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lunes, 15 de septiembre de 2014

Fresco y frescura

Y, sin embargo, observando el espectáculo realmente curioso e inexplicable que en verano ofrece nuestra capital, he llegado a figurarme que a la mayor parte de los habaneros les agrada el calor.
Escribo —con permiso de Uds. —en pijamas. Que es horrible, insoportable, desesperante, el calor que reina en esta «muy ilustre y fidelísima» ciudad de la Habana. 
Simum del Sahara, lava ardiente del Vesubio, el Etna, el Cotopaxi, el Kamchatka, fuego de Sodoma y Gomorra, ¡benditos seáis! 
Y no es en la puerta del Infierno, sino en lo más alto de la Farola del Morro, donde deba grabarse aquella pavorosa inscripción de que nos habla el Dante en su poema inmortal. 
«Per me si va nella citta dolente (…) Lasciate ogni speranza voi che». 
En efecto; ríome yo de los sufrimientos y dolores que padecen los súbditos de Pedro Botero. Somos nosotros, los míseros mortales que nos vemos obligados a permanecer en la Habana durante el estío, los que debemos renunciar para siempre a la esperanza. 
Y, sin embargo, observando el espectáculo realmente curioso e inexplicable que en verano ofrece nuestra capital, he llegado a figurarme que a la mayor parte de los habaneros les agrada el calor, pues, en vez de pasarse, terminado el trabajo del día, las horas de la tarde y de la noche al aire libre, se encierran en sus viviendas, esas típicas casas que tanto abundan en esta ciudad: pequeñas, estrechas, ahogadas e insalubres. Tan solo una o dos veces a la semana, el sábado y el domingo, abandonan sus moradas, para dar entonces, algunos, dos o tres vueltas por el Prado y el Malecón, prefiriendo los demás achicharrarse un par de horas en esos verdaderos hornos que han dado en llamar teatros y cines. 
¿A qué se debe esto?
A que la Habana es todavía una aldea grande. Sus habitantes hacen vida de labriegos; se recogen temprano: a las once de la noche solo quedan en la calle los trasnochadores empedernidos; no pasean mas que los días de fiesta, a toque de campana, como rebaño obediente sumiso; y prefieren soportar los rigores de la estación, antes que cambiar su norma de vida, monótona, metódica y rutinaria.
Aunque el veranear es para nosotros una imperiosa necesidad, no se ha convertido aún en costumbre. Al extranjero solo emigran las familias pudientes o los afortunados que viajan a costa del Estado. 
A nuestras playas y pueblos del interior van muy pocos temporadistas. San Diego, Madruga, Santa María del Rosario, Cojimar, Mariano, Varadero, son los lugares más concurridos. 
Pero a ninguno de estos sitios acude nunca el obrero: que él, todo el año, toda la vida debe consagrarla al trabajo, al intenso bregar. Bueno sería que del mismo modo que existen entre nosotros, como leyes obligatorias, el cierre a las seis y el descanso dominical, existiese también una ley general de veraneo. El descanso es tan necesario al hombre como el trabajo. Y en Cuba solo descansan los brujas soperas o los chiquitos de casa rica. De ahí que el veranear sea un lujo que muy pocos, unos cuantos escogidos, pueden permitirse. 
Todo ello es residuo de la pésima, detestable educación colonial. Nos acostumbraron a trabajar desde por la mañana hasta altas horas de la noche, como bestias de carga, inconscientes y sufridas. Poco a poco hemos ido rompiendo con estos hábitos funestos, no sin oír las protestas, torpes y necias, de los que aún se figuran que en el Palacio de la Plaza de Armas reside un Capitán General. Y es curioso que la Intervención y la República ateas hayan sido las que convirtieran en ley del Estado el famoso precepto de santificar las fiestas que, como letra muerta, existía. . . en el Catecismo cuando aquí gobernaba —felices tiempos— S. M. Católica. 
En Inglaterra y en los Estados Unidos, descansan y veranean los ricos y los pobres. Y no puede tacharse a esos pueblos de poco trabajador es ni laboriosos. ¿Porqué nosotros no hemos de procurar hacer lo mismo? Debe facilitarse la comunicación entre la Habana y las poblaciones inmediatas, procurar que en las oficinas del Gobierno y en las particulares existan, debidamente organizadas, vacaciones de verano; hacer que el obrero tenga, cerca de la capital, por módico precio, sitios donde la vida, durante el estío, sea cómoda, saludable; necesitamos grandes parques, paseos y jardines. 
Permanecer en la Habana durante los meses de verano es uno de los más atroces suplicios que puede sufrir el hombre en la tierra. Los días se deslizan lentos, monótonos, aburridos, asfixiantes. Casi todos los teatros se encuentran cerrados, y aquellos que permanecen abiertos, nos obsequian con películas de largo metraje, capaces de poner, por lo sangrientas, los pelos de punta al más empedernido criminal. 
Se levanta uno todas las mañanas con esta idea fija: ¿Qué haré hoy? Y casi siempre al acostarse no ha podido encontrar todavía una respuesta satisfactoria. 
Después del indispensable y delicioso baño matutino, nos lanzamos, bajo un sol de fuego, a la calle. Pero, ¿a dónde ir? . . . Ya estamos sudando… Nos dirigimos —no hay otro sitio— a la Playa de Marianao; y allí, al fresco, arrullados por el murmullo de las ondas, entretenidos con la charla de encantadoras muchachas, se olvida uno durante dos o tres horas, que vive bajo el reinado de la canícula. 
Pero llega la tarde. En vano se recorren Prado y Malecón —nuestros únicos paseos—. Ni un alma. Nos sentamos en la tentativa de parque del Malecón. Ya que no otra cosa, siquiera hay fresco. Dos o tres extranjeros hablan ruidosamente en jerga ininteligible: son alemanes. 
Una señora, joven y hermosa, acompañada de una niña y una criada, pone, con su traje de colores llamativos y su original sombrero napoleónico, una pincelada fuerte, rara, impresionista, en aquel cuadro de pesados tonos. De un automóvil se bajan discutiendo acaloradamente, varios políticos; el sol, rojo, como una bola de fuego, se va sepultando lentamente, allá en el horizonte. 
Por la noche, volvemos a recorrer «Prado arriba, Prado abajo…». Nos sentamos en el Inglaterra. Damos más tarde una vuelta en automóvil por los nuevos repartos. 
Los sábados, la moda y el calor nos llevan a la Playa de Marianao. Entramos en el muelle del Yacht Club. Aristocráticas damas y correctos caballeros vestidos de blanco discurren por doquier, amables y sonrientes las unas, galantes y conquistadores los otros. De un grupo nos llama una encantadora chiquilla de ojos picarescos, enigmáticos y provocativos, y con ella nos enfrascamos en charla deliciosa, mientras una banda militar deja oír alegres melodías y piezas bailables. Es el verano, el tema principal de nuestra conversación. 
—No me explico, — dígole yo a mi bella compañera, cómo hay pueblos que adoran al Sol. Solo debe rendirse culto al Agua. Gracias a ella podemos «vivir muriendo» durante el estío. Ella nos consuela, nos conforta, nos da la vida, nos salva. ¡Bendita sea! 
¡Y pensar que en muchos países apenas se conoce el baño! Todavía en cierto pueblo europeo existe como único sistema higiénico el zahumerio. Y en esa misma nación vió la luz, hace poco, una novela que lleva por título: El demonio de la voluptuosidad. Ese demonio que provoca el asombro, las murmuraciones y las iras de toda una población, no es otro que un cuarto de baño que en su casa tiene una mujer, cuidadosa de su cuerpo y de su belleza.
En Cuba, antes de la Primera Intervención, era largo y penoso el procedimiento hidroterápico que teníamos. En medio del cuarto, se colocaba una bañera de latón que a cubos van llenando los criados. Después, era indispensable templar el agua. Todo esto, como se comprende, solo podía hacerse una o dos veces a la semana. Hoy, aunque existen aún personas que llegan en su sibaritismo a tener la biblioteca en el baño... porque no utilizan éste, no puede negarse que la Habana es una de las poblaciones más limpias del mundo. No hay casa que no tenga su ducha, y es la ducha el invento del siglo. 
Lo que parece increíble es que no se haya generalizado ya entre nuestras damas, la costumbre de bañarse en la playa. 
—Eso estaría mal visto,— nos dice nuestra linda amiga. 
—Por qué?,—le contestamos. ¿No es más encubridor un traje de baño que muchos de esos trajes aéreos, vaporosos, más que traslúcidos, transparentes, que para suplicio y condenación de los hombres ha impuesto esa moderna serpiente infernal que se llama La Moda?... Los rayos del sol, no son siempre discretos, hacen de rayos X… Y nos otros tenemos que ver, impasibles, ¡tantas cosas! . . . Y no es solo el calor, entonces, lo que nos ahoga, nos asfixia... 
Acudan, pues, Udes. sin temor a la playa. Entréguense a la caricia voluptuosa de las ondas. Que yo por mi parte te confieso, que si logro verte, lo único que haré es lamentar no ser agua. 
«y que en mis olas, que en mis olas vinieras a bañarte, para poder, como lo sueño a solas, al mismo tiempo por doquier besarte».

(Artículo de costumbres tomado de Carteles, 5 de julio 1925)


Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.

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