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domingo, 1 de julio de 2018

CONVERSACIONES A CUATRO (Primera Parte)


Foto tomada de: Enforex Camp


Juan Gustavo Benítez Molina
Málaga

Las horas, los días, los meses pasan para no volver, pero todo sigue igual, todo sigue adelante. Corría el veintidós de marzo de 1995. Por aquel entonces yo tenía once años. Sólo hubo un veintidós de marzo de 1995. Ese día jamás volverá. Igual que el resto de los días. Nosotros estuvimos allí, y sólo nosotros sabemos lo que pasó, lo que hicimos. Diez años más tarde, en 2005, otras personas caminan por allí, por las calles del pueblo que nos vio crecer, sin pensar ni siquiera un segundo que antes anduvieron otros, pisando las mismas baldosas y haciendo lo mismo que ellos. Todo el mundo vive sin pensar en que hay un mañana, un mañana en el cual no estará él, pero habrá otras personas, con otros nombres, con otros padres y hermanos, en otra o en la misma casa, con sus pensamientos, sus inquietudes, sus ilusiones. Asimismo, tendrá sus sueños, sus fantasías, su primer amor, pero no pensará en ti, igual que yo tampoco, a mis once años, me dio por pensar en que años atrás, aquellas calles, aquellos jardines, aquel cielo lo ocupaban otros.
Todos pensamos y tenemos la certeza de que somos únicos, muy grandes, y que estamos aquí y ahora, y es cierto, pero no es menos cierto que ni somos tan únicos ni tan grandes como pensamos. Formamos parte de algo, que aún no conocemos ni mucho menos dominamos, y a todos se nos escapa el por qué o el para qué.
Pero regresemos a aquel veintidós de marzo de 1995, día, mes y año únicos, al igual que sólo hay un hoy.
Corrían las seis de la tarde de aquel día. El equinoccio de primavera acababa de ver la luz y contaba ya con escasas horas de vida, como aquel que dice. Era una de mis épocas favoritas del año. La época de los verdes campos, inalcanzables, inabarcables con la mirada, la época del rocío mañanero, de la brisa fresca, de los almendros en flor, del inicio de la vida tras el frío invierno, de las risas, de los juegos, de los sueños…
El pueblo estaba más bonito que nunca, aunque, ¿cuántos otros habrán pensado lo mismo en algún momento de su existencia? Es mi mente, mi estado de ánimo lo que convierte en bonito todo aquello que alcanzan a ver mis ojos. La gente camina por la calle principal con un destino prefijado. Algo les mueve hacia un fin, un fin detrás de otro. Pero pocos se paran a pensar en el último designio y qué es lo que les mueve hacia él.
Sentado en uno de los bancos de la calle veía a la gente pasar. Habíamos quedado a las seis justo aquí, en el banco que está frente a la tienda “La cabaña de don Eulogio”, para ir juntos a merendar con don Matías, el abuelo de Teresa. Como ya venía siendo costumbre, Teresa y Francis llegaban tarde a la cita.
—¡Hola mangurrino! —me gritó Teresa a escasos centímetros de mi oreja derecha a modo de saludo. ¡Menudo susto me has dado! La muy sinvergüenza se me había aproximado por detrás, aprovechando que yo estaba absorto en mis pensamientos y mirando hacia otro lado, para producirme un sobresalto de aúpa.
—¡La madre que te trajo! ¿Por qué haces eso? ¡Un día de estos me vas a matar del susto! —le dije a trompicones, al tiempo que me giraba y me levantaba del asiento.
—¡Menudo brinco que has dado! ¡Tenías que haber visto la cara que has puesto! —dijo sin parar de reír.
—¡Déjate de tonterías! ¡Ya verás cuando te pille distraída! ¡La venganza será terrible! A cada palabra que pronunciaba, Teresa se destornillaba de la risa más y más.
—¡Hola chicos! ¿De qué os reís? —dijo Francis nada más llegar—. Perdonad el retraso, pero es que me las he visto y me las he deseado para poder salir de mi casa. Mi madre se ha vuelto loca y decía que de allí no salía hasta que hubiera ordenado mi habitación.
—Tú y tus excusas… —bufé—. Bueno, ya estamos todos. El pobre de tu abuelo —dije mientras dirigía la mirada hacia Teresa— debe de estar desesperado.
Hacía ya prácticamente un año que los tres, Francis, Teresa y yo, habíamos tomado como costumbre el ir a merendar con don Matías. El lugar de reunión no era otro que la residencia “Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”. No sabría decir el tiempo que llevaba allí ingresado don Matías… Del mismo modo, desconocía los motivos que le habían empujado a vivir en aquel peculiar emplazamiento. Sin duda, era un lugar muy bonito, rodeado de jardines y con muchos senderos por los que poder caminar al aire libre. Lo único que sabía entonces era que la abuela de Teresa, doña Irene, que en paz descanse, falleció muchos años atrás después de una larga enfermedad. Su nieta no llegó a conocerla. La vida de Teresa dio comienzo años más tarde de que su abuela se hubiera marchado.
Cuando llegamos, don Matías ya había dispuesto todo para la merienda. Se había sentado, como era habitual, en nuestra mesa favorita, la cual se hallaba en la esquina nordeste del jardín. Desde allí podíamos divisar, en lontananza, la práctica totalidad del pueblo, además de las sierras de Loromaca y del Zomicha, al fondo. Muchas veces he pensado que esas enormes montañas han debido estar siempre ahí, abrazando al pueblo y defendiéndolo de los vientos del norte, así como de los enemigos más inverosímiles a lo largo de los siglos.
—¡Buenas tardes! ¿Cómo están hoy mis tres jovencitos favoritos? —nos saludó don Matías nada más acercarnos a la mesa.
—¡Hola abuelo! Muy bien —replicó Teresa, al mismo tiempo que le abrazaba y le propinaba dos besos en la mejilla.
—Tomad asiento. Estaba ansioso porque llegarais. Dolores ya preparó las tortitas con caramelo que tanto os gustan.
 —¡Genial! —gritó Francis levantando los brazos hacia el cielo. Lo dijo con tal ímpetu que los demás residentes volvieron la mirada hacia él, en un intento de adivinar la procedencia y el motivo de tal exaltación.
Minutos más tarde llegó Dolores con la merienda. Era ella una mujer de mirada dulce y con un rostro que emanaba candidez. Debía rondar ya la cuarentena, aunque el paso de los años parecía no influirle. Todos a su alrededor iban envejeciendo, excepto ella. Sus ojos, de un color verde esmeralda, armonizaban a la perfección con su sonrosada tez y su minúscula y fina naricilla. Llevaba habitualmente el pelo, de un tono castaño claro, recogido en una graciosa y desenfadada coleta, la cual le infundía cierto aire juvenil.
  —¡Hola chicos! Aquí os traigo vuestra merienda favorita: tortitas de caramelo elaboradas con mucho cariño y mucho esmero, como mi madre y mi abuela solían decir —les guiñó un ojo al tiempo que depositaba la bandeja sobre la mesa.
—Muchas gracias, Dolores —dijo don Matías con una enorme sonrisa dibujada en los labios—. Eres un vivo calco de tu abuela. Tierna y dulce como ella, con sus mismos ojos y su misma mirada…
—¿Conociste a la abuela de Dolores? —le preguntó Francis sorprendido.
—Pues claro que sí, Francis. De hecho, éramos tan amigos como lo sois vosotros tres. La abuela de Dolores y yo nos conocimos siendo unos chiquillos. Lo único que queríamos era divertirnos. Jugábamos y correteábamos por el pueblo desde el alba hasta el ocaso como vosotros soléis hacer —dijo iluminándosele el rostro y con la mirada perdida en el horizonte.
—La historia interminable se repite —intervino Dolores con una singular mueca en el rostro, la cual no sabría decir si denotaba alegría, tristeza o ambas cosas a la vez…
—Pues sí, hija, así es. ¿Queréis oír la historia de cómo nos conocimos la abuela de Dolores y yo?
—¡Sí! —gritamos los tres al unísono. Don Matías y Dolores se miraron el uno al otro sonriendo.
—Pues bien, vosotros lo habéis querido. Acomodaos bien en esos asientos y preparaos para oír una buena historia, la cual se remonta tan sólo unos setenta años atrás —dijo con una sonrisa dibujada en el rostro de oreja a oreja—. La historia comienza así…
                                                                                                                                                                                                                                                          (Continuará)

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