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miércoles, 1 de julio de 2020

UNA LEYENDA CUBANA "25 de febrero 1945"

A cargo de René León, historiador y poeta 

El remolcador Manatí arrastraba las patanas cargadas de azúcar moreno del central Trinidad por el río Jobabo hasta el fondeadero del mismo nombre para cargar un barco japonés de los Marú con capacidad para 45,000 sacos.
La labor de los lancheros, pantaneros, eslingadores, entongadores y jefes de cuadrillas, se realizaban con regularidad y eficiencia. La jornada de trabajo comenzaba a las 7 de la mañana y finalizaba a las 3 de la tarde, de acuerdo a las leyes sociales, y teniendo en cuenta que el viaje en las lanchas, con capacidad para 80 trabajadores, tenía una duración de 2 horas del puerto de Casilda hasta el citado fondeadero y viceversa. A las 4 y media de la madrugada salían las lanchas con el personal para la zona de trabajo desde el Muelle Real.
Llegados los trabajadores al mencionado muelle sobre las 5 de la tarde con la bolsas de yute a cuestas conteniendo el jarro, plato, cuchara, cigarros, fósforos y alguna caneca de ron, eran requisados por los miembros de la Marina de Guerra, en evitación de que pasaran algún cartón conteniendo paquetes de cigarrillos norteamericanos, y cualquier otro artículo prohibido por la reglamentación aduanera.

El buque de carga y pasajes la Santa Isabel hacía un recorrido dos veces por semana del puerto de Casilda hasta el de Cienfuegos, en la propia costa sur, y el regreso en igual lapso.
La madrugada se había presentado con una espesa neblina. La Santa Isabel, con su nuevo motor navegaba despacio y con precaución. Cuando se encontraba entre el Masío y Bajos del Medio, de pronto se sintió un gran encontronazo. Había pasado por ojo a la lancha Agabama cargada de obreros hacia la zona de trabajo.
La muralla de neblina reinante hacía más espantosa la escena con los gritos de los que fueron precipitados al mar dando a conocer su exacta posición dentro del agua. Los llamados de socorro salían de todas partes.
Dar bordadas con los faros de búsqueda encendidos, casi inoperantes por la niebla, para recoger a los náufragos, resultaba una maniobra de mucha prudencia llevada a cabo por la Santa Isabel, el remolcador Manatí, y la lancha Los Nietos. Para estas dos embarcaciones les resultaba fácil recoger a los accidentados ya que estaban dotadas con bordas de poca altura, no así la primera de costados y amura más elevada. Las naves comenzaron a maniobrar en círculo. Era necesario ampliar la zona de búsqueda.
A éstas se sumaron los botes de pesca de motor o vela que se dirigían a sus respectivos pesqueros. Dos de los botes regresaron a puerto en busca de ayuda y para informar a la Capitanía de la Marina y a los vecinos de la tragedia habida entre la Santa Isabel y el Agabama en Bajos del Medio.
La neblina ya se había disipado, pero el rastreo continuaba. Cuando llegaron al lugar del accidente el Capitán de la Marina, en la lancha del Práctico del Puerto que era propiedad de éste, y utilizada por dicho Cuerpo para todo tipo de parecidas circunstancias o para visitar los buques de carga en los fondeaderos. Seguida por otras embarcaciones para prestar auxilio en el sitio del desastre, ya se sabía, que cinco eran los trabajadores desaparecidos. El Capitán de la Marina, ordenó que llevaran de regreso a Casilda a los rescatados. Más adelante se les tomaría declaración. Mientras tanto, comenzó sus investigaciones con los capitanes de las naves envueltas en el choque y a levantar las actas correspondientes.
Con la ropa mojada, o casi seca, envueltos en sacos abiertos de yute, con el pelo revuelto, el rostro con signos de espanto; aquellos hombres hechos a la dura faena, a las penalidades de la vida, unos pocos minutos dentro de la vorágine de lo inesperado los había convertido en seres mudos, o de ojos huidizos, de reflejos incontrolados y un enorme cansancio corporal inexplicable, como si toda la energía vital se hubiese esfumado. Estaban como petrificados dentro de una tragedia que para ellos había terminado. Lo imprevisto siempre asalta por sorpresa. La víctima queda por segundos paralizada y sorprendida.
El gentío colmaba el Muelle Real o subido en las cubiertas de embarcaciones atracadas al desembarcadero. Había una expectación latente. Sólo tenían nociones de la coalición. No sabían nada más.
Cuando la lancha Los Nietos terminó la maniobra de arrimar la nave al muelle, los casildeños de ambos sexos, los adolescentes y hasta los niños, se precipitaron a extender las manos para ayudar a subir a los náufragos hasta el andén. Quedaron perplejos cuando observaron los rostros de aquellos hombres. El pánico había estampado sus huellas en la faz de cada uno. Sin hacerles preguntas comprendieron que el abordaje había cobrado una o más víctimas ¿Quién o quiénes?
Poco a poco, con un volteo de cabeza, se susurraban los nombres de los desaparecidos…
José Llanes…,
Manolo Llanes…, hijo del anterior.
Con cada nombre se oía el desgarrador grito de una mujer que a codazos atravesaba la multitud hasta situarse en primer plano para conocer de cerca, por boca de un náufrago, la verdad. Volvía a oír el nombre del familiar y el último átomo de esperanza desaparecía en la oscuridad.
Guillermo Otero…
Emiliano Albert…
Alberto Colina…
Las lágrimas se posesionaron de todos los ojos. Los desaparecidos mantenían algún tipo de lazo familiar con muchos de los que en el muelle esperaban. Fue un duelo general. De familiares cercanos, de parientes, amigos, del pueblo.
Aun cuando los siguientes tres días continuaron las pesquisas en el lugar del accidente y se registraron todos los manglares de los alrededores por si alguno había podido salvarse a nado, todo fue en balde.
Se acordó el arrastre de los chichorros por el Masío y la bahía de Casilda. Esto dio el resultado deseado. En el Bajo se rescataron 3 cadáveres y 2 en la bahía.
La autopsia reveló que dos de las muertes se debieron a que se ahogaron –no sabían nadar–, y las otras tres a golpes recibidos por las embarcaciones en la tarea de rescate.
Como una muestra de solidaridad humana y como obreros del mar, parte de la oficialidad y simples marinos del barco japonés Marú concurrieron al masivo velorio expuesto en el Gremio de Lancheros del Puerto de Casilda.
El 25 de Febrero de 1945, quedó grabada en los corazones de los casildeños como un día de dolor y luto y cómo la oscuridad mancomunada con el imponderable puede desembocar en la muerte o, quizás, algunas veces, en la suerte.
Cuando esto sucedió, tenía 9 años de edad, y me encontraba en Casilda. Mis padres me dijeron que no se sabía nada, que me quedara en él chalet. Mi padre fue al puerto para averiguar lo que había pasado, pues él representaba a todos los obreros del sector marítimo en Cuba, en esa época. Más tarde supe lo que había pasado. Fue terrible para las familias que perdieron un familiar.

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