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jueves, 1 de octubre de 2020

El Conquistador (Cuento)

Luz Argentina Chiriboga Guerrero

      Roberto Salvador, seguro de la simpatía que inspiraba, hacía derroche de los atractivos físicos que la naturaleza le habia dotado. El timbre claro y seductor de su voz, una afirmación en el tono, un algo armonioso y vibrante que penetraba, conmovía y acariciaba el corazón. El parecía escucharse y sentia deleite. Persuasivo, encantador, tan perspicaz para disimular sus defectos como hábil para poner de realce sus propias virtudes. No permitía la rudeza ni que le venciera la cólera. Se propuso vivir su destino con grandeza y casi lo consiguió.

Tenía fe en el amor libre, navegante sin naufragio, en el amor con la claridad de un astro, con el perfil de un pájaro en un jardín abierto. Le daba lástima cuando un hombre se quitaba la vida por una mujer. No tenía clara la razón que pudiera asisitirles a esos locos de amor y de desengaño. El era un amante apasionado, admirador del arte oriental en sus técnicas eróticas, enamorado de sus sueños, sensual, dispuesto siempre a los goces de la vida. Goloso, hallaba placer en cambiar de féminas, lo que le hizo ganarse el mote de El Conquistador.

Trabajaba en una compañía petrolera. Las funciones que desempeñaba le dieron la fortuna que le permitió entrar al mundo que le daba derecho de aparecer como un ejecutivo de talento. Su familia estaba contenta. Aquel hijo que fue mal estudiante y que llegaba, con frecuencia, con la ropa manchada de hierba y arena –evidencias de que se había revolcado en cualquier parte– y que volvía a casa con las claras del día siguiente, solo alcanzó a graduarse de bachiller, y eso, gracias a las numerosas novenas que su madre le hizo a San José y por las influencias que el padre de Roberto, El Conquistador, tenía en la ciudad. Había comenzado con éxito en su carrera, con un buen sueldo y trasladándose de un lugar a otro en un vehículo lujoso.

Para ese entonces, Roberto Salvador había cumplido cuarenta años y aún no se decidía a tener novia, cada vez más se le arraigaba el hábito de seducir muchachas solo para abandonarlas, de modo que la idea del matrimonio no estaba programada. Con sus obligaciones en el trabajo tenía el remedio para curar las heridas que cada mujer le abría, a pesar de todo, en el corazón. Todas veían en él, el bálsamo para solucionar los problemas del alma; las mujeres, como niñas grandes, aspiraban a cumplir hermosos sueños con Salvador.

A eso dedicaba el tiempo libre: conquistar a las jóvenes era el dulce sacrificio de sus fines de semana, esa obra de gusano de seda. Sus amantes eran la recopensa a su arduo trabajo. Desde que tuvo uso de razón aprendió que lo mejor es estar enamorado de las mujeres. Había dormido en lechos excelentes, Buenos, regulares, malos, angostos, paupérrimos, sin embargo, su única quimera consisitía en pasar aunque fuera un momento feliz, y esa quimera huía siempre. Su pasion había crecido por todos aquellos suplicios desconocidos y había recorrido los inmensos placeres del gozo. Se aprovechaba de los beneficios que le brindaba su aspecto físico para llevar adelante con esplendor sus locuras amorosas. No estaba completamente recompensado con el placer que experimentaba con ellas, exigía cada vez más.

Le bastaba llevar a una de sus admiradoras a su casa, una mansión ubicada en uno de los barrios más elegantes de la ciudad, para  llegar a la certidumbre de que, con cada encuentro, obtenía más fuerza vital y más experiencia, pero dejando siempre espacio para el asombro. Acostumbraba matar los sentimientos para aceptar el martirio de las pasiones, conservaba una especie de lucidez engañosa del amor, una emoción que estremecía. Era imposible reconocer lo que era real  en sus fantasias caprichosas. Roberto vivía la ardiente dulzura de sus visiones.

Antes de concluir la cita amorosa, desempeñaba el oficio de guía turístico. Tomadas las manos con la joven de turno, pasaba a informarle los beneficios que brindaba la mansión: era fresca, agradable, con jardines, piscina. Al despedirla, le susurraba al oído que muy pronto iría a buscarla.

Para esa época Roberto Salvador nunca había necesitado cortejar en serio a ninguna mujer; era cierto, admitía, que todas tenían su estilo de insinuarse, pero él se eximía de reflexionar en nombre de sus goces y envuelto en la indiferencia se dejaba arrastrar por el placer. Jamás fue un amante  generoso, por eso, después de lo que le sucedió, las mujeres se asombraban de su cambio, de su corazón tan nuevo y tan henchido de gratitud.

Juana Montaño era quien más frecuentaba la mansion de Roberto. Ella intentaba superar su aspect esmirriado tiñéndose el cabello de rubio ceniza, le regalaba una sonrisa bondadosa, parecía sufrir de pobreza y no rechazaba la altivez de Salvador. Ese día miró con expresión de inquietud un revólver sobre la mesa de noche; luego él pasó a demostrar sus habilidades amorosas y se jactó de haber puesto en práctica su virtuosa cualidad de conquistador.

* * *

Tenía en el fondo temor, un enigma escondido, alguna hoguera no apagada, era preciso confirmar su impotencia, había que comenzar por el esperar más esperar, es decir, esperar desesperado. Por primera vez llamóa Juana. Camino a casa, le parecióque conducía demasiado rápido, se sintió cansado, debía evitar cualquier comentario, ya advertía una horrible verguenza de sí mismo y no quería ni detenerse a pensar en si fallara en el intento. Se preguntaba cómo pudo sucederle eso si jamás él había padecido de aquello, por qué esa repentina decision de la que consideraba la parte más importante de su cuerpo.

Se arrepintió de haber citado a la joven, cambió de parecer y consideró aplazar el encuentro. Lentamente la neurosis le hace tener miedo de las mujeres. El horror a no poder se volvía cruel y despiadado, no podia borrar fácilmente su problema. Quedó inevitablemente  enredado en la malla del terror, se repetía que era un error insisitir en lo mismo. Ya había fracasado con las curanderas, con los hechiceros, con los médicos, sin hallar cura. Se volvió impotente. El recuerdo de sus repetidos fracasos amorosos le tenía en vilo, solo se reconfortaba con intentar volver valientemente al pasado, para pretender olvidar el presente. Pero era imposible retroceder ante el poderoso fracaso, había envejecido.

            Visiblemente nervioso, al estacionar el coche se dijo que había alcanzado lo que otros no han podido conseguir; él impuso sus caprichos de amante professional, sin embargo su tremenda, su feroz y angustiosa batalla no terminaba. Sentía miedo de otro fracaso y de que, después corto tiempo, comenzara a comentarse lo sucedido y que su hombría estuviera expuesta a comentarios maledicientes. Su desesperación no tenía límites, todo le parecía sombrío, todo helado con el frío de la muerte.

            Escuchó el timbre, era Juana. Le temblaron las manos, le volvió la inquietud, y entre sombras de cavilaciones pensó sacar una excusa. Estaba envuelto en un mar de tormentas. Fingió no estar preocupado, contestó con amabilidad las preguntas de Juana y bebieron vino mientras escuchaban canciones de Los Panchos y de Toña la Negra.

Para él constituyó un momento horrible cuando pasaron al dormitorio. Sintió disminuido su orgullo, se volvió hacia la joven con aire indefinible, la inquietud afloraba en su voz, opaca y sin la pasión de antes. Ella se mostró cariñosa y él se fingió enojado, desdeñoso, luego, su actitud con Juana fue altanera y arrogante, le acusaba a ella  de haber perdido las claves del amor. Roberto cerró los ojos en espera que el mal rato pasara, sentía que le arrancaban la existencia, lloró, estaba preso de una idea fija, habían huido los gozos del amor. Juana guardó silencio, él había cambiado de carácter, su vanidad caía aplastada al desprenderse de una de las funciones de la vida, ya no sentía valor para seguir viviendo, sería mejor suicidarse.

Él había sido feliz con tantas mujeres que se atravesaron en su camino. Ahora se sentía humillado: no podia hacer el amor y tenía que colmar de obsequios a las damas para que mantuvieran el secreto. Temía al rumor callejero. Juana trató de consolarlo, su nerviosismo había llegado a grado tan extremo que, orgulloso como era, tomó el revolver para matarse. Ella con grandes gritos y mayor agilidad, desvió el disparo.                           

Luz Argentina Chiriboga Guerrero,
novelista, poetisa, relatista, ensayista y ecóloga,
Quito, Ecuador

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