En muchas de sus obras, Galdós “expone en forma combativa los males del clericalismo, la tragedia de estar anclados en formas estáticas de vida social, o el excesivo formalismo de prácticas religiosas carentes de verdadero sentido espiritual” … (1). La crítica contra el clero, no se presenta, sin embargo, solamente en España, donde el problema religioso es “en parte derivación de la inquietud religiosa de que participa toda Europa en el siglo XIX” (2). Los distintos autores europeos expresan su descontento contra el clero llegando a satirizar a veces burlona e irreverentemente la conducta vergonzosa del mismo. Daudet, por ejemplo, satiriza en Trois messes basses el pecado de la gula de algunos clérigos en el personaje de dom Balaguer, quien el día de Nochebuena no podía apartar la mente de la cena que le esperaba después de celebrar las misas, las cuales realizó vertiginosamente. Cada vez que su acólito tocaba la campanilla mientras se celebraba la misa, a dom Balaguer le parecía oír la voz del diablo invitándolo al pecado de la gula:
…pendant que le soi-disant Garrigou faisait à tour de bras carilloner les
cloches de la chapelle seigneuriale, le révérend achevait de revêtir sa
chasuble dans la petite sacristie du château; et l’esprit déjà troublé par
toutes ces descriptions gastronomiques, il se répétait a lui-même en
s’habillant: Des dindes rôties…des carpes dorées…des truites grosses
comme ça!
El contemporáneo Jean Giono presenta en La solitude de la pitié un cura que vive como un burgués de clase acomodada; con criada, en casa cómoda, mesa abundante y rica en la que se ven exquisitos platos cocinados ‘por receta’. Adulador de los ricos, muestra un corazón frío, una indiferencia cruel hacia los pobres. Contrasta el carácter del cura con el del infeliz obrero: hombre corpulento, sencillo, humilde e infinitamente noble. La nobleza de su corazón le ha hecho hacerse cargo de otro hombre, un abúlico, un hombre incapaz de reaccionar ante la vida para entablar la lucha que cada uno de nosotros tiene que entablar con ella. Ambos viven sumidos en la miseria. Vida triste y resignada que nos conmueve. Un día en que se encontraban apenas con unos céntimos, el obrero decide ir a ver al cura del pueblo no para pedirle limosna, sino para ver si éste le podía conseguir algún trabajo. Al abrir la puerta el cura mira a lo dos infelices con desprecio, casi con asco. Ante sus ojos se levantaba el cuadro patético de dos ‘subhombres’. Ante la figura ‘respetable’ del cura contrasta violentamente la de aquel infeliz de mirar lejano y triste, como de cordero. La reacción inicial y espontánea del cura fue la de negarles toda clase de ayuda. Sólo cuando recordó que había que reparar el pozo de la casa y que el trabajo ofrecía tanto peligro que ningún carpintero ni plomero del pueblo se había atrevido a hacerlo, es cuando el cura se dispone a usarlos aprovechando la necesidad y la inocencia de los infelices. Al anochecer, después de terminado el trabajo que el carpintero quiso hacer solo, sin que le ayudara su débil compañero, se dirige al cura para que le abone el pago. El cura, después de mucho pensarlo, se desprende al fin de una moneda que no cubría ni siquiera el costo que los dos pobres habían pagado por el pasaje del autobús. Contrastando con la ausencia de generosidad del cura, se nos presenta una vez más la infinita piedad del carpintero hacia su compañero. Ya afuera, el carpintero abrió su mano herida por el trabajo y dejó al descubierto una moneda de diez céntimos. El enfermo quiso aliviar a su compañero separándose de él. Quiso despejar en algo su mundo de inmensas frustraciones. Entre el ruido de la lluvia resonante, tenaz, fría, se oye la blanda voz del carpintero: “No. Ven”.
Anatole France en Gestas (quien se supone represente a Verlaine) muestra también la idea erasmista de que lo formal y externo de la Iglesia, lo ritual, pierde su importancia y su razón de ser si los representantes de la misma no saben acercarse a cada ser humano para llevarlo al camino que conduce a Dios para salvarlo. Habiendo Gestas decidido volver al seno de la Iglesia dejando atrás su vida de vicio y debilidades de la carne, llega a una catedral en busca de un confesor, sólo para encontrar que ya el cura se había retirado a descansar.
¿Cuándo comienza en Europa la crítica abierta hacia el clero? En la segunda mitad del siglo XIV aparece ya una crítica burlona en el tono festivo de Chaucer. En el Prólogo de The Canterbury Tales describe a un fraile “a wanton one and merry”
…qualified to hear confessions,
Or so he said, with more than priestly scope;
He had a special licence from the Pope
Sweetly he heard his penitents at shrift
With pleasant absolution, for a gift.
Es decir, que ‘vendía’ las absoluciones. Critica también Chaucer, como lo hará más tarde Alfonso de Valdés, la opulencia del clero y la vida de ocio a la que se daban los miembros del mismo. Describiendo a un monje en el mencionado Prólogo, dice:
This monk was therefore a good man to horse;
Hunting a hare or riding at a fence
Was all his fun, he spared for no expense:
I saw his sleeves were garnished at the hand
With fine grey fur, the finest in the land,
And on his hood, to fasten it at his chin
He had a wrought-gold cunningly fashioned pin;
Into a lover’s knot it seemed to pass.
Aunque se le ha llamado al siglo XIX ‘siglo de inquietud religiosa’, inquietud que como bien dice Gustavo Correa, hace aparecer en la literatura europea un marcado anticlericalismo, el hecho es que como hemos visto, esa crítica aparece mucho antes del XIX y se extiende hasta nuestro siglo.
Robert Browning, en sus monólogos dramáticos, se burla de la vanidad y de la falta de castidad y de caridad de los miembros del clero. En “The Bishop Orders His Tomb at Saint Praxed’s Church”, aparece un obispo en su lecho de muerte ordenándole su tumba a sus “sobrinos”, que no eran otros que sus hijos ilegítimos. El moribundo, en lugar de aprovechar sus últimos momentos en encomendarse a Dios, se dedica a ordenar una lujosa tumba, y a recordar, con vanidad y orgullo, que el obispo anterior a él --Gandolf--le tenía envidia porque su querida había sido una mujer atractiva y bella.
¿Qué hechos determinaron en la España del siglo XIX este ambiente de ‘inquietud religiosa’? Los hechos históricos --la invasión napoleónica, las guerras carlistas--influyen en el ya existente problema religioso, agravándolo. Se resienten las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Se van filtrando en el país las ideas filosóficas de los racionalistas europeos. La conciencia nacional se va dividiendo y esas diferencias se hacen visibles hasta en el campo literario, en el cual aparecen Alarcón y Pereda frente a Valero, Galdós y Leopoldo Alas. (3)
En Doña Perfecta el autor “combate el fanatismo intransigente, la religiosidad mal entendida, el estancamiento de la sociedad en formas anquilosadas de vida, la mezcla de los intereses personales y políticos con la esfera de lo eclesiástico, y la falsa justificación de local frente a lo nacional en los pueblos españoles”. (4)
En efecto, Remedios, la sobrina del cura, quiere casar a su hijo Jacinto con la hija de doña Perfecta, no solamente por el interés en el dinero, sino también para elevar a su hijo a una clase social más alta. Para lograr sus fines personales, induce a don Inocencio a que acuse al sobrino de doña Perfecta de ateo e irreverente para que su “piadosa” tía rompa el compromiso entre Pepe y Rosario y ésta se vea libre para casarse con Jacinto. La “piadosa” tía termina asesinando indirectamente a su sobrino por medio de Caballuco. Desde un principio, don Inocencio se opone a Pepe, tratando de detener la corriente civilizadora que éste representa y que trae consigo de la capital. Es cierto que detrás de la actitud de don Inocencio hacia Pepe, está la mano firme y dominadora de Remedios, quien quiere eliminar al madrileño en beneficio propio, pero a la vez es muy posible que don Inocencio se prestara sin tener que hacer mucho esfuerzo, a destruir la libertad de espíritu y de pensamiento que exige la civilización. Una libertad que haría menguar el reino de intolerancia, dominador del pueblo de Orbajosa. Una doña Perfecta puede ser muy bien el producto de la intransigencia de la Iglesia y del hecho que ésta le da más valor a la religión exterior, al rito, que a la verdadera religión interior. Así lo expresa el autor censurando la Iglesia como lo había hecho ya Alfonso de Valdés en el siglo XVI: “No sabemos cómo hubiera sido doña Perfecta amando. Aborreciendo, tenía la inflamada vehemencia de un ángel tutelar de la discordia entre los hombres. Tal es el resultado producido en un carácter duro y sin bondad nativa por la exaltación religiosa, cuando ésta, en vez de nutrirse de la conciencia y de la verdad revelada en principios tan sencillos como hermosos, busca su savia en fórmulas estrechas que sólo obedecen a intereses eclesiásticos”. Después del asesinato de Pepe, no aparece en doña Perfecta ni en don Inocencio el verdadero arrepentimiento. Sí se sienten hondamente perturbados, acongojados tal vez, ante la posibilidad de condenarse, pero sin sentir compasión por el infeliz que fue víctima de ellos.
En la América latina aparecen con mucha menos fuerza y con menos frecuencia los indicios de anticlericalismo en la literatura. En Navidad en las Montañas de Altamirano, por ejemplo, el cura revestido de características negativas juega en la obra un papel fugaz y absolutamente secundario. Siempre en primer plano se mantiene aquel cura bondadoso de las Montañas, personaje principal de la obra. Se parece tan poco el sacerdote de Navidad en las Montañas al don Inocencio de Doña Perfecta que es casi imposible establecer puntos de comparación directa entre ambos. Ni siquiera puede relacionárseles así, oponiéndolos. Pero después de estudiar a cada uno de ellos por separado, entonces sí nos queda la sensación de haber visto personificados el Bien y el Mal en dos caracteres que no pueden estar en el mismo plano a la vez para, en ese plano, poder compararlos ampliamente. Sucede lo mismo que con las dos caras de una moneda, de una medalla, que, mientras vemos una de las dos caras, la otra se nos oculta. En una cara, el Sacerdote-Cristo de Altamirano, el gemelo del San Manuel Bueno de Unamuno. En la otra, un sacerdote capaz de prestarse a hacer caer la víctima. Víctima en la que muchas veces nos parece ver al mismo Cristo.
NOTAS
1) Gustavo Correa, El símbolo religioso en las novelas de Pérez Galdós. Madrid, 1962, p.23.
2) Ibid.
3) Ibid., pp. 23-25
4) Ibid., p. 35
Publicado en PAPELES DE SON ARMADANS, Revista mensual dirigida por Camilo José Cela, Año XIV, Tomo LIII, Núm. CLIX, Madrid-Palma de Mallorca, junio, 1969.