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lunes, 15 de septiembre de 2014

TURISTA EN LA HABANA: "¿QUIÉN DICE QUE TODO ESTÁ PERDIDO?"

Tomado de: La Habana Elegante

Ofrecemos al curioso impertinente lector una crónica sobre la ciudad de La Habana que nos ha enviado el amigo y colega Manolo Castellón, el cual se desempeña como profesor en la ciudad de Nueva Orleáns.  Aprovechamos la oportunidad para invitar a quienes hayan visitado la ciudad, a enviarnos sus respectivas crónicas habaneras.  Si lo desean -y lo creemos conveniente por razones obvias- pueden acompañarlas con las fotos que hayan hecho.  Estamos empeñados en recuperar la frescura de inmediatez que solían tener no pocas de las crónicas y libros de viajes del siglo XIX.  Queremos volver a hacer de la ciudad, una que preserven la curiosidad y la arquitectura de la mirada. 

La Redacción 
 


Castillo de Farnés     He vuelto de La Habana.  Y la tengo toda en los ojos del alma.  Fui dispuesto a ver una ciudad en absoluta dilapidación, y aunque hay demasiados predios abatidos por la desidia y pobreza impuestas, aún hay mucho, muchísimo por admirar. 
     Propio de una ciudad con cinco siglos de existencia-- fundada en 1519 ante el Atlántico y bajo umbrosas y sacras ceibas— La Habana posee varios niveles históricos visibles a través de su rica y multiforme arquitectura.  En una clasificación somera, lo más evidente es la ciudadela colonial española, el caserío moderno (iniciado a partir de la época isabelina o tardo-colonial) y el de época republicana (entre 1902 y el inicio de la Revolución, en 1959).  Sin duda hay que creer a quienes dicen que es una de las más fascinantes ciudades del mundo, tanto por su ayer de azúcar, esclavos y piratas, cuanto por su extraño abatimiento presente. Y es en extremo vasta, a notarse en el largo trayecto que el taxi debe recorrer para llevarme del Aeropuerto al centro.  Se atraviesa el anillo de verde agricultura que, a mediados de los sesenta, trazara uno de los gobiernos de la Revolución con el objetivo de hermanar campo y ciudad.  Eso es lo que me dice mi culto taxista, uno de los muchos profesionales o universitarios que el gobierno ha recolocado en el servicio taximóvil para paliar el desempleo causado por recientes reajustes económicos. 
Casa del Vedado
     El taxista, digo, me muestra algunos de los núcleos que, entre 1900 y 1950, fueron surgiendo a medida que las funciones del viejo casco histórico se desplazaban hacia nuevas zonas, creándose así una variedad de sub-centros.  Atrás dejo el Vedado, con sus pre-revolucionarios palacetes y quintas, el suntuoso barrio--hoy fatalmente desmoronado--que habla de un pasado de baja y confortable densidad urbana, cuando una numerosa clase media servía toda ella a la aristocracia azucarera que apilaba dólares, se vestía en Nueva Orleans o en Nueva York y sorbía cócteles a ritmo de mambo, mientras elStudebaker estaba listo para escapar a Varadero.  Por supuesto, al parecer no era todo del mismo color rosáceo en las zonas rurales del país, donde las cifras de analfabetismo, mortalidad infantil y ausencia de servicios básicos daban razón a quien definió La Habana como "la capital superdesarrollada de un país subdesarrollado." 
     De aquella época es testimonio ese skyline que remite a principios de los 50, coronado por el edificio Foxa, cuando la ciudad, en un proceso insolidario de la economía general, conoció una efímera norteamericanización en hoteles, casinos y lujosas torres de apartamentos.  La Revolución se empeñó--no sé cuán eficazmente--en poner fin a aquella y otras desproporciones, intentando más bien potenciar el agro cubano.  El caso es que la ciudad ignoró cualquier plan restrictivo y creció hasta alcanzar hoy los casi tres millones de almas con sus respectivos cuerpos. 
Paseo del Prado
     Recuerdo haber continuado después por la Avenida Allende- Simón Bolívar, con un tramo al que aún se conoce por Carlos III.  A lo largo de los últimos años, una pintura de enérgicos colorines--más bien digna de Dakar o Bahía--ha intentando en vano paliar la brutal decadencia de gráciles columnatas, finas yeserías, balconajes.  Hasta hace poco, el bajo presupuesto, (aunque se dice que también la ideología), había circunscrito el área de restauraciones a la mera ciudadela colonial, postergando reparar los conjuntos urbanos de la época republicana. 
     Alguien, no yo, ha querido interpretar ideológicamente ese establecer de prioridades: es decir, se dejará para quién sabe cuándo el remozamiento de una arquitectura exponencial del proscrito protagonismo burgués.  Piedad inspiran estos palacetes, cuya argamasa ha resistido mal la llamarada del viento salobre, la aguda carestía de medios, la desidia y el mal trato, el tiempo. Pero por fin, parece que las tareas de salvamento se van ampliando poco a poco hacia estos núcleos de los siglos XIX y XX, donde se ven todas las variantes de la modernidad: ensanches racionalistas; elegantes bulevares como el Prado, el cual enlaza el corazón de la ciudad con la hermosa bahía; hábitats lineales, en sus días servidos por tranvías...  En cuanto a estilos, por supuesto castigadísimos, abundan los beaux-artsart-nouveaux y modernismos catalanes, los regionalistas españoles y "remordimientos," los décos,bauhaus y funcionalismos, etc.   De la ópima era del azúcar son el Palacio Presidencial, los rivales Centros Asturiano y Gallego y, sobre todo, el soberbio Capitolio que, si no en dimensiones, supera al de Washington en el refinamiento de su general factura y majestad de líneas, en su egregio interior, en los motivos ornamentales.  A propósito, salvo brevísimas épocas, dicho Capitolio apenas sirvió a su específico propósito de foro democrático.  ¡Quién sabe si algún día!  En fin, ahí está hoy, oscuro y deslucido en su grandeza, necesitado de un masivo maquillaje para que se aprecien sus mármoles, caobas y bronces. 
     Tras el Palacio Presidencial, frente al que se exhibe  varado el viejo yate Granma--reliquia venerada por el castrismo--, se extiende la vieja ciudadela colonial, limitada por la larga calle de Monserrate.  Dicha calle es marca de la desparecida muralla de tierra.  Del lado de lo que fue extramuros se hallan los fuertes de Atarés, La Punta y El Príncipe; a intramuros quedan los conventos, iglesias  y palacios barrocos, las viejas casas patricias de frescos patios.  La Catedral, de estilo jesuita, preside una plaza más bien recoleta, pero animadísima de turistas, quienes bajo los toldos aparecen suavemente ebrios de mojitos y sones.  De dónde son los cantantes, pues no tengo ni idea ("palestinos," como han dado en llamar a los pobres immigrados de la provincia oriental, me aclara alguien).  Del público, en cambio, sí sé decir que hay mayoría de italianos y españoles.  A casi todos nos ha cabido el honor de tener huéspedes locales.  La gente no sólo es curiosa y culta, sino amable y agradable en extremo.  ¡Ya se cansarán algún día de tanto turista!  Y es que esto no ha hecho más que empezar.  Por ahora, dado que el turismo es fenómeno reciente, los habitantes buscan el rostro del forastero, cual ansiosos de romper no tantos como cien, pero sí los muchos años de soledad que impusieron una triste incomunicación con los mundos de allende la mar. 
¿Transporte público?
     No lejos de allí está la hermosa Plaza de Armas, presidida por los macizos Palacios de los Capitanes Generales y del Segundo Cabo, en los que culmina el barroco cubano.  Ambos edificios, junto al próximo Castillo de la Real Fuerza, así como el Morro y la Cabaña al otro lado de la Bahía, completan la viva impresión de esplendor colonial.  En un cercano rincón se alza el neoclásico Templete, reliquia cívica sombreada por una ceiba, construida a mediados del XVIII para conmemorar la fundación de la ciudad.  En fin, es aquí donde avanza un dinámico plan de restauraciones que financian la Unesco y algunos países amigos. 
     He decidido caminarme despacio todas esas calles--Peña Pobre, Chacón, Tejadillo, O'Reilly, Obispo, Obra Pía..., que de pronto se me vuelven todas entrañables, porque en todas alquien me llama, me requiere, me pide algo, me pregunta quién y de dónde, se deja invitar a un café y me abre un amable corazón.  Aquí todo el mundo es tan pobre como digno.  Nadie ventea demasiado sus necesidades, y sin embargo, a lo que parece, deben ser acuciantes.  La calle es un vivaz escenario costumbrista: mujeres 
churreroapoyadas en los quicios, escrutando delicadamente al que pasa; una manisera que deja ver su innegable poso de señora elegante, sin duda espécimen de una clase venidísima a menos; un transportista cuyo carrito tira una dócil cabra; una cola de gente que quiere llenar botellas de un refresco amarillento; un mercado de verduras bajo elegante arcada decimonónica; una florista morena rodeada de encendidos girasoles; un mocito churrero que hace 
churros exactamente como los de Madrid; una oronda africana que te lee las cartas mientras se fuma un veguero; una quinceañera de fino ébano, vestida de organdí blanco y rosa, saliendo de la Catedral tras su presentación a la Virgen; un informado disidente que me cuenta interesantes entresijos del sistema y de sus notables; puestos de viejos libros bellamente encuadernados, sin duda restos de ricas bibliotecas del pasado.  Hablando de libros, los que se expenden en las librerías tratan, más que nada, de literatura cubana e hispánica, en general acorde con la filosofía heroica del actual sistema político. 
     Mientras estoy sentado en un tranquilo parque, un beodo con aliento de ron me pregunta si tengo "algún regalo" para él.  Como pretendo no hacerle caso, en un descuido se lleva mi panamá.  Cuando me apercibo del hurto me quejo a una pareja de policías, quienes con suma eficacia localizan al caprichoso en menos de veinte minutos.  Me dicen que es uno de los voluntarios que, por lo que fuera, regresaron trastornados del episodio cubano en Angola.  Nos llevan a comisaría para levantar acta del suceso.  El hombre asegura con cínica cachaza que todo ha sido una broma, y que yo bien podría tener mejor sentido del humor.  Los policías me instan amablemente a que formule una denuncia en regla, con lo que tendrían pretexto--me dicen--para someter al individuo a sesiones de re-educación.  Yo rehuso.  Contrariados, pero siempre corteses, los policías respetan mi negativa.  Con todo, me parece que retienen al pobre sujeto, para amonestarlo o quién sabe para qué. 
     Tal es todo el sobresalto que, hoy por hoy, pueda suceder en la calma Habana.  Tampoco es una ciudad de excesivo tráfico rodado, como se puede suponer por razón de la escasez de gasolina que--dicen--determina el bloqueo. Por eso, hay multitud de plácidos rincones: calles solitarias, plazas umbrosas de framboyanes y gomeros, con estatuas que piensan y niños que juegan (alrugby, por supuesto). 
     Hay cines inmensos, de la época en que el cine era fenómeno de verdaderas masas.  Entro en uno de ellos, donde el enmohecido olor y la raída tapicería no eclipsan la vetusta magnificencia de la decoración interior.  Olvido que el techo puede desplomarse sobre todos nosotros, como ya ocurriera con el Teatro Cuatro Caminos, y me dedico entonces a gozar de la actuación de esa soberbia actriz que es Daisy Granados-- alguien de la raza de Lola Flores, Fernanda Montenegro o Ana Magnani--en "Las profecías de Amanda":  peripecias de una vidente y sus choques con el estamento psiquiátrico.  Cine desenfadado y crítico, sin duda capaz de satisfacer a una población culturalmente exigente y desengañada; industria cinematográfica cuyas cotas de calidad, ciñéndonos al ámbito latinoamericano, quizá sólo hallen parangón en la brasileña.  Es ya cine de maestros, con nombres como Gutiérrez Alea, Nestror Almendros, Pastor Vega, Ramón Tabio... 
     Al llegar a mi hotel, ya de noche, de los arbustos me surge un individuo ofreciéndome algo que se llama "PPG," y yo, algo paranoico tras varios años de residencia en los EE.UU., inmediatamente supongo que se trata del inevitable traficante de sustancias psicotrópicas.  Rehuso, por supuesto, y a la mañana siguiente consigo que alguien me explique lo que es el dichoso "PPG": no más que uno de los milagrosos inventos de la nueva farmacología cubana, un remedio poli-terapéutico cual en viejos días el famoso hongo chino.  En fin, una ocasión más  para verificar la inocencia en la que viven los vecindarios de  la extensa capital cubana. 
     El barrio donde pernocto, distrito Playa, es característico de la burguesía vanguardista de los años 50: bien trazado y arborizado, con amplias y ajardinadas viviendas de estilo bungalow, en bastante buen estado, lo cual se debe tanto a lo relativamente reciente de la construcción cuanto al tenor de vida de los vecinos, muchos de ellos parte de la nomenklatura o extranjeros del cuerpo diplomático. ¡Qué diferencia con la vieja ciudad y sus rincones de devastación!  ¿Cuántos años serán precisos para restaurar la Plazoleta del Cristo, el Prado (que dicen que una vez tuvo laureles); la Plaza de las Ursulinas; la Muralla...? 
     Pero aun así, no sé por qué, la ciudad posee un vigoroso genio, quizá más que eso: un resistente ángel tutelar.  Hay todavía mucha belleza que no se ha desplomado.  Tarde ya, el sol y yo nos retiramos. El, esplendorosamente, sobre buenos y malos; yo, nostálgico, camino de mi alojamiento, bordeando el mar, por la Avenida de Maceo, hermosa a pesar de lo derrumbada y triste.  El último día de mi estancia observo que que el Malecón aparece, por fin, limpio de "jineteras" o prostitutas ocasionales.  Dicen que el gobierno, bien por el clamor universal de los que abominan del llamado "turismo sexual," bien por oponerse a que un grupo de mujeres gobiernen tanto sus propios cuerpos como sus propias finanzas, ha decidido poner coto a lo que ya era una afrentosa marea.  El pretexto que daban esas pobres muchachas--casi todas desesperadas provincianas--son las insufribles condiciones económicas que atraviesa el pueblo, víctima tanto del "período especial" o súbito fin del comercio con los países del viejo bloque socialista, cuanto del absurdo bloqueo impuesto por los EE.UU., como todo el mundo sabe. 
     A pesar de dichas condiciones, a pesar de la llamada "distribución de la pobreza," estamos ante uno de los pueblos más cultos y dignos de las Américas, donde todo se debate lúcidamente, dónde la voluntad de cambio no ceja, donde funcionan la solidaridad y donde no hay drogas que hayan destruido el tejido social, creando legiones de desamparados como en Nueva Orleáns, Nueva York o San Francisco; o abandonado niños como en Río, Caracas, Bombay o Manila.  A los niños, feliz germen del mañana, más bien los he visto distraer sus horas no lectivas en centros y bibliotecas infantiles. 
     Hay mucho en La Habana, mucho de bello y de ideal, que todavía no se ha desplomado. No tengo por qué abogar por la persistencia de este 
hay mucho en La Habana.... mucho de bello e idealsistema de triste y frugal Arcadia, pero me pregunto qué es lo que sí, en efecto, se desplomará cuando sobrevengan, ineluctables, el sistema de capitalismo y libre mercado, la ávida bestia de la globalización. ¿Será posible que algún día volvamos y añoremos la realidad de hoy?  Nosotros, los turistas "libres," quizá sí, pero el problema es que este pueblo está harto de sufrir carencias de todo tipo.  "Nada puede ser peor que lo que hay," dicen sin ambages. No hablé con nadie que, aun afirmando que no debe renunciarse a los existentes logros sociales, no se mostrara hastiado de la realidad tal cual se ve, ansioso de que la ciudad y la nación entera atrapen por la cola a una modernidad que se les escapa. 


Manuel García-Castellón
Universidad de Nueva Orleáns

Nota: las fotos que acompañan esta crónica son del autor.

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