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martes, 1 de abril de 2014

El último viaje del San Antonio


El capitán Jaime Roura se mantiene atento mientras su barco se acerca cautelosamente a la bahía de La Habana. Es el mediodía del miércoles 15 de septiembre de 1909, y aún restan una o dos millas para adentrarse en el estrecho canal de la rada. A babor, el castillo del Morro se oculta entre las olas que rompen contra sus laderas; a estribor, el litoral habanero estrena su nueva imagen con el trazado de la Avenida del Puerto que, bordeando la fortaleza de San Salvador de La Punta, se enlaza con el paseo del Malecón.
Procedente de España, la corbeta «San Antonio» –75 metros de eslora, tres palos, construida en 1875– responde a la rutina de enlace comercial que, pese a la recién estrenada independencia de la Isla, todavía se mantiene con la antigua metrópoli. La casa Pons, en la capital cubana, es destinataria de las 500 toneladas de losas que porta, previstas para usarse en las construcciones habaneras.
De frente se le acerca el práctico para auxiliar a la corbeta en la peligrosa maniobra de entrada a la bahía, como lo hace con todas las naves que arriban al puerto en esos días: batiéndose contra la marejada provocada por el huracán que, desde Gran Caimán, penetra en el canal de Yucatán.
Para Roura el escenario no es nuevo: había estado en La Habana cinco meses atrás. Quizás por esa razón, y pensando en ahorrarse los honorarios, rechaza la ayuda ofrecida y decide maniobrar por sus medios. No sabe que su «San Antonio» se encuentra a punto de naufragar y que la carga a bordo (500 toneladas de losas de barro y 15000 sacos de sal) sólo habría de llegar a su destino… casi cien años después.
Imprudentemente, Roura ha dejado las velas cargadas, y el fuerte viento –casi con conciencia y sin que el capitán pueda evitarlo– empuja la goleta contra el agudo pescante del Morro. Ya es imposible obviar al práctico, quien toma el mando del buque cuando comienza a hacer agua, y recomienda echar las dos anclas a estribor para evitar que se estrelle contra los arrecifes.
A estas alturas, el mayor peligro no es el ya inevitable hundimiento de la goleta, sino que ocurra en la misma entrada de la bahía, obstruyendo el paso hacia su interior. El práctico decide cortar los grilletes de las anclas, abandonarlas y remolcar el barco hasta los bajos de San Telmo, frente a la Maestranza de Artillería, donde es abandonado por toda la tripulación.

Varios días después, el buque aún se balancea, tirado vergonzosamente sobre su banda de babor, frente al del Morro, mientras los peritos –confiados en la tendencia a alejarse del huracán– se cuestionan la posibilidad de ponerlo a flote y rescatar la carga. Sin embargo, el ciclón los sorprende al retornar bruscamente y azotar con fuerza la zona occidental de Cuba. El día 22, cerca de las tres de la tarde, la goleta hace un giro de campana y se hunde total y definitivamente en la bahía habanera.


CIEN AÑOS DESPUÉS
El «San Antonio» quedó olvidado durante mucho tiempo, quizá por su relativo valor histórico, o porque no contenía una valiosa o espectacular carga. Sin embargo, con el objetivo de investigarlo, un grupo de especialistas pertenecientes al Gabinete de Arqueología (Oficina del Historiador) se aventuró en las difíciles condiciones de la bahía habanera, específicamente en el canal de acceso a la misma. Estos trabajos de arqueología subacuática se cuentan entre los pocos de esa especialidad efectuados en la rada.
A través del canal de entrada, al puerto ingresan barcos que pueden llegar a calar hasta 12 metros, con el lógico peligro que ello presupone para el buceo. A ello se suma que, como consecuencia de la alta contaminación, se reduce la visibilidad y aumenta el riesgo de exposición a la acción de agentes patógenos. Igualmente incidentes resultan los cambios de marea (pleamar y sicigia), cuyas corrientes resultantes pueden ser peligrosas.
A la indagación arqueológica le precedió una etapa de familiarización, durante la cual se efectuaron buceos para tener un conocimiento detallado del pecio y su entorno. Como resultado de esas primeras inmersiones, se supo que el «San Antonio» se encuentra hoy completamente virado, de manera tal que su línea de quilla es visible en toda su longitud.
Su banda de babor ha quedado hacia el centro del canal, mientras la de estribor está situada parcialmente sobre el arrecife. Sumergida a una profundidad media de 13 metros, toda la obra muerta (es decir, la parte del barco que queda normalmente por encima del agua: cubierta, camarotes... ) permanece oculta por sedimentos, arena y por el propio casco. Todo hace indicar que, al hundirse, el barco chocó con el fondo y su cargamento se corrió. Proa y popa quedaron a diferente nivel y, como consecuencia, la goleta se fracturó en su recargada porción central.
A principios de la década del 60, un grupo de buzos intervino sobre el pecio cortándole la popa y la proa para utilizar su metal como chatarra o materia prima ferrosa.
Tal vez fueron ellos quienes cercenaron la banda de babor, tras lo cual quedó al descubierto la carga de losas. Gran parte conserva aproximadamente su posición original, aunque sus soportes de madera desaparecieron debido a la acción del mar.
Otras losas se encuentran diseminadas por los alrededores del casco, formando una aureola de más de 10 metros. Dispersas en dirección al canal, tales piezas forman estratos que llegan a tener más de un metro de grosor.
Una vez conocido el pecio y su entorno, los trabajos se encaminaron metodológicamente a tratar de lograr un máximo de información histórico-arqueológica a nivel de prospección, toda vez que la limitación de recursos conspiraba en contra de efectuar excavaciones intensivas.
Al no contar con un equipo óptico con el cual hacer las mediciones correspondientes, fue preciso implementar una red de cuadrículas finitas (método reconocido internacionalmente) para poder realizar el levantamiento planimétrico.
El alfa datum (punto de origen) del sistema de coordenadas fue marcado con un peso muerto de hormigón, a partir del cual se trazaron los ejes. Para facilitar la investigación, el casco del buque se ubicó en un cuadrante, mientras que la dispersión mayor de losas se colocaba dentro del cuadrante opuesto.
Con este método se pudo obtener la silueta del pecio, así como estudiar su estructura interna. Las mediciones planimétricas probaron que fue saqueada casi la mitad de la nave, pues su sección más larga tiene 37,5 m (de los 75 que poesía originalmente). Hacia un lado de la entrada del canal, se encuentra un amasijo de hierros retorcidos, dentro del cual es posible apreciar un fragmento de banda de proa con el ojete para desplazar el cabo o la cadena de las anclas.
De acuerdo con la estrategia metodológica, el próximo paso consistió en realizar muestreos del pecio a nivel de superficie: un muestreo controlado y un muestreo al azar.
Con el primer tipo fueron procesadas las evidencias de importancia y exclusividad: piezas de losa inglesa, canecas de stoneware, fragmentos de vidrio…
Tras ser muestreadas al azar, centenares de losas de barro fueron extraídas y sometidas a un proceso de desalinización mediante inmersión en agua potable durante varias semanas. Luego de analizar sus condiciones físicas y tecnológicas, se comprobó que mantienen una calidad óptima para utilizarlas en su función primaria: material de construcción.
Así, tratadas correctamente, las losas que todavía se encuentran en el pecio pudieran emplearse para pavimentar algún piso, como de hecho se prevé en la restauración del fuerte de San Salvador de La Punta.
La identificación del «San Antonio», su carga, puerto de salida, conexión comercial con firmas asentadas en La Habana ... testimonian de modo inequívoco que las relaciones comerciales a través de las antiguas rutas de navegación trasatlánticas se han mantenido a lo largo de centurias.
El error cometido por el capitán Jaime Roura al sobrevalorar su conocimiento de la bahía de La Habana, impuso una pausa de noventa años a esas tradicionales relaciones. Mas por encima del interés arqueológico, el empleo que se le dará a las losas pone fin a tan prolongada espera.

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