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viernes, 15 de agosto de 2014

EL LINAJE CUBANO DEL NEGRO QUE TENIA EL ALMA BLANCA


Doña Concha Piquer, cuando todavía era Conchita Piquer –por su lozana juventud-, en 1927 protagonizó una película española dirigida por el prolífico y legendario cineasta y empresario BenitoPerojo. La cinta se llamaba “El negro que tenía el alma blanca”.
En 1934, Perojo intervino en calidad de co-productor en una segunda versión de aquel argumento, esta vez protagonizada por la sevillana Antoñita Colomé y el elegante actor de pulidas maneras y clara dicción José María Linares Rivas, madrileño de nacimiento, casado con la actriz cubana Sara Cabrera entre 1939 y su propio fallecimiento en 1955, que encontró en la cinematografía mexicana su papel estelar como villano atildado y sometedor de las damas, y que en 1952 rodó, al lado de Gloria Marín (entonces ya divorciada de Jorge Negrete) y del posteriormente malogrado Jorge Mistral, “El Derecho de Nacer”, obra de la inequívoca autoría del novelista cubano Félix B. Caignet. En 1951, el afamado tanguista, actor y director argentino Hugo del Carril –quien en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo hizo repetidas apariciones en el teatro, la radio y la televisión de Cuba (desde el escenario del Teatro Nacional hasta los estudios donde se transmitía el programa televisado Jueves de Partagás)- coprotagonizó la tercera versión de “El negro que tenía el alma blanca”, al lado de la madrileña María Rosa Salgado –que había sido la esposa en primeras nupcias del matador de toros Pepe Domínguín, hijo del torero Domingo Dominguín, hermano de los también espadas Luis Miguel y Domingo Dominguín, y tío político de los igualmente consagrados Francisco Rivera (Paquirri), Curro Vázquez y Paco Alcalde-.
De la novela que dio pie a esas películas, “El negro que tenía el alma blanca”, salió publicada en el diario madrileño ABC del 6 de julio de 1922 una crítica firmada por José Ortega Munilla, escritor posteriormente afincado en Madrid si bien había nacido en Cárdenas (Ciudad Bandera) el 26 de octubre de 1856, siendo su padre funcionario de la administración colonial española en Cuba. Ortega Munilla casó con una hija del fundador del diario madrileño El Imparcial, doña Dolores Gasset, cuyos hijos fueron los archiconocidos hermanos Eduardo -que murió en el exilio en Caracas, en 1965-, Rafaela –fallecida en 1940-, Manuel, el autor de la Biografía de El Imparcial -muerto también en 1965-, y el gran filósofo José Ortega y Gasset. -que murió en 1955-. Y ¿quién fue el autor de “El negro que tenía el alma blanca” y qué conexión tenían él y esta obra suya con Cuba? –en cuya historia entran y salen continuamente actores, actrices, cineastas y escritores nacidos en Cuba o con una sólida relación con la Isla-. Pues su autor fue Alberto Insúa, nacido en La Habana en 1883, en cuyo colegio de Belén estudió, y de quien muchos años después (en 1969) llegó a decir Federico Carlos Sainz de Robles (escritor, dramaturgo, historiador, lexicógrafo, crítico e historiador literario, folclorista, bibliógrafo y ensayista) que “En cualquier otro país menos subdesarrollado literariamente que el nuestro, bastarían los tres nutridísimos tomos de sus Memorias: mi tiempo y yo (1952,1953,1959) para asegurar a Insúa un puesto permanente en las más ceñidas historias de la literatura española. Tantas son la verdad, la amenidad, los agudísimos juicios, las noticias literarias ‘de primera mano’ que hay en ellos…Pues si fuera preciso señalar las dos novelas españolas más veces reimpresas entre 1900 y 1936, sería de justicia proclamar que La casa de la Troya: estudiantina del madrileño Alejandro Pérez Lugín, y El negro que tenía el alma blanca, de Insúa. Novelas que hoy se reimprimen con frecuencia”. En sus Memorias, Insúa dice: “Nací en la ciudad de La Habana. Mi padre era español, de la villa de San Pelayo de la Estrada, en la provincia de Pontevedra. Mi madre perteneció a una familia aristocrática de Puerto Príncipe, provincia que en Cuba independiente ha recuperado su nombre indígena de Camagüey. Mi padre era abogado, escritor y periodista…mi abuelo materno, por su natural pacífico y tener ya una de sus hijas casada con un español, se redujo a abandonar su casa de Puerto Príncipe y refugiarse con su esposa y su prole en la más recóndita y fragosa de unas tierras que poseía en la provincia. Muchos cubanos procedieron como él en ambas guerras (se refiere a la Guerra de los Diez Años y a la Guerra Chiquita). Mas no le valió a mi abuelo aquella actitud sino para salvar la vida y apartar a los suyos de persecuciones posibles. Sus bienes fueron confiscados y su nombre pregonado como el de un rebelde. ¿Por qué? Porque su esposa, doña Dolores de Cisneros y Álvarez, era prima de dos prohombres de la causa separatista, don Salvador de Cisneros y Betancourt, marqués de Santa Lucía, representante del Camagüey en los preparativos del alzamiento de Céspedes, y don Gaspar Betancourt Cisneros, uno de los emigrados en los Estados Unidos que se dirigieron a Bolívar rogándole que interviniese con su espada a favor de Cuba.
“Si se añade –continúa nuestro autor- que mi abuela estaba emparentada con los Agüero y los Agramonte -familias próceres de Camagüey que dieron paladines y mártires a la causa- se comprenderá fácilmente que las autoridades españolas vieran en mi abuelo a un sospechoso. Las aventuras de éste, más bien sus desventuras, se resumieron en el éxodo familiar a La Habana y la pérdida –por confiscación- de todos sus bienes en Camagüey”.
Sin embargo, las simpatías juveniles de Insúa no estuvieron nunca con los separatistas, sino con el Autonomismo, sobre lo que en sus Memorias escribió lo siguiente: “Quiero también insistir en que mi ‘sensibilidad hispánica’, sucesivamente labrada en el hogar, en el colegio y en mis dos viajes a Galicia, no incluía en modo alguno desamor a Cuba, sino que –como en tantas personas mayores de la Isla, peninsulares y criollos- significaba, noblemente, un profundo anhelo de que Cuba no dejase de ser española. Es decir que yo, con mis trece años apenas cumplidos, pensaba como cualquiera de aquellos cubanos autonomistas, fieles a la Madre Patria, o como cualquiera de aquellos españoles que habían fundado en Cuba sus hogares y no podían admitir sino doliéndoles el alma la victoria posible del separatismo”.
En 1898, a las puertas de la intervención norteamericana en Cuba, los padres de Insúa deciden que la familia marche definitivamente a España. Alberto Insúa no olvida nunca su infancia cubana, los olores, los colores, las vistas y paisajes, la mezcla de blancos, negros y chinos y todas las combinaciones intermedias de razas. En sus Memorias escribirá muchos años más tarde que “…no ha habido, que yo sepa, hombres en el mundo que resolvieran más fácil y humanamente los conflictos planteados por la diversidad de las razas. Los resuelven, como es sabido, por el injerto, por la cruza. Nadie más exógamo que el español. A él se deben todos los mestizajes de América. Y a esa función magnífica, propagadora y niveladora de la especie como ninguna, venía preparado por esa larga experiencia peninsular que la Historia recoge y los biólogos estudian. En América, el español hizo con las indias –y también con las negras- lo que sus antecesores hicieron en España con las moras y las hebreas: mezclarse en matrimonio o en barraganía…”
No regresa a la Isla sino hasta 1929, y entonces se explaya: “Muchas cosas en La Habana me atraen como por instinto, como si me hubieran faltado durante mucho tiempo y me arrojara ahora sobre ellas con un ansia de desquite. Así, en la mesa, las frutas y los dulces. Así, en la calle, su colorido humano diverso. Veo, por detrás, una mujer admirablemente vestida y de rítmico andar, adelanto varios pasos para ver su rostro, y es el de una “parda” o “canela”, como aquí llaman a las mulatas”. ¿No es esta visión sensorial y sensual de la realidad más inmediata, más cercana, más cotidiana, una premonición de lo “real maravilloso” al que Alejo Carpentier habría de dar carta de naturaleza como forma venturosa de expresión literaria de las emociones frente a la realidad?
Ortega Munilla glosa en su crónica de 1922 la recién publicada novela de Insúa “El negro que tenía el alma blanca”: “He aquí que un negro oriundo de la isla de Cuba, de familia de esclavos, que se llamó al nacer Pedro Valdés, ha trocado su nombre por otro norteamericano: el de Peter Wald. Sus patronos fueron los marqueses de Arencibia. En su tiempo, el de la infancia del muchachito, ocurrieron las catástrofes de las guerra separatista. Mil aventuras pasaron sobre el niño negro. Una genialidad inesperada lo convierte en rey del baile norteamericano. Donde quiera que aparecía llenaba los teatros…Y en medio de todo esto surge un amor: el negro codicia noblemente a una artista humildísima, a una cómica desdichada. Esta es una española de verdad: ni se rinde a los halagos ni al dinero. Además, por un sentimiento racial odia al negro. Pero Peter Wald aparece ante ella, al fin de una larga lucha, como un caballero, como un mártir al que la naturaleza hubiera puesto la sombra de la desdicha. Peter Wald lucha por conseguir a esa española. En la fatiga de la contienda desfallece, y un día, cuando la española se entera de lo que vale aquel negro, éste cae en el morir. La comiquilla madrileña besa la frente del bailarín, y éste desaparece dejando a su amor un pingüe recuerdo testamentario…Un vil empresario rige aquel mundillo de la farándula, desdeñando a los maestros del ingenio. Más noble, más digno, menos impuro, es Peter Wald. El negro tiene el alma blanca y muchos de aquellos blancos tienen el alma negra”.
Alberto Insúa, cuyo nombre de pila era Alberto Galt y Escobar, a lo largo de la primera mitad del siglo xx pergeñó más de cincuenta novelas (como él mismo dejó escrito, a razón de una cada año) y cientos de artículos periodísticos, durante sus largas estancias en España, la Argentina y Francia. También incursionó en la dramaturgia, en más de una ocasión en coautoría con quien fue su cuñado, el escritor y diplomático cubano Alfonso Hernández Catá. En sus Memorias, el mismo Insúa adscribió el estilo literario de sus novelas a un realismo muy español, pero sin semejanza alguna con el Naturalismo de Zola, y todas con un fondo cristiano.
Fue un escritor que gozó de un gran predicamento entre el público lector de España y América, durante ese primer medio siglo, cuidadoso de la limpieza lingüística de sus textos, con un estilo expositivo realista –en cuanto sus argumentos se encuadran en una realidad vivida y conocida- e inspirado, al decir del autor, “en los hechos colectivos de la historia de España que me ha tocado vivir”.  Fue, además, toda su vida, un enamorado de Cuba, de la que siempre habló como de un paraíso perdido.




Hoy en día, Insúa está injustamente olvidado por la República de las Letras.

©Roberto Soto Santana, de la Academia de la Historia de Cuba


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