Luz Argentina Chiriboga Guerrero |
Roberto Salvador, seguro de la simpatía que inspiraba, hacía derroche de los atractivos físicos que la naturaleza le habia dotado. El timbre claro y seductor de su voz, una afirmación en el tono, un algo armonioso y vibrante que penetraba, conmovía y acariciaba el corazón. El parecía escucharse y sentia deleite. Persuasivo, encantador, tan perspicaz para disimular sus defectos como hábil para poner de realce sus propias virtudes. No permitía la rudeza ni que le venciera la cólera. Se propuso vivir su destino con grandeza y casi lo consiguió.
Tenía fe en el amor libre,
navegante sin naufragio, en el amor con la claridad de un astro, con el perfil
de un pájaro en un jardín abierto. Le daba lástima cuando un hombre se quitaba
la vida por una mujer. No tenía clara la razón que pudiera asisitirles a esos
locos de amor y de desengaño. El era un amante apasionado, admirador del arte
oriental en sus técnicas eróticas, enamorado de sus sueños, sensual, dispuesto
siempre a los goces de la vida. Goloso, hallaba placer en cambiar de féminas,
lo que le hizo ganarse el mote de El Conquistador.
Trabajaba en una compañía
petrolera. Las funciones que desempeñaba le dieron la fortuna que le permitió entrar
al mundo que le daba derecho de aparecer como un ejecutivo de talento. Su
familia estaba contenta. Aquel hijo que fue mal estudiante y que llegaba, con
frecuencia, con la ropa manchada de hierba y arena –evidencias de que se había
revolcado en cualquier parte– y que volvía a casa con las claras del día
siguiente, solo alcanzó a graduarse de bachiller, y eso, gracias a las
numerosas novenas que su madre le hizo a San José y por las influencias que el
padre de Roberto, El Conquistador, tenía en la ciudad. Había comenzado con éxito
en su carrera, con un buen sueldo y trasladándose de un lugar a otro en un
vehículo lujoso.
Para ese entonces, Roberto
Salvador había cumplido cuarenta años y aún no se decidía a tener novia, cada
vez más se le arraigaba el hábito de seducir muchachas solo para abandonarlas,
de modo que la idea del matrimonio no estaba programada. Con sus obligaciones
en el trabajo tenía el remedio para curar las heridas que cada mujer le abría,
a pesar de todo, en el corazón. Todas veían en él, el bálsamo para solucionar
los problemas del alma; las mujeres, como niñas grandes, aspiraban a cumplir
hermosos sueños con Salvador.
A eso dedicaba el tiempo
libre: conquistar a las jóvenes era el dulce sacrificio de sus fines de semana,
esa obra de gusano de seda. Sus amantes eran la recopensa a su arduo trabajo.
Desde que tuvo uso de razón aprendió que lo mejor es estar enamorado de las
mujeres. Había dormido en lechos excelentes, Buenos, regulares, malos,
angostos, paupérrimos, sin embargo, su única quimera consisitía en pasar aunque
fuera un momento feliz, y esa quimera huía siempre. Su pasion había crecido por
todos aquellos suplicios desconocidos y había recorrido los inmensos placeres
del gozo. Se aprovechaba de los beneficios que le brindaba su aspecto físico
para llevar adelante con esplendor sus locuras amorosas. No estaba
completamente recompensado con el placer que experimentaba con ellas, exigía
cada vez más.
Le bastaba llevar a una de sus
admiradoras a su casa, una mansión ubicada en uno de los barrios más elegantes
de la ciudad, para llegar a la
certidumbre de que, con cada encuentro, obtenía más fuerza vital y más
experiencia, pero dejando siempre espacio para el asombro. Acostumbraba matar
los sentimientos para aceptar el martirio de las pasiones, conservaba una
especie de lucidez engañosa del amor, una emoción que estremecía. Era imposible
reconocer lo que era real en sus
fantasias caprichosas. Roberto vivía la ardiente dulzura de sus visiones.
Antes de concluir la cita amorosa,
desempeñaba el oficio de guía turístico. Tomadas las manos con la joven de
turno, pasaba a informarle los beneficios que brindaba la mansión: era fresca,
agradable, con jardines, piscina. Al despedirla, le susurraba al oído que muy
pronto iría a buscarla.
Para esa época Roberto
Salvador nunca había necesitado cortejar en serio a ninguna mujer; era cierto,
admitía, que todas tenían su estilo de insinuarse, pero él se eximía de
reflexionar en nombre de sus goces y envuelto en la indiferencia se dejaba
arrastrar por el placer. Jamás fue un amante
generoso, por eso, después de lo que le sucedió, las mujeres se
asombraban de su cambio, de su corazón tan nuevo y tan henchido de gratitud.
Juana Montaño era quien más frecuentaba
la mansion de Roberto. Ella intentaba superar su aspect esmirriado tiñéndose el
cabello de rubio ceniza, le regalaba una sonrisa bondadosa, parecía sufrir de
pobreza y no rechazaba la altivez de Salvador. Ese día miró con expresión de
inquietud un revólver sobre la mesa de noche; luego él pasó a demostrar sus
habilidades amorosas y se jactó de haber puesto en práctica su virtuosa
cualidad de conquistador.
* * *
Tenía en el fondo temor, un enigma escondido, alguna hoguera no apagada, era preciso confirmar su impotencia, había que comenzar por el esperar más esperar, es decir, esperar desesperado. Por primera vez llamóa Juana. Camino a casa, le parecióque conducía demasiado rápido, se sintió cansado, debía evitar cualquier comentario, ya advertía una horrible verguenza de sí mismo y no quería ni detenerse a pensar en si fallara en el intento. Se preguntaba cómo pudo sucederle eso si jamás él había padecido de aquello, por qué esa repentina decision de la que consideraba la parte más importante de su cuerpo.
Se arrepintió de haber citado
a la joven, cambió de parecer y consideró aplazar el encuentro. Lentamente la
neurosis le hace tener miedo de las mujeres. El horror a no poder se
volvía cruel y despiadado, no podia borrar fácilmente su problema. Quedó inevitablemente enredado en la malla del terror, se repetía
que era un error insisitir en lo mismo. Ya había fracasado con las curanderas,
con los hechiceros, con los médicos, sin hallar cura. Se volvió impotente. El
recuerdo de sus repetidos fracasos amorosos le tenía en vilo, solo se
reconfortaba con intentar volver valientemente al pasado, para pretender
olvidar el presente. Pero era imposible retroceder ante el poderoso fracaso,
había envejecido.
Visiblemente
nervioso, al estacionar el coche se dijo que había alcanzado lo que otros no
han podido conseguir; él impuso sus caprichos de amante professional, sin
embargo su tremenda, su feroz y angustiosa batalla no terminaba. Sentía miedo
de otro fracaso y de que, después corto tiempo, comenzara a comentarse lo
sucedido y que su hombría estuviera expuesta a comentarios maledicientes. Su
desesperación no tenía límites, todo le parecía sombrío, todo helado con el
frío de la muerte.
Escuchó el
timbre, era Juana. Le temblaron las manos, le volvió la inquietud, y entre
sombras de cavilaciones pensó sacar una excusa. Estaba envuelto en un mar de
tormentas. Fingió no estar preocupado, contestó con amabilidad las preguntas de
Juana y bebieron vino mientras escuchaban canciones de Los Panchos y de Toña la
Negra.
Para él constituyó un momento
horrible cuando pasaron al dormitorio. Sintió disminuido su orgullo, se volvió
hacia la joven con aire indefinible, la inquietud afloraba en su voz, opaca y
sin la pasión de antes. Ella se mostró cariñosa y él se fingió enojado,
desdeñoso, luego, su actitud con Juana fue altanera y arrogante, le acusaba a
ella de haber perdido las claves del
amor. Roberto cerró los ojos en espera que el mal rato pasara, sentía que le
arrancaban la existencia, lloró, estaba preso de una idea fija, habían huido
los gozos del amor. Juana guardó silencio, él había cambiado de carácter, su
vanidad caía aplastada al desprenderse de una de las funciones de la vida, ya
no sentía valor para seguir viviendo, sería mejor suicidarse.
Él había sido feliz con tantas
mujeres que se atravesaron en su camino. Ahora se sentía humillado: no podia
hacer el amor y tenía que colmar de obsequios a las damas para que mantuvieran
el secreto. Temía al rumor callejero. Juana trató de consolarlo, su nerviosismo
había llegado a grado tan extremo que, orgulloso como era, tomó el revolver
para matarse. Ella con grandes gritos y mayor agilidad, desvió el disparo.
Luz Argentina Chiriboga Guerrero,
novelista, poetisa, relatista, ensayista y ecóloga,
Quito, Ecuador
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