Páginas

miércoles, 15 de febrero de 2017

LA DEMOCRACIA ATENIENSE

por Roberto Soto Santana, de la Academia de la Historia de Cuba (Exilio)

            Hace cuarenta siglos, la península que hoy constituye los confines del Estado griego comenzó a ser poblada por inmigrantes indoeuropeos (procedentes de las orillas del Mar Negro), cuyos descendientes al cabo de los próximos cinco siglos se habían asentado en poblados y aldeas agrupados en pequeños reinos, cada uno con su dialecto.
            En la región costera del Ática se asentó un pueblo llamado jonio (procedente del Asia Menor), que constituyó una población rural –pastoral y agrícola- dispersa, sin ningún gran centro urbano. Era Atenas, cuyo nombre había sido escogido en honor de la diosa Atenea, la mayor aglomeración permanente de pobladores que se acercaba a  merecer el calificativo de ciudad.
El crecimiento de Atenas como polis (ciudad) y sede de la clase gobernante (aristocracia hereditaria) que dominaba toda la región del Ática comienza hace treinta siglos, favorecida por su propio acuífero (en la Acrópolis), sus defensas naturales contra incursiones exteriores (cuatro cadenas de montañas) y su salida propia al mar a través del Pireo.
Se partía de la situación de que el Ática tenía una extensión (2,650 kilómetros cuadrados) superior a la de sus vecinas y competidoras ciudades-estado de Corinto y Megara; y un gobierno centralizado en Atenas, lo que la hacía por ello igualmente más fuerte que su también estado vecino de Beocia (capital, Tebas), con similar superficie pero con una estructuración federal. La mitad de la superficie del Ática era montañosa y de suelos poco profundos: por ello, prácticamente de nula productividad agrícola. Aquella parte de su tierra apta para el cultivo era apropiada para el olivo, la cebada y la vid, pero producía escasísimo trigo, que era necesario ir a buscar al extranjero. Para el comercio exterior, se necesitaba construir buques (tanto para el comercio estrictamente como de la clase de guerra, con el objeto de defenderse a la vez de las incursiones piratas y de las expediciones marítimas persas) pero no había madera suficiente en el país, por lo que se imponía traerla de lugares como Sicilia, Italia y la más cercana Macedonia. La plata de sus minas (en el Ática oriental) y el mármol de sus canteras eran buena moneda de cambio, pero por sí mismas no proporcionaban sustento a la población regida por Atenas.
En la superficie geográfica habitable del Ática, que era de unos 1,300 km2, el crecimiento demográfico había llegado a la cifra de unos 30 mil ciudadanos con plenos derechos civiles y políticos. Como de ese cómputo estaban excluídos los niños, las mujeres, los extranjeros y los esclavos –estos últimos deben haber llegado a representar un múltiplo, entre 2 y 3, del número de ciudadanos-, la población total a sustentar podía haber estado, hace veintiséis siglos, en torno a las cuatrocientas mil personas.
Considerando las necesidades de abastecimiento, particularmente de cereales, que tenía Atenas, el comercio y la expansión territorial eran las vías expeditivas para la supervivencia y, de ser posible, el logro de la hegemonía en esa región terráquea (que  entonces, en términos de lo efectiva y realmente conocido, se tenía por todo el mundo civilizado).
La incipiente aristocracia comercial se encontró en situación de ejercer una influencia creciente en el manejo de los asuntos públicos (en una palabra, del gobierno de Atenas) gracias a los recursos que podía dedicar a adquirir clientela política, a expensas de los pingües beneficios del comercio intrahelénico (con otras ciudades-estado), con Anatolia, y ciertamente con la importación de cereales desde las costas del Mar Negro. La hegemonía de los Eupátridas (el privilegiado de los clanes privilegiados de Atenas) en el gobierno del Ática tuvo que ceder al gobierno de la timocracia, en la que el linaje del dinero daba entrada a los mercaderes, agiotistas y prestamistas a la gruesa, y simples usureros que necesitaban que se protegiera desde el Poder sus particulares intereses, junto con los de la vieja nobleza guerrera o de la sangre.
Pero el nuevo estamento comprendía que, para prevenirse de una reacción de la aristocracia tradicional (la de los clanes que siempre habían ejercido en solitario el Poder), necesitaba apoyarse en la clase media de pequeños comerciantes, artesanos, servidores del aparato del Estado (lo que hoy llamaríamos funcionarios) e incluso labradores liberados de sus cargas ancestrales, cuya formación y desarrollo había que fomentar y auxiliar,  procurando a la vez  interesar la cooperación activa de la inmensa mayoría de la población formada por el proletariado –los trabajadores del campo y los dependientes y encargados de oficios y tareas serviles en la ciudad-.
La solución de la enorme tensión social y los consiguientes enfrentamientos cuyo cenit se alcanzó en Atenas seis siglos antes de la era cristiana –entre la aristocracia pudiente y hereditaria de un lado y el resto de la población del otro- tuvo lugar mediante la suavización de las cargas (económicas y de prestaciones personales) que recaían sobre los menesterosos y la atribución del derecho de participación en la toma de decisiones sobre los asuntos públicos a todos los ciudadanos, fuesen o no nobles. Un noble de modestos recursos económicos, Solón –cuyo nombre ha pasado a la Historia como antonomástico de legislador-, fue el político [hombre de la polis o ciudad] escogido entonces precisamente por la aristocracia de la sangre (la de los clanes gobernantes) para arbitrar la paz social.
 Las medidas que promulgó, aceptadas prudente y astutamente por esa nobleza, aunque entrañaron una reducción en apariencia de su poder, en la realidad cooptaron  a las clases pudientes de origen no noble para compartir el gobierno de Atenas y de los 140 núcleos de población (deme)  de diverso tamaño e importancia agrupadas bajo  la égida ateniense en el Ática. Aparte de sustituir el linaje de sangre por un sistema censatario como rasero para el acceso a las más altas magistraturas públicas, también le dio acceso al resto de la población, sin otro requisito que la ciudadanía, a la pertenencia con voz y voto en la Asamblea (Ecclesia)[1] de la ciudad, y a asientos por  elección en los cargos públicos.
            Solón también acometió una profunda modificación de las leyes que regulaban la herencia, que hizo posible el trasvase de la propiedad de la tierra a otras clases sociales distintas del clan al que perteneciera el causante, al quedar autorizado el cabeza de familia sin herederos legítimos a testar a favor de cualquiera.
Solón fue, en suma, un gran reformador, que intentó equilibrar los privilegios aristocráticos -sin amenazar a esta clase en su integridad física y patrimonial- mediante la extensión de los derechos de participación en el gobierno (es decir, la dirección de los asuntos públicos) a todos los ciudadanos –si bien procurando establecer preferencias a favor de los más pudientes- así como el levantamiento de la opresiva carga del tributo en especie a favor de la nobleza y a cargo de los labradores. La riqueza adquirida quedó equiparada con la riqueza heredada;  todos los atenienses, hasta los más humildes, quedaron investidos al menos del derecho de participación en la discusión asamblearia de los asuntos de la comunidad; y quedó establecida una suerte de “igualdad de oportunidades” para el escalamiento de peldaños en la escala social, al prohibirse la esclavización de unos atenienses por otros e instaurarse la electividad de gran número de los cargos públicos.
Como se ha dicho, el sistema político resultante de las reformas de Solón, a los ojos de la actualidad, ciertamente no puede ser calificado como democrático, sino más bien timocrático (hizo hegemónica a la aristocracia de la riqueza, en vez de la del linaje, que era la que hasta entonces había ostentado el poder político en solitario). Pero, en su época, entrañó que a todos los ciudadanos de un estado, incluso a los desprovistos de todo recurso o patrimonio excepto la disposición de su propia persona, se les reconoció por igual un mínimo común denominador de derechos y libertades.
Tras una dinastía de tiranos, la de los Pisístratas, que dura medio siglo, entra en escena un segundo gran reformador del sistema ateniense de gobierno: Clístenes, a quien Herodoto calificó como “el hombre que trajo las tribus y la democracia”. En verdad, Clístenes llevó a vías de hecho una amplia serie de reformas en apenas dos años de gobierno. Instauró un Consejo de los Quinientos (en lugar del antiguo Consejo de los Cuatrocientos) encargado de preparar los trabajos de la Asamblea, y se eligió a sus miembros sobre la base de la representación de cada uno de los 140 demes  o núcleos de población –según su tamaño, cada uno tenía derecho a nombrar desde 1 ó 2 hasta 22 consejeros-. Los pobladores de los 140 demes quedaban  repartidos, en número lo más paritario posible, entre las diez tribus, cada una de las cuales designaba por elección a un estratega o comandante militar (terrestre y naval a la vez). Demos ya significaba “el pueblo”, de donde demes significaba “donde vive el pueblo” o simplemente “población”. Que todos los demes tuvieran representación en el Consejo de los 500 implicaba que los núcleos rurales podían equilibrar la influencia de los núcleos urbanos –éstos, donde tradicionalmente se tenían las riendas del gobierno- y que toda la población del Ática estaba interesada –se le había dado ese aliciente- en defender el bienestar de Atenas como condición concurrente para el bienestar de todas las comunidades sujetas a su gobierno-. Poco más de tres lustros después de la muerte de Clístenes, Atenas aplasta la invasión persa en la legendaria batalla de Maratón, librada contra las huestes del emperador Darío I. .
Con ocasión de la victoria de Maratón, quedó demostrado –en un momento de suprema crisis- el funcionamiento de la regla de la mayoría incluso en el terreno militar: aunque mandados por Milciades, los hoplitas (la infantería con peto, coraza y escudo de bronce, que peleaba brazo con brazo en formación compacta) fueron lanzados en carga a campo traviesa contra la caballería persa en virtud de la opinión mayoritaria de los diez estrategas (uno por cada una de las diez tribus impuestas por Clístenes, como mandaba la ley).
En la misma década de la victoria de Atenas en Maratón sobre los persas, accede al gobierno del Ática un plebeyo: Temístocles, hijo de un miembro de una prominente familia noble ateniense y de una concubina no ateniense y posiblemente ni siquiera griega. Se daba cuenta de que los persas, bajo Xerxes –el sucesor de Darío, el emperador derrotado en Maratón-, querían convertir a Grecia en una satrapía y que para ello volverían a intentar otra invasión del Ática, con una fuerza naval más fuerte y una caballería y cuerpo de arqueros mucho más numerosos, contra los que los atenienses sólo podrían oponer 70 trirremes y su sacrificada infantería (formada por clases medias, que eran las que podían sufragarse la panoplia de bronce que constituía su ajuar guerrero). Esta vez los persas podrían vencer, por la sola fuerza del número. Temístocles comprendió que, para no perder sus libertades, los ciudadanos libres de Atenas, a través de su Asamblea, deberían decidir la inmediata construcción de una flota.
Sucedió que súbitamente aumentó la producción de las minas de plata del Laurio, propiedad del Estado, o tal vez se constató una acumulación de sus existencias, y Temístocles logró que la Asamblea aprobara la asignación de ese producto a la ampliación de la flota con carácter inmediato, de manera que cuando Xerxes I acometió la esperada segunda invasión persa, justamente diez años después de Maratón y apenas tres años tras la decisión de la Asamblea respecto a la construcción de nuevos barcos, los trirremes atenienses ya eran 200 en vez de 70. Al final las fuerzas convocadas por Atenas derrotaron a los persas en Salamina por mar y por tierra en Platea. Aparte del precio pagado en vidas por la victoria, la propia Atenas fue tomada, saqueada y destruída por los persas, antes de que éstos fueran derrotados y expulsados.
Se abre entonces, a mediados del quinto siglo antes del comienzo de la era cristiana, un período de profundas reformas políticas en el interior de Atenas seguido en paralelo por una agresiva y exitosa política exterior imperialista. En un período de treinta años, el predominio de Esparta entre las potencias griegas fue reemplazado por la hegemonía ateniense (que incorporó a una gran cantidad de ciudades-estado a una alianza encabezada por ella, la Liga de Delos, a la vez que fundó colonias propias en ambas márgenes –la europea y la asiática- del mar Egeo, sometiendo a tributo a aliados y a cleruquías –grupos de ciudadanos atenienses a los que se les asignaban tierras en suelo extranjero conquistado-).
Pericles entra aquí en escena, para conducir a Atenas a su Edad de Oro, antonomásticamente llamada el Siglo de Pericles. Durante los treinta años en que dirigió la política interior y exterior y las campañas militares de Atenas (hasta su muerte en el año 429 antes de Cristo), amplió el número de las ciudades confederadas en la Liga de Delos hasta por lo menos ciento cincuenta o acaso doscientos. Confundió deliberadamente la caja de los tributos procedentes de los estados confederados con el tesoro ateniense, rehusando dar cuenta detallada de la disposición de tales fondos a sus aportantes (con el argumento de que Atenas los defendía a todos). Bajo su  gobierno alcanzó su máxima extensión el imperio ateniense, que llegó a abarcar prácticamente todas las islas del mar Egeo, desde los Dardanelos hasta el Mediterráneo, el litoral anatólico en su virtual totalidad, y buena parte de la margen noroccidental del Egeo –fundamentalmente, la Calcidia-. Esparta mantuvo su carácter de primera potencia terrestre, pero Atenas consolidó sin duda la primacía en el mar, tanto en poderío comercial como en fuerzas navales de combate. Pericles favoreció y protegió a pensadores y artistas, que pudieron madurar sus grandes obras precisamente gracias al mecenazgo del Estado ateniense: así, el filósofo Anaxágoras, el dramaturgo Sófocles, el historiador Herodoto, el escultor y pintor Fidias.
A su muerte, ya se habían cumplido casi dos años del estallido de la Guerra del Peloponeso, causada por la sempiterna prevención de Esparta contra el expansionismo ateniense.
 La guerra concluyó con el desmembramiento del imperio ateniense, tras la derrota militar del año 405 a. de C. en Egospótamos, la rendición formal ante el rey espartano Lisandro al año siguiente, la subsiguiente demolición de las murallas de la ciudad, la reducción de la flota a doce navíos, y la imposición abierta por Esparta de una oligarquía (la llamada de los Treinta Tiranos) como forma de gobierno para Atenas, si bien el régimen democrático se restablece formalmente con la expulsión física de los Treinta Tiranos al cabo de unos pocos meses.
A partir de ese momento Atenas sobrevive como ciudad estado con algunas posesiones coloniales en Anatolia y en islas del Egeo durante siete décadas más, a la sombra de una Esparta que tuvo ocasión para humillar a Atenas con una segunda rendición impuesta como desenlace de una guerra iniciada dos lustros más tarde contra varios estados griegos a la vez. La independencia política de Atenas se desvanece definitivamente en el 338 a. de C., cuando el helenizado rey Filipo II de Macedonia derrota a una fuerza griega conjunta en la llanura de Quersoneso, en la Beocia, e impone a los vencidos –al año siguiente- la afiliación a la llamada Liga de Corinto, bajo la férula absoluta de Macedonia.
¿A qué se debieron la decadencia y hundimiento de la civilización ateniense y de su forma de gobierno –tan singular en la Antigüedad-? Fundamentalmente, a la desaparición o debilitamiento hasta extremos inusitados de las clases sociales que la habían propiciado, querido y desarrollado. En primer lugar, las filas de la nobleza propietaria del campo y de la aristocracia del dinero –comerciantes enriquecidos con sus negocios, a la sombra o independientemente del Poder-, que habían terminado entremezcladas en una sola clase, quedaron numéricamente disminuídas por su ruina personal a causa de la prolongada situación de guerra civil y exterior que propició el asolamiento de las propiedades, hizo reinar la inseguridad en el resultado de las expediciones comerciales marítimas y enmarcó los campos de batalla donde cayeron para siempre muchos de sus vástagos.
En segundo lugar, las clases medias se proletarizaron debido al empobrecimiento irremediable de sus negocios, perdiendo todo interés en el sostenimiento del régimen asambleario. Paralelamente, los trabajadores manuales, calificados o no, padecieron los trastornos de la paralización, una y otra vez, de las obras de construcción de obras públicas o de barcos o de utensilios y aperos para las colonias y para las ciudades confederadas, sumiéndolos en una penuria cada vez más acusada.
Y, finalmente, los labradores y trabajadores del campo fueron víctimas constantes de las pérdidas de cosechas por los avatares de las contiendas con persas y con griegos, particularmente en época de Pericles cuando se evacuó la campiña ática con el fin de dificultar el avituallamiento de quienesquiera que fueran los contrincantes que amenazaban los centros de gobierno en los núcleos urbanos, especialmente en la capital, Atenas.
Lo cierto es que la organización político-social ateniense debería calificarse como democracia limitada (a los ciudadanos, puesto que los esclavos, los metecos –es decir, los extranjeros residentes- y las mujeres estaban excluídos de los derechos cívicos), sujeta a un flexible control por parte de la oligarquía de propietarios rurales y negociantes urbanos. Lo que no cabe hacer es identificar esa democracia con el constitucionalismo moderno, ya que aquélla no conocía ni entendía la división de Poderes, la intangibilidad de los derechos fundamentales de todos los seres humanos –independientemente de su origen étnico, etc.- (no hablemos del Derecho Internacional humanitario), el concepto de asistencia social a los menesterosos, y lo mismo puede predicarse de la igualdad de oportunidades en el acceso a la educación,  a la asistencia sanitaria, a las facilidades de ocio, etc.  La democracia de hoy tiene sus orígenes remotos en los Concejos, las Cortes y los Estados Generales de las monarquías europeas del medioevo, que surgieron expeditivamente como cuerpos asesores del monarca y se transformaron, con el tiempo, en los Parlamentos donde hoy elaboran normas válidas para todas las clases sociales, por mandato representativo, quienes ostentan el ejercicio de la soberanía popular, que la teoría política reconoce que radica en el pueblo y surge únicamente de él.
No obstante, no puede menospreciarse tampoco el adelanto que en su tiempo significó la democracia ateniense –con todas sus limitaciones-, como sería mezquino sacar la conclusión de que la democracia de corte jeffersoniano de los EE.UU. no fue un inmenso paso de avance porque estaba viciada en origen por el mantenimiento de la esclavitud y la constatación de las enormes desigualdades sociales entrañadas por las diferencias en la capacidad de acumulación de riqueza de las diversas clases o estamentos de la sociedad. Pero la democracia ateniense y la democracia jeffersoniana instauraron en sus respectivas épocas, salvadas todas las distancias y diferencias que se quieran, un conjunto de principios tales como el de igualdad de oportunidades para sus ciudadanos, el de la responsabilidad exigible a los órganos de gobierno y al ejercicio de los cargos públicos por delegación temporal y no por designación vitalicia, el de la realización de tareas ejecutivas, legislativas y judiciales por cuerpos colegiados y con una separación –entonces tenue, actualmente mucho más concretada- de competencias  y atribuciones según el asunto y el nivel de decisión, con la posibilidad de apelación o recurso (el derecho a una segunda instancia). Sobre todo, ambas versiones del régimen democrático, con todas sus imperfecciones innegables, han acudido al criterio de que se aplique la regla de la mayoría en la constatación y decisión de cualquier situación sometida a la consideración de los órganos de estructuración de la sociedad.
Sin la aparición y la intervención activa de Solón, Clístenes, Temístocles, Efialtes y Pericles, entre otros, la democracia ateniense (por muy esclavista y oligárquica que haya sido) no se hubiera desarrollado hasta alcanzar y  mantener durante mucho tiempo, bien que con altibajos, la primacía entre los estados griegos, y no hubiera podido extender su cultura –como corolario de su expansión territorial- sin una voluntad de proselitismo civilizador más allá de un simple afán expoliador en sus expediciones, ya que no debe olvidarse que sus conquistas iban seguidas del establecimiento de colonias de ciudadanos. Nada sucede en la Historia de los pueblos porque un día las “masas” (como diría el trasnochado marxismo) un buen día se alcen en bloque como resultado de una deliberación masiva que fructifica milagrosamente en una única e idéntica decisión colectiva: son unas pocas personalidades las que se ponen al frente de los movimientos, y empujan a los pueblos (espoleándolos, halagándolos o excitando su vergüenza o sentido del deber, y llegado el caso también sus bajas pasiones) a que colaboren activamente o en ocasiones acepten pasivamente los hechos y acciones que tales personalidades propugnan o las ideas que impulsan o rechazan. Sin que tales ideas, hechos o acciones tengan que coincidir o converger necesariamente con el mejor interés de las sociedades a las que se plantean. Basta con que las personalidades conductoras lo hagan creer así a la clara mayoría de los individuos, que a partir de ese momento se convertirán en ciegos o conscientes agentes cooperadores.
La importancia de la contribución ateniense al progreso político de la humanidad radica en la percepción que ellos tenían del contenido democrático de su forma de gobierno y a la difusión que le dieron dondequiera que se extendió su dominio político o la influencia de sus pensadores. Un contenido que a nosotros nos puede parecer limitado pero que en su época (una época que duró varios siglos) era el polo opuesto respecto de la forma habitual de régimen, que era la monarquía absoluta o la tiranía. Espiguemos estos conceptos señeros de la arenga de Demóstenes: constitución (es decir, la primacía de la Ley), libertad e igualdad. ¿No son acaso los elementos definidores del ideal democrático? Entonces, sumemos nuestro reconocimiento y admiración hacia la sociedad que fue la cuna de nuestra civilización y, junto con el aporte posterior de Roma, de nuestra cultura; y hacia aquellos atenienses en particular (Solón, Clístenes, Temístocles, Efialtes, Pericles, Demóstenes y otros) sin cuya voluntad de acción política las ideas democráticas nunca hubieran sido puestas en práctica.



[1] La Ecclesia en funciones de tribunal recibía el nombre de Helia. En calidad de asamblea deliberativa con funciones a la vez legislativas, ejecutivas y judiciales, podía dictar leyes y decretos, elegir a los ocupantes de los cargos públicos y resolver los recursos contra las decisiones de los tribunales de inferior rango jerárquico.

No hay comentarios:

Publicar un comentario