación como apéndice de la llamada Enmienda Platt, de bochornoso recuerdo. Esta Constitución cubana de 1901 entró en vigor  el 20 de mayo de 1902, el mismo día de la proclamación de la República, por efecto de la Orden Militar 181 dictada por el Gobierno Militar norteamericano. Fue una Constitución eminentemente garantista, con un elenco extensísimo de derechos individuales -aunque del derecho de sufragio seguían excluidas las mujeres-, la igualdad ante la Ley y su irretroactividad salvo cuando favoreciera al reo,  la no anulabilidad ni alteración por el Poder Legislativo de las obligaciones civiles, la prohibición de la pena de muerte por motivos políticos, la limitación de las detenciones y la sujeción a la Ley de las prisiones y procesamientos, el derecho de habeas corpus, el derecho a la no autoincriminación y a no declarar contra el cónyuge y otros parientes cercanos, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de cultos y la separación de la Iglesia y el Estado, el derecho de petición, los derechos de reunión y asociación y educación, la libertad de locomoción y el derecho de propiedad, incluso la intelectual e industrial. En cuanto a su parte orgánica, mantenía la separación de Poderes preconizada por Montesquieu, establecía una Cámara de Representantes y un Senado, y un Poder Judicial en cuyo vértice estaba el Tribunal Supremo, cuyos jueces los nombraba el Presidente de la República con el consentimiento del Senado. La cláusula de reforma permitía modificaciones parciales o totales de su texto, por acuerdo de las dos terceras partes del número de integrantes de cada cuerpo colegislador, seguido de la aprobación de una Convención Constituyente integrada por delegados elegidos por provincias.
Pero no quedaba determinado el órgano encargado de convocar y poner este proceso en marcha, ni cuánto tiempo permanecería en sesión esa Asamblea, ni si podía realizar otras modificaciones distintas de las sometidas a su  consideración. Estas imprecisiones terminaron complicando la crisis política que se abrió en 1928 con la Prórroga de Poderes ambicionada por el Presidente Machado, para materializar la cual se presentaron dos proyectos de reforma constitucional: en 1926, uno por el Representante Aquilino Lombard; y en 1927, otro por el Representante Giordano Hernández, el segundo de los cuales fue aprobado sucesivamente por la Cámara y el Senado, y que los 55 delegados elegidos a la Convención Constituyente sancionaron el 10 de mayo de 1928.
Los desmanes llevados a cabo por el machadismo y la depresión económica mundial desembocaron en la caída del régimen y el restablecimiento de la vigencia de la Constitución de 1901 (el 24 de agosto de 1933, tras asumir Carlos Manuel de Céspedes, el hijo del Padre de la Patria, la presidencia provisional de la República y dejar sin efecto la reforma constitucional de 1928). El subsiguiente Gobierno presidido por el Dr. Ramón Grau San Martín dictó, el 14 de septiembre de 1933, unos Estatutos para el Gobierno Provisional de Cuba, que, aparte de crear unos Tribunales extraordinarios de Sanciones, nada decían sobre la vigencia de la Constitución de 1901, restaurada el 24 de mayo anterior, aunque anunciaban la convocatoria de otra Convención Constituyente, que se reunió y aprobó la Constitución de 3 de febrero de 1934, la que estuvo vigente por un año, y a su derogación (por Resolución Conjunta de 8 de marzo de 1935 del propio Gobierno Provisional) fue sustituida por la siempre renaciente Constitución de 1901, en virtud de la Ley Constitucional de 11 de junio de 1935 (aprobada por el mismo Gobierno, sin intervención de la Asamblea Constituyente).
Ni la reforma constitucional de 1928 –para facilitar la Prórroga de Poderes deseada por Machado-, ni los Estatutos de 14 de septiembre de 1933, ni la Constitución de 3 de febrero de 1934, ni la llamada Ley Constitucional de 11 de junio de 1935 pueden ser considerados parte del itinerario de la tradición constitucional de Cuba, porque fueron todos textos de oportunidad, encaminados no a la fijación de principios o la estructuración de órganos del Estado para resolver los problemas de la sociedad de su época, sino medidas para satisfacer los intereses políticos partidistas e incluso los individuales de personalidades interesadas en situaciones específicas.
Se alumbró a continuación la que hasta ahora es la obra cumbre del constitucionalismo cubano: la Constitución aprobada en Guáimaro el 1 de julio de 1940, que entró en vigor el 10 de octubre del mismo año. La elección de delegados a la Convención Constituyente que la configuró se hizo sobre la base de uno por cada 50 mil habitantes o fracción mayor de 25 mil, lo que dio como resultado 81 delegados (aunque -como ha precisado el Dr. Carlos Márquez Sterling- en sus deliberaciones intervinieron sólo 77, a causa de las renuncias previas de los ausentes). La Constitución constó de 286 artículos, 43 Disposiciones Transitorias, una Disposición Transitoria Final y una Disposición Final. Tildada de prolija y casuística por algunos de sus críticos -así, el Dr. Gustavo Gutiérrez Sánchez (9)- y de neocolonial e hipócrita por algún otro (10), Emilio Menéndez Menéndez (penalista y último Presidente democrático del Tribunal Supremo de Cuba) dijo en 1945 de ella “que recoge muchos de los principios de las anteriores constituciones, introduce otros, producto de cuarenta años de conquistas sociales y de obligación política” (11), y el Dr. Néstor Carbonell Cortina ha apostillado elocuentemente que “La Carta del 40 es la obra cumbre de la República. Dando amplias muestras de madurez política y patriotismo, los delegados a la Convención Constituyente cerraron una década de convulsiones revolucionarias e inseguridad jurídica, y le dieron a Cuba una Constitución previsora y avanzada, sin injerencia extraña. Una  Constitución que no es de nadie y es de todos”. Como recuerda al referirse a la Constitución de 1940 este ilustre habanero, egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Santo Tomás de Villanueva y veterano de la Brigada 2506, “en ella intervinieron estadistas como Orestes Ferrara, José Manuel Cortina y Carlos Márquez Sterling; intelectuales como Jorge Mañach y Francisco Ichaso; libertadores como Miguel Coyula; juristas como Ramón Zaydín y Manuel Dorta Duque; internacionalistas como Emilio Núñez Portuondo; parlamentarios como Santiago Rey Pernas, Rafael Guas Inclán, Aurelio Álvarez de la Vega, Miguel Suárez Fernández, Pelayo Cuervo Navarro y Emilio Ochoa; líderes obreros como Eusebio Mujal; industriales como José Manuel Casanova; líderes políticos y revolucionarios como Ramón Grau San Martín, Carlos Prío Socarrás, Eduardo Chibás y Joaquín Martínez Sáenz.Y representando al equipo comunista, descollaron, entre otros, un sagaz líder sindical de acerada dialéctica, Blas Roca, y dos polemistas e intelectuales de alto vuelo, Juan Marinello y Salvador García Agüero”.
De los antecedentes históricos y de la ilegitimidad con la que la gavilla del Partido único se ha enseñoreado del país como si fuera su finca particular, es obligado reafirmar la necesidad –sin tener que recurrir a la paráfrasis sino a la cita literal de los planteamientos del Dr. Carbonell Cortina- de que “Si queremos ponerle fin a la tiranía y cerrar el ciclo tenebroso de la usurpación, tenemos que encontrar, después de Castro, una fórmula de convivencia con visos de legitimidad. Y esa fórmula no es la Constitución totalitaria de 1976, aunque se le hagan remiendos. Ni es otra Ley Fundamental espuria, impuesta sin consentimiento ni debate durante la provisionalidad.
“No, la única que tiene historia, simbolismo y arraigo para poder pacificar y regenerar el país antes de que se celebren elecciones libres, es la Carta Magna de 1940. Ella fue el leitmotiv de la lucha contra Batista, y no ha sido abrogada ni reformada por el pueblo, sino suspendida por la fuerza.
“Lo importante es tener una base constitucional que haya sido legitimada por la voluntad  soberana del pueblo y que permita encauzar armónicamente la transición a la democracia representativa. Podrá después el Congreso o los delegados electos a una Asamblea Plebiscitaria reformar o actualizar la Constitución del 40, supliendo sus deficiencias y podando sus casuísticos excesos.” (12)
Y sólo entonces, mediante el enlace con la Constitución de 1940 como puente hacia el futuro del país, se podrá reanudar la tradición constitucional en Cuba, interrumpida con el golpe de Estado de 10 de marzo de 1952 e impedida de restablecimiento por el bouleversement (o estado de conmoción permanente) que ha traumatizado a la sociedad cubana por causa del ilegítimo ejercicio del Poder absoluto que la tiranía comunista ha venido haciendo desde su llegada al Poder en 1959.
Sobre el carácter avanzado de la Constitución de 1940 se ha escrito mucho. Pero baste señalar que todos los derechos, libertades y garantías que posteriormente se incluyeron en la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1948, en el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 (Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales) incluidas sus sucesivas revisiones, y en la Carta Social Europea de 1961 ya figuraban en la Constitución cubana de 1940. Esta aseveración se constata del cotejo de los tres textos mencionados con el de la Constitución de 1940, la que, además, implantó la jornada laboral máxima de 8 horas al día o 44 horas semanales, equivalentes a 48 horas en el salario, y prescribió el derecho al descanso retribuido de un mes por cada once de trabajo dentro del año natural. Hasta el turiferario y servidor del castrismo Armando Hart Dávalos, en un escrito publicado bajo su firma en la edición digital de 12 de septiembre de 2009 del órgano oficial de la Unión de Jóvenes Comunistas ha tenido que admitir –en sus propias palabras- que “la Carta Magna de 1940 fue una de las más progresistas de su tiempo entre los países capitalistas. Entre las naciones del llamado Occidente, fue una de las más cercanas a un pensamiento social avanzado”. A confesión de parte, relevo de prueba.

NOTAS y BIBLIOGRAFÍA

(8) Conferencia “La Historia Constitucional de la República en Armas”. Dr. Luis René García Fernández. La Constitución de Cuba. Ciclo de Conferencias. Colegio Nacional de Abogados de Cuba, Inc., Miami (1991).
(9) En su obra, Constitución de la Republica de Cuba. Editorial Lex, La Habana (1941).
(10) La imputación, tan sectaria como sofista,  ha sido hecha por Juan Vega Vega (1922-2002), jurista que puso su sesera al servicio del régimen castrocomunista, en Cuba y  su historia constitucional (págs. 68-69) . Ediciones Endymion, Madrid (1997).
(11) La nueva Constitución cubana y su jurisprudencia (1940-1944),  pág. 16. Jesús Montero, Editor, La Habana (1945).
(12) La Constitución de 1940: Simbolismo y Vigencia. Cuba in Transition ASCE [Association for the Study of the Cuban Economy] (1997).

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