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domingo, 15 de noviembre de 2015

EL PRADO Y LO FUNDAMENTAL

Jorge Mañach

El domingo, a la suave hora del paseo vesperal, topéme, sin pensarlo, con mi viejo amigo, que venía caminando muy despacito –¿Prado arriba? ¿Prado abajo?– hacia la retreta del Malecón. Según me dijo, acababa de abandonar una peña congestionada en el soportal de cierta sociedad adonde le invitara un su amigo “del tiempo de España”.

–Como San Antonio, hijo, traigo el espíritu. ¿Ves todas esas señoras guapas que circulan por ahí, en automóvil, solas, o bien con su perrito, o con su marido, dando vueltas y más vueltas?... Pues a todas he oído desnudarlas…

–¿Eh, Luján?...

–Sí, hijo; a cada vuelta las despojaban de una prenda… Parece que es el deporte de los domingos hoy día. ¿Vamos a la retreta?

Nos incorporamos a la heterogénea corriente humana que avanzaba con espesa lentitud, atraída por la melodía de la banda frente al mar. En abigarrada procesión, con cierto aire cansino de regustado ocio, discurrían junto a nosotros las gentes típicas del domingo habanero. Una señora muy gruesa –los brazos como perniles al aire, mostrando la marca infantil de la vacuna, los polvos de arroz “cortados” en el rostro por el sudor, la obesidad rebosando del amplio cerco del corsé– escoltaba a su hija, extrañamente flaca, de la cual pendía un vestido de encaje color crema y una banda azul celeste. A su lado, un galán se ahogaba locuazmente dentro de su camisa de seda estentórea y su terno de dril encartonado. Más atrás, el esposo beatífico se complicaba la vida comprándole globos al crío cetrinito. Ristras de jovencitas cogidas del brazo hacían arco iris con sus olanes y sus cintas multicolores. Seguíanlas, urdiendo chistes para hacerlas reír, otros tantos adolescentes, más empolvados que ellas. Algunos dependientes del comercio –saco azul, pantalón de franela– pasaban altivamente, arrastrando el bastón, con un aire de interesados en la casa. A veces se dignaban mirar a las criadas en asueto, anchas, con los tobillos descomunales y el pelo pajizo, rondadas más solícitamente por mocetones de tez quemada, que se ciscaban llevándose a la cara las toscas manos, honradamente fileteadas de negro. Algún bracero, recién llegado de la manigua, paseaba azoradamente su “apéame–uno” de color azul violeta y sus zapatos amarillo canario. El elemento llamado por antonomasia “de color” puntuaba adecuadamente la muchedumbre. Y el chino manisero con su repique. Y algún “regular” de caqui, bajo de talla, no obstante muy entallado, con el barboquejo del sombrero pelándole el cogote. Y pilluelos, que atravesaban a destiempo la multitudinaria corriente, irritando a los que llevaban zapatos blancos “de palas”… Aquí, una pareja de muchachas reidoras se desviaba, pisando el césped, y sonsacaba melosamente al policía de “tráfico” para que le diese paso a la acera de enfrente, en cuyo soportal se insinuaba un escaparate modernista de robes et chapeaux. Satisfecha su curiosidad, volvían las dos muchachas a interrumpir el tránsito algo más abajo para incorporarse al paseo…

Luján lo iba mirando y comentando todo con su extraña disposición habitual, entre mordaz y benévola. En llegando al extremo del Prado, allí donde se pasa de éste a la glorieta, como Luján perorase demasiado alto, algunos mocitos insolentes que estaban agrupados en un banco frente a la musa desnuda del monumento a Zenea, hicieron un ruido de trompetilla hacia Luján. Pero éste, que tiene una infinita capacidad de desprecio irónico, ni se inmutó.

–¿Ves, hijo?... Eso por desentonar. Aquí no se le perdona a nadie que se destaque. El uniformismo y el conformismo son las exigencias cardinales de nuestro espíritu. Pero oigamos la música y miremos al crepúsculo, que son cosas fundamentales.

Nos asentamos en sendas sillas de hierro, al borde de la glorieta. Junto a nosotros pasaban las “máquinas” cargadas de belleza y perfumes. La voluptuosidad algo dolorosa de un danzón se fundía con el murmullo del gentío, con el zumbido de los motores y el estridor lejano del globero… Allá lejos se acababa de abrasar el cielo. Entre vendas de azul levísimo y algodones de nubes, la gran llaga luminosa del crepúsculo dejaba resbalar lentamente la gota de sangre del sol hacia el enjuague del mar.

Y Luján repetía: “Esto, hijo, esto es lo fundamental.”

Tomado de Estampas de San Cristóbal, Ediciones Ateneo, 2000©

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