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sábado, 1 de julio de 2017

SIN EL NEGRO CUBA NO SERÍA CUBA

Publicado por Virgilio PONCE el agosto 2, 2013 a las 12:24am Ver blog
"¿Por qué se mete en esas cosas de los negros? ¿Qué razón o qué gusto tiene usted en ello? ¿No sería mejor no tocarlo?"

Por Fernando Ortiz
Hace cuarenta años que, movido por mi temprana curiosidad por los hechos humanos, y particularmente por los temas sociológicos, que entonces eran gran novedad en el ambiente donde yo estudiaba, me fui entregando, sin premeditarlo ni sentirlo, a la observación de los problemas sociales de mi patria. Apenas regresé de mis años universitarios en el extranjero, me puse a escudriñar la vida cubana y enseguida me salió al paso el negro. Era natural que así fuera. Sin el negro Cuba no sería Cuba. No podía, pues, ser ignorado. Era preciso estudiar ese factor integrante de Cuba; pues nadie lo había estudiado y hasta parecía como si nadie lo quisiera estudiar. Para unos, ello no merecía la pena; para otros, era muy propenso a conflictos y disgustos; para otros era evocar culpas inconfesadas y castigar la conciencia; cuando menos, el estudio del negro era tarea harto trabajosa, propicia a las burlas y no daba dinero. Había literatura abundante acerca de la esclavitud y de su abolición y mucha polémica en torno de ese trágico tema, pero embebida de odios, mitos, políticas, cálculos y romanticismos; había también algunos escritos de encomio acerca de Aponte,1 de Manzano,2 de Plácido,3 de Maceo4 y de otros hombres de color que habían logrado gran relieve nacional en las letras o en las luchas por la libertad; pero del negro como ser humano, de su espíritu, de su historia, de sus antepasados, de sus lenguajes, de sus artes, de sus valores positivos y de sus posibilidades sociales... nada. Hasta hablar en público del negro era cosa peligrosa, que sólo podía hacerse a hurtadillas y con rebozo, como tratar de la sífilis o de un nefando pecado de familia. Hasta parecía que el mismo negro, y especialmente el mulato, querían olvidarse de sí mismos y renegar de su raza, para no recordar sus martirios y frustraciones, como a veces el leproso oculta a todos la desgracia de sus lacerías. Pero impulsado por mis aficiones, me reafirmé en mi propósito y me puse a estudiar enseguida lo que entonces, en mis primeros pasos por la selva negra, me pareció más característico del elemento de color de Cuba, o sea el misterio de las sociedades secretas de oriundez africana que son supervivientes en nuestra tierra.
Todos hablaban aquí de tal tema, pero en rigor nadie sabía la verdad. El asunto se presentaba tenebroso, envuelto en fábulas macabras y en terribles relatos de sangre, los cuales espoleaban más mi interés. Hasta le escribí a un editor amigo ofreciéndole el original de un libro que yo iba a escribir en un año; pero han pasado cuarenta años y ese libro aún no está escrito.5 Comencé a investigar, pero a poco comprendí que, como todos los cubanos, yo estaba confundido. No era sólo el curiosísimo fenómeno de una masonería negra lo que yo encontraba, sino una complejísima maraña de supervivencias religiosas procedentes de diferentes culturas lejanas y con ellas variadísimos linajes, lenguas, músicas, instrumentos, bailes, cantos, tradiciones, leyendas, artes, juegos y filosofías folklóricas; es decir, toda la inmensidad de las distintas culturas africanas que fueron traídas a Cuba, harto desconocidas para los mismos hombres de ciencia. Y todas ellas se presentaban aquí intrincadísimas por haber sido trasladadas de uno a otro lado del Atlántico, no en resiembras sistemáticas sino en una caótica transplantación, como si durante cuatro siglos la piratería negrera hubiese ido fogueando y talando a hachazos los montes de la humanidad negra y hubiese arrojado, revueltas y confusas a las tierras de Cuba barcadas incontables de ramas, raíces, flores y semillas arrancadas de todas las selvas de África.
Desde hace cuarenta años me hallo en labor exploradora, de clasificación y de análisis, por esa intrincadísima fronda de las culturas negras retoñadas en Cuba, y de cuando en cuando he ido dando algo a la luz, como débil muestra y ensayo de lo mucho que puede hacerse y está por hacer en ese campo de la investigación, aún casi sin explorar.
En 1906, publiqué mi primer libro, un breve ensayo de investigación elemental acerca de las supervivencias religiosas y mágicas de las culturas africanas en Cuba, tales como eran en realidad y no como aquí eran tenidas.6 Es decir, como una variación extravagante de la brujería de los blancos, o sea de ese milenario trato con los demonios o malos espíritus, donde se daban las horribles prácticas de las brujas de Europa, las cuales chupaban las sangres de los niños y volaban montadas en escobas a los aquelarres de Zagarramurdi para entregarse a las orgías más repugnantes con el cabro satánico, quien en sus entrañas engendraba seres monstruosos, semihumanos y semidemonios. Así lo aseguraban los autos de los procesos de la Santa Inquisición y las obras de muy sesudos teólogos. Dígalo por todos ellos el jesuita padre Martín del Río, con su obra famosa, de tanta sabiduría en la estructura como barbarie en el pensamiento.7 Fue suerte de que ya en la primera investigación de la brujería en Cuba y sus misterios, pudiéramos asegurar de que aquí no había tales vuelos de la aeronáutica diabólica y que la llamada brujería en Cuba era sobre todo un complejo conjunto de religiones y magias africanas mezcladas entre sí y con los ritos, leyendas hagiográficas y supersticiones de los católicos y con las supervivencias del paganismo precristiano que entre éstos se conservan.
En este libro introduje el uso del vocablo afrocubano, el cual evita los riesgos de emplear voces de acepciones prejuiciadas y expresaba con exactitud la dualidad originaria de los fenómenos sociales que nos proponíamos estudiar. Esa palabra ya había sido empleada en Cuba una vez en 1847, por Antonio de Veitía, según dato que debo a la tan cortés como intensa erudición de Francisco González del Valle;8 pero no había cuajado en el lenguaje general como lo está hoy día. Mi primer libro, aun cuando escrito con serena objetividad y con criterio positivista, y pese al prólogo con que lo honró César Lombroso,9 fue recibido por lo general entre la gente blanca con benevolencia, pero siempre con esa sonrisa complaciente y a veces desdeñosa con que suelen oírse las anécdotas de Bertoldo, los cuentos baturros o los chistes de picardía; y entre la gente de color el libro no obtuvo sino silencio de disgusto, roto por algunos escritos de manifiesta aun cuando refrenada, hostilidad. Para los blancos aquel libro sobre las religiones de los negros no era un estudio descriptivo, sino lectura pintoresca, a veces divertida y hasta con puntas de choteo. A los negros les pareció un trabajo ex profeso contra ellos, pues descubría secretos muy tapados, cosas sacras de ellos reverenciadas y costumbres que, tenidas fuera de su ambiente por bochornosas, podían servir para su menosprecio colectivo. Sentí yo esa hostilidad muy de cerca, pero no me arredró.
Pasaron los años y seguí trabajando, escribiendo y publicando sobre temas análogos. Como no había acritud despectiva alguna en mis análisis y comentarios, sino mera observación de las cosas, explicación de su origen étnico y de su sentido sociológico y humano, y además su comparación con idénticos o análogos fenómenos presentados en el seno de las culturas típicas de los blancos según los tiempos y países, a la hostilidad prejuzgadora que me tenía la gente de color sucedieron después el silencio cauteloso y la actitud indecisa y una respetuosa cortesía, mezcla de timidez, de disculpa y demanda de favor. No gustaba que yo publicara esos temas, pero no se me combatía en concreto. "¿Qué se traerá ese blanquito"?, oía yo decir más de una vez a mis espaldas. En varias ocasiones me preguntaron directamente: "¿Por qué se mete en esas cosas de los negros? ¿Qué razón o qué gusto tiene usted en ello? ¿No sería mejor no tocarlo?" Por entonces tuve ya la malaventura de meterme en política y durante aquellos diez o doce años, ya muy conocido y con cierta popularidad, cada vez que iba por Marianao, Regla, Guanabacoa y por ciertos barrios habaneros en excursión exploradora de cabildos, santerías, plantes, comparsas, claves, bailes, toques y demás núcleos donde sobreviven las ancestrales tradiciones del mundo negro, oía yo alguna nueva y curiosa interpretación de mis persistentes averiguaciones. Un liberal dijo: "¡Este doctor es un vivo que quiere halagar a los negros para que le den los votos!" Un conservador, mulato pasado por más señas, añadió: "¡Este liberal está haciendo un grave daño en Cuba, despertando las cosas de la esclavitud!" No faltó señorona encopetada que dijera que yo solía correrme a los bembés atraído por las hijas de la Virgen de Regla más que por los cultos a la Madre del Agua. Salí de la política, en la cual ni perdí ni gané por mis escritos. Ya entre la gente de color la desconfianza iba menguando; a veces se me iban acercando para pedirme, como abogado ejerciente que yo era, protección contra quienes los atropellaban. Cuando menos, se me miraba como un turista del propio patio, amigo de divertirse con las cosas exóticas, algo así como esos rubios del Norte que de paso en Cuba pagan porque aquí les bailen la rumba al gusto de su obscenidad. Pero así entre negros como entre blancos, mis publicaciones no pasaban de ser meros entretenimientos de historia y de costumbrismo pintoresco. Y, en algún caso, algún informante de color se creía de buena fe obligado a subrayar sus noticias de las cosas africanas con los más despectivos comentarios, creía así que, denigrando absurdamente a sus abuelos oscuros, realzaba su persona ante mi estima.
Permitidme de paso que os diga, aprovechando esta ocasión tan adecuada, que este tristísimo fenómeno de la autodenigración es perfectamente comprensible y disculpable, conociendo la enorme presión con que las fuerzas dominadoras han aplastado durante siglos a los grupos humanos sometidos y la tremenda y singular hostilidad del ambiente social contra quienes han tenido la desventura de que la subyugación les fuese agravada por lo imborrable y ostensible de su cutánea pigmentación. Por ello esa actitud negadora de su propia personalidad ha sido más frecuente y duradera en el negro. Ya se ve documentada en plena Edad Media, cuando América no había sentido aún el abrazo de África:
La negra por ser blanca contra sí se denueda.
Así, lo advertía hace más de seis siglos el famoso Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, en su Libro de buen amor. Y no puede desconocerse que todavía abunda entre los más infelices elementos de color ese complejo de inferioridad sumisa y denigratoria. Pero ese fenómeno negativista, realmente psiquiátrico y de patología colectiva, no es privativo de los negros, y constantemente lo vemos en individuos y pueblos de las más diversas razas, esto es, sin duda, el más grave obstáculo contra la dignificación y ascenso social de las razas supeditadas a los niveles superiores de la indiscriminación.
En 1928 fui a Europa y, en Madrid, ante el pleno de la intelectualidad española, hube de protestar de que se hiciera política de reaproximación con América invocando la religión y la raza. Contra el mal uso de la religión, porque no hay una religión española, aunque no faltan fanáticos que se conducen como si tal creyeran, y quieren imponer a toda la América Latina un catolicismo inquisitorial, traducido por ellos en Toledo. Y combatí la propaganda de la raza, porque tampoco hay tal raza española, siendo España, a cuya civilización pertenecemos sin desdoro en lo troncal, uno de los pueblos más amestizados de la tierra; y porque, aun existiendo tal raza hispánica, de todos modos el racismo es un complejo anacrónico de barbarie, incompatible con las exigencias contemporáneas de la cultura y enemigo de la nación cubana. Entonces ya comprendieron algunos, así blancos como de color, que mi faena de etnografía no era un simple pasatiempo o distracción, como una afición de caza o pesquería, sino que era base para poder fundamentar mejor los criterios firmes de una mayor integración nacional.

(Tomado de Catauro Nro 3, Año 2, enero-junio 2000)

*Fragmento del discurso de agradecimiento en el acto por la concesión del título de Socio de Honor de la sociedad de la raza negra Club Atenas, efectuado el 12 de diciembre de 1942; publicado íntegramente con el título "Por la integración cubana de blancos y negros", en; La Habana, no. 2, marzo-abril, 1943, vol. LI, pp. [256-272] reproducido con el mismo título en la revista Estudios Afrocubanos, La Habana, 1945-1946, vol. V, pp. [216]-229. para publicarlo en Catauro se ha tomado de la Etnia y Sociedad, Ed. de Ciencias Sociales, La Habana, 1993, cap. XVIII, pp.136-140.

1 José Antonio Aponte. Negro libre, considerado cabecilla de una conspiración encaminada a obtener la liberación de los esclavos. Fue ejecutado junto a ocho de los complotados. 

2 Juan Francisco Manzano: (La Habana, 1797-1842). Poeta, esclavo, que habiendo aprendido a leer y escribir por sí mismo, creó una poesía de elevados propósitos formales. Fue liberado de su condición servil mediante suscripción efectuada por un grupo de intelectuales blancos.

3 Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido (La Habana, 1809 - Matanzas 1844). Notable poeta mulato. Superó los obstáculos de su origen como hijo natural, su condición racial y aún su estado de criollo en una sociedad esclavista bajo un régimen colonial, y alcanzó una amplia repercusión popular. Fue fusilado, debido a la acusación de haber participado en una conspiración para lograr la libertad de los esclavos, de la cual se declaró inocente.

4 Antonio Maceo Grajales (Santiago de Cuba, 1845 - San Pedro, La Habana, 1896). Una de las principales figuras de las luchas independentistas del pueblo cubano. Desempañaba, en el momento de su muerte en combate, el cargo del Lugarteniente General de las fuerzas insurrectas contra la dominación española.

5 Se refiere al libro Los negros ñáñigos, reiteradamente anunciado desde principios de siglo, pero que lamentablemente nunca llegó a publicar; sin embargo, en distintas ocasiones trató esta temática, como aparece en los textos incluidos en este volumen titulados "Los ñáñigos o abakuá: el culto a los antepasados" y "Los danzantes enmascarados: los írimes".

6 Fernando Ortiz: Los negros brujos, (apuntes para un estudio de etnología criminal), con una carta-prólogo de Cesare Lombrose, Librería de Fernando Fe, Madrid, 1906.

7 Padre Martín del Río, S. J.: Disquisitions magicarum, s. r.

8 Francisco González del Valle: (La Habana, 1881-1942). En sus estudios historiográficos, destacó el papel de la intelectualidad patriótica del siglo XIX cubano y el papel colonialista de la Iglesia Católica.

9 Cesare Lombroso: (Verona, 1835-Turín, 1909). Médico y criminólogo italiano, cuyas teorías positivistas en la criminología ejercieron una gran influencia en los primeros libros de Ortiz.

Fuente: La Jiribilla

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