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lunes, 15 de julio de 2019

EL RETORNO A LA LEGALIDAD EN CUBA (segunda de tres partes)


por Roberto Soto Santana, de la Academia de la Historia de Cuba (Exilio)

Aunque se haya dicho hasta la extenuación que la Constitución de 1940 bebió en las fuentes de la Constitución de Weimar (de 1919) y la Constitución mexicana promulgada con dos años de antelación, debe tenerse en cuenta, en cuanto a la primera, que en su parte dogmática el texto aprobado por los constituyentes alemanes establecía el elenco de los “Derechos y deberes fundamentales de los alemanes”, quedando todos los no alemanes sujetos a la ‘Policía de extranjería’ cuya competencia legislativa atribuía al Reich –es decir, al Estado-.
            Ello no obstante, es cierto que el texto de Weimar mandaba que por el Estado se creara “un amplio sistema de seguros para poder, con el concurso de los asegurados, atender a la conservación de la salud y de la capacidad para el trabajo, a la protección de la maternidad y a la previsión de las consecuencias económicas de la vejez, la enfermedad y las vicisitudes de la vida”.
También instauraba el mandato de proporcionar –aunque exclusivamente a los alemanes- “la posibilidad de ganarse el sustento mediante un trabajo productivo”, y en caso de que esto no fuera posible, atender a su necesario sustento.
En cuanto a la influencia del texto mexicano sobre el cubano, existen indiscutibles concordancias entre los derechos sociales instaurados por la Constitución de 1917 promulgada en Querétaro y la misma categoría de derechos declarados por la Constitución de l940 promulgada en Guáimaro.
La Constitución mexicana de 1917 sentó precedentes en materia, sobre todo, de derechos sociales, que fueron recogidos algo más de dos décadas después por los asambleístas constituyentes cubanos de 1940. Así, los constituyentes mexicanos dictaron el mandato de que tanto el Congreso de la Unión como las Legislaturas de los Estados legislarían, en materia de trabajo y previsión social, que la duración de la jornada máxima de trabajo fuera de ocho horas (en el caso de trabajo nocturno, siete horas), que hubiera un día de descanso a la semana por cada seis días de labor, que las mujeres disfrutaran forzosamente de descanso retribuido durante el mes siguiente al parto, así como de dos descansos de media hora por día durante la lactancia, que “el salario mínimo que deberá disfrutar el trabajador será el que se considere suficiente, atendiendo las condiciones de cada región, para satisfacer las necesidades normales de la vida del obrero, su educación y sus placeres honestos”, que a “trabajo igual debe corresponder salario igual, sin tener en cuenta sexo ni nacionalidad”, que las horas extraordinarias de trabajo no podrían exceder de tres diarias y pagadas con un ciento por ciento de incremento sobre las horas normales, que los empresarios serán responsables de pagar las indemnizaciones correspondientes por la muerte, incapacidad temporal o permanente resultantes de los accidentes de trabajo y enfermedades profesionales, que los obreros y los patronos podrán sindicarse, coligarse o asociarse en defensa de sus derechos e intereses, así como realizar huelgas o paros lícitos, que el obrero despedido sin causa justificada o por haber ingresado en una asociación o un sindicato o tomar parte en una huelga lícita tendrá derecho –a su elección- a ser readmitido o a una indemnización por el importe de tres meses de trabajo, y que los créditos salariales devengados por salarios en el último año e indemnizaciones a favor de los trabajadores tendrán preferencia para su percepción en caso de concurso o quiebra del patrono. Asimismo, quedaron encargados tanto el Gobierno Federal como el de cada Estado de “fomentar la organización de Cajas de Seguros Populares, de invalidez, de vida, de cesación involuntaria de trabajo, de accidentes y otros con fines análogos”.
En verdad, la Constitución cubana de 1940 configuró su parte dogmática, en lo que a derechos civiles y políticos se refiere, calcando el elenco que de los mismos hizo la liberal Constitución española de 1876[i] (promulgada a raíz de la restauración borbónica de 1875). Además, la Constitución cubana de 1901 había incorporado otros importantes derechos, como el de petición y a que las solicitudes presentadas a su amparo fueran resueltas, la libertad de entrar y salir del territorio de la República, viajar dentro de sus límites y cambiar de residencia, la prohibición de expatriación del cubano y de impedírsele la entrada en el territorio nacional, la gratuidad de la enseñanza primaria, secundaria, universitaria y la de Artes y Oficios, la prohibición expresa de la confiscación de bienes, y una salvaguardadora cláusula residual (“la enumeración de los derechos garantizados expresamente por la Constitución no excluye otros que se deriven del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”). Por lo tanto, no introdujo ninguna novedad la Constitución española de 1931 al estipular (en su Artículo 31) el derecho de circulación por el territorio nacional y de elegir en él su residencia, así como el derecho de emigrar e inmigrar, porque el Constituyente cubano de 1901 ya los había consagrado. En materia de derechos civiles y políticos, no se dio, en consecuencia, ninguna servidumbre en la Constitución cubana de 1940 respecto de la Constitución española de 1931, sino en todo caso respecto de la Constitución española de 1876 y la cubana de 1901. Y, en lo que a derechos sociales se refiere, se inspiró en el canon establecido en la Constitución mexicana de 1917.
La Constitución de 1940 fue más allá que sus predecesoras en la interdicción de la discriminación, ya que la declaró “ilegal y punible…por motivo de sexo, raza, color o clase, y cualquiera otra lesiva a la dignidad humana” (Artículo 20).
En materia de la retroactividad de las leyes cuando favorecieran al delincuente, excluyó de este beneficio, “en los casos en que haya mediado dolo, a los funcionarios o empleados públicos que delincan en el ejercicio de su cargo y a los responsables de delitos electorales y contra los derechos individuales que garantiza esta Constitución. A los que incurriesen en estos delitos se les aplicarán las penas y calificaciones de la Ley vigente al momento de delinquir” (Artículo 21).
La tradicional inviolabilidad de la correspondencia se hizo extensiva a los “demás documentos privados”, especificando que ni aquélla ni éstos podrán ser ocupados ni examinados sino a virtud de auto fundado de juez competente y por los funcionarios o agentes oficiales…En los mismos términos se declaraba inviolable el secreto de la comunicación telefónica, telegráfica u cablegráfica” (Artículo 32).
           La libertad de expresión del pensamiento, sin sujeción a censura previa, se hacía extensiva a su ejercicio por medio de la “palabra, por escrito o por cualquier otro medio gráfico u oral de expresión, utilizando para ello cualesquiera o todos los medios de difusión disponibles” (Artículo 33). Con lo cual desde las caricaturas impresas o teletransmitidas hasta la cubanísima “trompetilla” (pariente cercana de la colombiana pedorreta) quedaron elevadas a formas de expresión protegidas.
           Tras el triunfo revolucionario registrado en Cuba el 1 de enero de 1959, por la vía de hecho, manu militari, se produjo la asunción del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo por parte de un único órgano, el Consejo de Ministros, con lo que se dio al traste con la separación de Poderes preconizada por Montesquieu. Esta situación se prolongó, sobre el papel, hasta la promulgación de la Constitución de 1976 (modificada en 1992 y de nuevo en 2002), cuando las tareas legislativas fueron en apariencia atribuidas a una Asamblea Nacional del Poder Popular, que es convocada para dos periodos ordinarios de sesiones al año, y cuyas funciones –en la vida real- se limitan a aprobar por unanimidad todas las iniciativas legislativas que se le someten por parte del Consejo de Estado –aunque, sobre el papel, la Constitución habilite a seis órganos distintos de Poder, a los Diputados de la Asamblea individualmente, y a cualesquier diez mil ciudadanos a formular tales propuestas de Ley-.
            En fecha tan temprana como el 7 de febrero de 1959, el Consejo de Ministros aprobó el texto de una Ley Fundamental, que estuvo en vigor, con sucesivas modificaciones, hasta la promulgación de la Constitución de 1976. Aquella Ley Fundamental (que era casi un calco de la Constitución de 1940, pero con significativas modificaciones, y el “pero” en este caso es grande) desconoció el principio general de derecho “Nulla poena sine lege” (que impide imponer sanción penal sin ley previa que la establezca), a cuyo efecto añadió la siguiente coda al Artículo 21: “En los casos de delitos cometidos en servicio de la tiranía derrocada el día 31 de diciembre de 1958, los autores podrán ser juzgados de acuerdo con las leyes penales que fueren promulgadas al efecto”.
            Igualmente mantuvo la prohibición de la confiscación de bienes (Artículo 24), pero añadió la excepción de que “se autoriza la de los bienes del tirano depuesto el 31 de diciembre de 1958 y de sus colaboradores, los de las personas naturales o jurídicas responsables de los delitos cometidos contra la economía nacional o la hacienda pública, y los de las que se enriquezcan o se hayan enriquecido ilícitamente al amparo del Poder Público”. Lo que sucedió en la vida real fue que se creó un Ministerio de Recuperación de Bienes Malversados, cuyos funcionarios preparaban sucesivas listas de nombres de personas físicas y jurídicas a las que se declaraba incursas en las citadas responsabilidades, y se disponía la confiscación ipso facto, a favor del Estado, de todos los bienes y derechos cuya titularidad ostentaran y que fueran apareciendo como resultado de las indagaciones ordenadas administrativamente en los Registros de la Propiedad, oficinas municipales y del Catastro, en los Bancos y en cualesquiera otras instituciones y organismos, públicos o privados.
            Lo que fue todavía más grave, si cabe, fue que, a pesar del mantenimiento de la prohibición consagrada en la Constitución de 1940 respecto de la imposición de la pena de muerte (Artículo 25), quedaban excepcionados “los casos de los miembros de las Fuerzas Armadas, de los cuerpos represivos de la Tiranía, de los grupos militares organizados por ésta, de los grupos armados privadamente organizados para defenderla, y de los confidentes, por delitos cometidos en pro de la instauración o defensa de la Tiranía derrocada el 31 de diciembre de 1958”. Con lo que quedaba expuesto a la pena de muerte un sinnúmero de personas por unos innominados delitos, carentes de tipificación penal previa a los hechos a cuyos responsables se decidía castigar, salvo su neonata caracterización como constitutivos de favorecimiento del régimen resultante del Golpe de Estado del 10 de marzo de 1952.
Por otra parte, en marzo de 1959, cumplidos escasos tres meses del triunfo revolucionario, fue juzgado, por un Tribunal mandado formar por el Gobierno, a extramuros del Poder Judicial e integrado por Oficiales de las guerrillas victoriosas en la guerra irregular sostenida entre diciembre de 1956 y diciembre de 1958, un total de 43 pilotos, artilleros y mecánicos de las Fuerzas Aéreas que habían participado, del lado del régimen batistiano, en acciones de guerra contra las fuerzas irregulares –es decir, las guerrillas- sublevadas en su contra. Todos los acusados resultaron absueltos. Pues bien, en una comparecencia televisada, Fidel Castro declaró que el fallo de ese Tribunal era inaceptable, y que los acusados debían ser juzgados de nuevo. Así se hizo, y los aviadores fueron condenados en el segundo juicio a 30 años de prisión, los artilleros a 20 años, y los mecánicos a 2 años (sólo uno de los encausados se libró de ingresar en prisión, porque escapó por avión antes del día de su comparecencia en el segundo juicio). Por cierto, el presidente del Tribunal que dictó la absolución inicial apareció posteriormente muerto de un disparo en la cabeza, sentado dentro de un automóvil.
Quedaron así infringidos tanto el principio general de Derecho expresado en el brocardo non bis in idem como su consecuencia procesal, la cosa juzgada. Como ha escrito el penalista ecuatoriano Dr. Eduardo Franco Loor, el principio ne bis in idem tiene efectos muy concretos en el proceso penal. El primero de ellos es la imposibilidad de revisar una sentencia firme en contra del imputado. El imputado que ha sido absuelto no puede ser condenado en un segundo juicio; el que ha sido condenado, no puede ser nuevamente condenado a una sentencia más grave. Por imperio de este principio de ne bis in idem, la única revisión posible es una revisión a favor del imputado. La Cosa Juzgada es una institución procesal irrevocable e inmutable. Es el valor que el ordenamiento jurídico da al resultado de la actividad jurisdiccional…”.





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