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lunes, 15 de octubre de 2018

FIGURAS Y FIGURANTES EN LA HISTORIA DE CUBA


por Roberto Soto Santana, de la Academia de la Historia de Cuba (Exilio)

UN ABUELO DEL TIRANO TRUJILLO, INSPECTOR DE POLICÍA EN LA HABANA
La siguiente cita textual corresponde a la página 16 de un libro que tenemos a la vista: LOS CRIMINALES DE CUBA Y EL INSPECTOR TRUJILLO, Imprenta “La Propaganda Literaria”, calle O’Reilly número 54, La Habana, 1881 –cuya autoría está atribuida a un anónimo “G.G. y F.” pero cuya identidad real se puede inferir que correspondía a José Trujillo Monagas, militar español nacido en Canarias en 1841 y quien, tras una estancia de servicio en Santo Domingo, con su pase a la vida civil e ir a residir en la Isla de Cuba a partir de julio de 1865, recibió la Medalla de Sufrimientos por la Patria, ingresó en la Policía colonial, llegando a Inspector del Tercer Distrito y Segundo Jefe de la Policía habanera (cargos en los que se labró una distinguida hoja de servicios contra la delincuencia común), con sede en la esquina de las calles Chacón y Monserrate-: “Y aquí es del caso advertir que, si muchos criminales salen absueltos de las cárceles, porque los jueces no han podido encontrar las pruebas necesarias para imponerles pena; si nadie quiere declarar contra los delincuentes, aun cuando hayan visto cometer el delito; si los penados cumplen pronto sus condenas y salen de los presidios con instintos é intenciones peores que los que les impulsaron antes á cometer los anteriores crímenes, y si parte de los condenados consiguen escaparse, no se pueden achacar estos males á la benemérita Guardia Civil ni á la Policía, que están desempeñando con celo y actividad el servicio, puesto que procuran y consiguen en los más de los casos, prender á los criminales y entregarlos á los Tribunales de Justicia.”
Trujillo Monagas vivió en Cuba por lo menos hasta 1895, cuando se pierde su rastro en los registros administrativos.
               Durante su permanencia de diez años en tierras dominicanas, se había arrejuntado con la mulata criolla Silveria Valdés, propietaria de una pulpería, con quien procreó a José Trujillo Valdés, el que a su vez entabló convivencia more uxorio –es decir, formando pareja de hecho- con la costurera Julia Molina, con la que tuvo once hijos, de los cuales sobrevivieron diez, entre ellos el segundo, Rafael  Leónidas Trujillo Molina (cuyos enemigos le restregaban, por supuesto en su ausencia, el mote de “chapita”, originado –según el periodista dominicano Carlos Acevedo- en que, siendo monaguillo, en sus días de mocedad, el muchacho hurtó de un altar unas medallas a las que popularmente también se les llama chapitas). 
            Trujillo Valdés (el padre del futuro tirano dominicano) cumplió condena en prisiones se su país natal, por robo de ganado y asesinato.

LEÓN PRIMELLES AGRAMONTE, CORONEL DEL EJÉRCITO LIBERTADOR
En el folleto intitulado “Combate de Russell House…Cayo Hueso 1870…Muerte de Castañón” (Editorial Alfa, calle O’Reilly,31, La Habana,1938), cuyo texto íntegro también tenemos a la vista, reproducido del original, y publicado y prologado por el ínclito galeno e historiador Benigno Souza (1872-1954) -quien atribuye su autoría a Juan Ignacio de Armas, expedicionario del Lillian que mandaba Domingo Goicuría-, dice Souza que “El Coronel del Ejército Libertador, León Primelles y Agramonte, tiene, entre otras plausibles manías, la de coleccionar curiosidades históricas, viejos documentos apolillados, papeles, no solo de nuestras crónicas patrias, sino de donde quiera, de cualquier otro país. Cuando murió el Generalísimo [es decir, Máximo Gómez], Primelles, con religioso respeto, cortó un mechón de sus gloriosos cabellos que ha unido en un medallón a otro que tiene del libertador Simón Bolívar. De las guerras bolivarianas guarda valiosos tesoros; entre ellos hemos visto el borrador original del armisticio de Trujillo, acordado entre el Libertador y su adversario  el Conde de Cartagena. Y la generosidad de este bondadoso camagüeyano no tiene límites, al menos conmigo, en eso de poner a la disposición de todo aquel que lo solicite éstas, que vienen a ser, verdaderas reliquias.”

CARLOS MANUEL de CÉSPEDES: SU DISPOSICIÓN DE SACRIFICIO
            En el Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba, dado el 10 de octubre de 1868 en su finca La Demajagua por su redactor, el Padre de la Patria señala: “En vista de nuestra moderación, de nuestra miseria y de la razón que nos asiste ¿qué pecho noble habrá que no lata con el deseo de que obtengamos el objeto sacrosanto que nos proponemos? ¿qué pueblo civilizado no reprobará la conducta de España y no se horrorizará a la simple consideración de que para pisotear ésta los derechos de Cuba, a cada momento tiene que derramar la sangre de sus más valientes hijos? No, ya Cuba no puede pertenecer más a una potencia que como Caín mata a sus hermanos, y como Saturno, devora a sus hijos.”
            Próximo a cumplirse el tercer año de guerra, el 5 de agosto de 1871 Céspedes escribe a su esposa: “Yo estoy muy delgado: la barba casi blanca y el pelo no le va en zaga. Aunque no fuertes, padezco frecuentes dolores de cabeza. En cambio estoy libre de llagas y calenturas. Todo no ha de ser rigor. La ropa se lava sin almidón: de consiguiente no se plancha, no se hace más que estirarla para ponérsela.”
            Dos años más tarde, en la anotación de fecha 8 de agosto de 1873 en el “Diario de Carlos Manuel de Céspedes (25-7-1873 al 27-2-1874)” obrante en el Archivo de la Oficina del Historiador de la Ciudad [de La Habana], dice: “Cambié mis pantalones de casimir, que me acompañaban desde antes de la revolución por otros nuevos de igual género, aunque ordinarios. Ya de esas memorias no me queda más que una toalla de holanda bordada. Así todo va abandonándonos en este mundo hasta que nosotros mismos lo abandonamos todo.”
            Y el 31 de diciembre de 1873 asienta en ese mismo Diario –como si hubiera tenido una premonición de su caída apenas dos meses después, en la escaramuza del 27 de febrero de 1874 en San Lorenzo-: “Mandé con el Capitán Quintín Banderas, que lleva a Vega a Jamaica, un paquetico que contiene pelos de mi cabeza y barba para mis hijitos que están en el extranjero y tal vez sea lo único que vean de mi persona.”
             El 28 de octubre de 1873, el único cuerpo legislativo de la República en Armas (la Cámara de Representantes) había sido convocado para resolver sobre la propuesta de destitución del Presidente Carlos Manuel de Céspedes, lo que se acordó con el voto favorable de ocho de los catorce miembros que asistieron (del total de 15, solo no acudió el Representante por Camagüey, Francisco Betancourt, y se retiró antes de la votación su Presidente p.s.r. Salvador Cisneros Betancourt).
Ya el día 24 de ese mes, Céspedes había escrito en su Diario: “Hago un manifiesto al Pueblo y al Ejército para que manifiesten si es su voto que deje la Presidencia. No temo ser tachado de precipitación; porque además de que son públicas las voces a que antes he aludido, y tengo firme convicción de que algunos jefes militares han entrado en coalición con la Cámara, lo que varios miembros de esta han escrito al extranjero, los Mensajes descorteses y resoluciones maliciosas o arbitrarias que me han pasado, a pesar de mis terminantes manifestaciones, no me dejan duda de que ha emprendido conmigo una lucha a muerte en que cuenta con intrigas misteriosas de mal género en que yo no puedo, ni debo, ni quiero seguirla…No aspirando yo nada más que a la salud de la Patria, no quiero comprometerla con un silencio intempestivo. Ni aun puede argüirse que debí antes celebrar alguna entrevista con los Representantes porque si bien directamente no los he provocado a ella, evidente que evitan mi contacto, patentizando que están resueltos a llevar a cabo sus planes, y que no quieren oír razones, ni proposiciones.”
Al despedir a Fernando Figueredo dos días después, el 26 de octubre, Céspedes relata que “le hice presente que estaba esperando tranquilamente mi deposición; que mis servicios me habían dado una importancia que echaría la responsabilidad sobre ellos; pero que yo, obediente a la Constitución y las Leyes, no sería causa de que se derramara sangre cubana.”
Para Céspedes y cualquiera que tuviese ojos para ver era evidente que la concentración de unos tres mil insurrectos cuyo jefe era el mayor general Calixto García en el campamento del Bijagual, precisamente donde se reunía en sesión la Cámara de Representantes bajo la presidencia de Salvador Cisneros Betancourt –en sustitución de Francisco Vicente Aguilera, que se hallaba en comisión en el extranjero-, preanunciaba la destitución del Presidente de la República en Armas.
Propuesta la medida contra Céspedes por el Representante de Occidente, Ramón Pérez Trujillo, y apartándose brevemente de la sesión al Presidente de la Cámara (Cisneros Betancourt) “por una cuestión de delicadeza”, votaron a favor de la destitución de Céspedes los Representantes por Oriente Tomás Estrada Palma, Fernando Fornaris y Jesús Rodríguez, los Representantes por Occidente Ramón Pérez Trujillo y Luis Victoriano Betancourt, y los Representantes por Las Villas Eduardo Machado, Marcos García y Juan Bautista Spotorno.
Tras la destitución de Céspedes, el marqués de Santa Lucía (es decir, Salvador Cisneros Betancourt) asumió el cargo de Presidente de la República, y a formar parte del Consejo de Secretarios pasaron dos enconados adversarios de Céspedes, Francisco Maceo Osorio –que se convirtió en Secretario de Asuntos Exteriores y fue quien le negó a Céspedes la autorización que pidió para ausentarse de Cuba, retirándosele la escolta y solo permitiendo que su hijo el coronel Carlos Manuel Céspedes y su sobrino José Ignacio Quesada le acompañasen en su nueva calidad de ciudadano ordinario y sin derechos especiales- y el Dr. Félix Figueredo, Secretario de la Guerra en funciones –quien mortificó a Céspedes todo lo que pudo, con enojosas exigencias, incluida la de seguir al Gobierno en sus desplazamientos dondequiera que fuese, hasta que Céspedes logró mediante continuas protestas la conformidad para apartarse de la compañía del Gobierno si así lo decidía, lo que hizo trasladándose a la prefectura de San Lorenzo, en las alturas de la Sierra Maestra, de la que era prefecto el joven militar José Lacret Morlot, quien solo podía disponer de una exigua tropa para la defensa del caserío y de los ciudadanos allí residentes, entre ellos Céspedes-.
Cuatro semanas después de la deposición de Céspedes, Cisneros Betancourt intentó salvar su responsabilidad moral dirigiendo a la Cámara de Representantes un oficio en el que pedía se le asignara alguna protección al ex Presidente de la República en Armas. La Cámara, presidida por Jesús Rodríguez y con la actuación de Luis Victoriano Betancourt como Secretario, esperó al 13 de diciembre de 1873 para contestar a Cisneros Betancourt que la cuestión era de índole exclusivamente administrativa y no le competía resolverla al cuerpo legislativo.
En marzo de 1874, Cisneros Betancourt, quien tampoco había hecho nada, decidió autorizar al mayor general Manuel de Jesús “Titá” Calvar a marchar a San Lorenzo y proporcionar al ex Presidente Céspedes una escolta permanente de 40 o 50 hombres. Calvar, que por cierto era amigo de Céspedes, no llegó a tiempo para poner a Céspedes a salvo.

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