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miércoles, 15 de junio de 2016

Apuntes para la historia del reloj en Cuba

A lo largo del siglo XIX, numerosas relojerías se establecieron en La Habana. Ellas contribuyeron a que sus habitantes tuvieran una real dimensión del tiempo... eso que miden los relojes.
Durante la primera mitad del siglo XIX varios ayuntamientos de la Isla promueven suscripciones voluntarias para la compra de relojes públicos y solicitan la aprobación de las autoridades para su colocación.
 Uno de los relojes públicos emblemáticos de La Habana es el que fuera colocado en la fachada principal del Palacio de los Capitanes Generales, todo hace indicar en 1860, durante las modificaciones que se hicieran a esa edificación, construida en 1791. En las imágenes aquí reproducidas, dicho reloj es testigo de las dos épocas en que se escinde la historia de Cuba: al fin del colonialismo español, durante una de las dos intervenciones Norteamericanas (nótese la bandera en la foto superior), y en la actualidad, cuando la enseña nacional engalana el actual Museo de la Ciudad.
El arribo a Cuba de los primeros relojes, esos imprescindibles instrumentos para la medición del tiempo, tuvo lugar una vez colonizada nuestra isla por la Corona española. Muy poco conocemos de la forma, dimensiones y procedencia de las máquinas introducidas
durante los siglos XVI al XVIII.
 Existe constancia de un exponente que databa de 1817, sobre el cual señaló el escritor y periodista Antonio Iraizoz y del Villar: «el venerable reloj de sol que se mantiene sobre un lienzo de pared de San Ambrosio es un cuadrante vertical no declinante. Expertos técnicos españoles lo fijaron con tanta precisión, que en su honor debemos decir que nunca ha sido errónea la sombra de su estilo. Invariable como el astro a que obedece, exacto como los cálculos astronómicos y geométricos que le originaron, desde 1817 sin que haya merecido
reproche alguno».1
De gran antigüedad también, aunque situado fuera de la ciudad amurallada y con una accidentada vida, hallamos un reloj fabricado en Ginebra que fue instalado, el 4 de octubre de 1839, en el campanario de la Iglesia Parroquial Mayor de Guanabacoa. Refiriéndose a esa desaparecida pieza, señaló el historiador Gerardo Castellanos en su Ensayo de Cronología Cubana:
«Con el importe de una suscripción hecha por Pedro Mantilla y Estrada y el regidor Pablo Hernández, se adquirió un gran reloj, que en este día fue colocado en el campanario de la parroquia de Guanabacoa. Un temporal lo destrozó en octubre de 1926 y por eso hace años que la villa no tiene hora pública».2
Precisamente sobre las circunstancias y pormenores que motivaron la adquisición por el Ayuntamiento y los vecinos de la villa de Guanabacoa de un nuevo reloj para su localidad, localizamos dos expedientes en el Fondo Gobierno Superior Civil del Archivo Nacional que arrojan cuantiosa información.
Por estas fuentes documentales conocimos que en cabildo extraordinario, celebrado el 11 de septiembre de 1839, se decide, por el alcalde y una comisión encargada de colectar fondos, la compra de un nuevo reloj de uso público por hallarse en mal estado y parado el que hasta ese momento existía en la parroquial de la villa.3
Una vez puesta en marcha la nueva máquina suiza en la torre de la iglesia, un nuevo obstáculo económico surgía: ¿quién sufragaría los gastos de arreglos y conservación del nuevo y excelente reloj? ¿Quién abonaría el salario de ocho pesos fuertes a su encargado? Estas interrogantes fueron objeto de atención de un cabildo ordinario, toda vez que los fondos parroquiales no podían erogar más que cuatro pesos para contratar al relojero.
Luego de algunas opiniones contrapuestas —entre ellas la del regidor Antonio Alvarado, quien expuso: «hace más de un siglo que fue puesto el antiguo reloj y jamás ha sido necesario que el fondo público se halle gravado para su sostenimiento»—,4 se logró allanar el camino y obtener el presupuesto necesario para mantener su funcionamiento.
Durante la primera mitad del siglo XIX varios ayuntamientos de la Isla promueven suscripciones voluntarias para la compra de relojes públicos y solicitan la aprobación de las autoridades para su colocación. Estos relojes casi siempre se instalan en iglesias o edificios gubernamentales.
Dentro de las solicitudes encontramos peticiones de toda Cuba, algunas formuladas por las tenencias de gobierno de importantes ciudades como Matanzas, Puerto Príncipe, Trinidad o Cienfuegos, y en otros casos, de poblaciones de menor rango como Güines, Manzanillo, Jaruco, San Antonio de los Baños, Guáimaro... por sólo citar algunas.
Por esta fecha, en La Habana existían varios relojes públicos que regían la agitada vida de una urbe en pleno crecimiento, determinado en primer lugar por el esplendor de su economía de plantación y por las libertades comerciales establecidas por el monarca Fernando VII. De acuerdo con Francisco González de Valle:
«Los habitantes de La Habana murada podían saber, lo mismo los que estaban en la calle como en sus casas, las horas en que vivían, por existir relojes públicos con campanas. Pueden citarse los que había en 1841: los de la Aduana, el Castillo de la Fuerza, la Catedral
y de las iglesias del Espíritu Santo y del Cristo; y fuera de las murallas, el del Arsenal, cuya campana apenas se oía. Como se carecía de otros relojes públicos, se pedía su colocación en la Parroquia de Guadalupe, en la de Jesús María, en el Campo Militar, y en la iglesia nueva de San Lázaro, según se decía en 19 de julio el folletinista del D. H., quien, además, daba la noticia de estarse arreglando el reloj de la parroquia del Espíritu Santo, de costo como de $ 800».5
En 1855, durante su segundo mandato en la Isla (1853-1859), el gobernador y capitán general José Gutiérrez de la Concha dirige una circular a los municipios en la que da a conocer una resolución con fecha 24 de julio para que se comprendan en los presupuestos municipales los gastos que causen los relojes públicos desde que dejen de satisfacerse por
los fondos de la Iglesia. A partir de este momento las autoridades coloniales corrieron con el sustento de los citados relojes.
Años más tarde, la ciudad incorpora un nuevo reloj público; éste no podría tener otra ubicación que el Palacio de los Capitanes Generales, también Casa del Cabildo. La fecha exacta de su instalación no la conocemos, aunque fue posterior a los años 40, ya que no es mencionado por Francisco González del Valle en su ya citada obra La Habana en 1841.
Documentalmente tenemos constancia que en 1860 este reloj se encontraba funcionando, y no resulta aventurado pensar que su colocación formó parte de las mejoras y reformas acometidas en este edificio durante ese propio año.
Antes de concluir el siglo, en muchas de nuestras ciudades existía más de un reloj de uso comunal. Ellos regían la vida de pueblos y ciudades con sus campanadas, además de embellecer los edificios públicos de mayor prestancia. De cierta manera llegaron a simbolizar el poderío de sus ayuntamientos.
El oficio de relojero adquirió gran reconocimiento social, al extremo que en ciudades como Matanzas, en 1870, existió un reglamento con las obligaciones del relojero de la Casa Capitular y su Parroquial Mayor. Uno de sus artículos prescribía:
«El relojero estará a las órdenes del Señor Gobernador Presidente como empleado municipal (…) gozará de treinta pesos de sueldo al mes y no podrá salir de la población, sin dejar relojero que lo sustituya bajo su responsabilidad previo aviso por escrito al señor Gobernador».6
Hasta aquí sólo hemos hecho mención de los relojes públicos. Mientras tanto, durante los siglos XVIII y buena parte del XIX, las familias nobles y los grandes hacendados adornaron sus palacios con lujosos relojes de mesa o de pared; más tarde, llegarían los relojes de pie o de caja alta.
Muchas de estas máquinas eran mandadas a fabricar a Europa o Norteamérica por sus futuros propietarios, que hacían grabar sus nombres en el interior de las mismas. Afortunadamente, algunos de estos relojes hoy se conservan en nuestra red de museos como testigos materiales de épocas pasadas, facilitándonos en muchos casos una valiosa información sobre sus fabricantes, antigüedad y dueños.
También existe constancia documental de estos primeros relojes en las testamentarias de las grandes familias habaneras. Recientemente el acucioso investigador Carlos Venegas Fornias, en su artículo «Un conde habanero en el Siglo de las Luces», al intentar reproducir parte del ambiente material que rodeó a la condesa de Merlín y su padre, Joaquín María Nicolás de Santa Cruz y Cárdenas, conde de Santa Cruz de Mopox y de San Juan de Jaruco, ofrece una tasación de los objetos suntuosos quedados al fallecimiento de este último, ocurrido en La Habana, el 5 de abril de 1807. Entre los objetos mencionados hay «dos relojes de mesa con figuras de bronce», probablemente de origen francés.
RELOJERÍAS Y RELOJEROS EN LA HABANA DEL SIGLO XIXEn 1832 se publica en el Diario Noticioso Mercantil de La Habana un anuncio sobre una relojería situada en la calle de Santa Teresa No. 81 (actual calle Teniente Rey), propiedad del señor Juan Luis Dubois, ciudadano presumiblemente de nacionalidad suiza o francesa. Quizás constituya éste uno de los primeros avisos comerciales sobre un acreditado relojero de nuestra ciudad.
De acuerdo con la información que aporta ese rotativo, y al coincidir la calle donde se encuentra situada esa casa comercial, así como el apellido del relojero, nos hace pensar que ese establecimiento no puede ser otro que la famosa relojería de Dubois, la misma a la que hace mención Cirilo Villaverde en el capítulo XII de su novela Cecilia Valdés o La Loma del Ángel.
Según relata Villaverde, una tarde del año 1831, cuando doña Rosa Sandoval de Gamboa transita por una relojería de la calle Teniente Rey, su dueño —de apellido Dubois— le enseña unos relojes de repetición que acababa de recibir de Suiza, precisándole que eran los primeros llegados a La Habana directamente desde Ginebra. Por veinte onzas de oro, ella le compra uno de esos relojes para su hijo Leonardo Gamboa como regalo de pascuas.
Aunque en La Habana existieron muchas relojerías, no es hasta 1892 que en el Diario Mercantil de La Habana aparece una relación detallada de todos esos establecimientos. No obstante, hay evidencias de la presencia cada vez mayor de relojeros extranjeros a lo largo de toda esa centuria, entre ellos algunos suizos como es el caso de don Eduardo Groz, quien solicita se le despache carta de domicilio, el 8 de noviembre de 1843.
Un año más tarde, llegan los también suizos Esnert y Alban Dubois, y el francés Eugenio La Ferres. En 1845 lo hacen John M. Rirk, natural de Inglaterra, y el alemán don Francisco Javier Vogt, al que seguirían sus coterráneos Andrés Glauz y Martin Meyer, los que declaran haber introducido 500 pesos cada uno en efectos de relojería en la Isla.7
Nombres imprescindibles son William y Enrique Schoelchlin, este último relojero fabricante y alumno del Colegio del Gran Ducado de Baden, región alemana donde se crea una importante industria productora de relojes de pared durante el siglo XVII. A él debemos la traducción del alemán al español de un importante folleto titulado Relación histórica del arte de la relojería.
 Al referirse a tan distinguido maestro, Enrique Schoelchin afirma: «William Schoechlin, que por espacio de muchos años ha estado en este país, y que se retiró para establecer la fábrica que hoy posee en Bienne (Suiza), estudió durante su permanencia aquí cuantos defectos tenían los relojes que mandaban a este mercado, y ha procurado salvar todos los inconvenientes fabricando sus relojes exentos de defectos y tan perfeccionados que compiten con ventajas con todos cuantos se conocen hasta hoy».8
 En las casas-museos del Centro Histórico se conservan ejemplares de relojes de pie o caja alta, que demuestran el poder adquisitivo de sus propietarios, quienes mandaban a grabar sus nombres y apellidos en el interior de esas máquinas fabricadas en Europa o Norteamérica.
De la anterior cita debemos aclarar que la ciudad a la que se hace alusión es Biel (en francés, Bienne), situada en el noroeste de Suiza, en el cantón de Berna, considerada en la actualidad un importante centro relojero. Por el propio Enrique Schoechlin, quien tuvo su
primera relojería en la calle Mercaderes No. 10, conocemos sobre una de las más importantes marcas que se comercializaron en Cuba. Nos referimos a los relojes Sol, famosos por su precisión y acabado, sobre los que afirma: «esta casa, como poseedora de una fábrica de relojes en Bienne y con establecimiento en la Habana, está en el deber de recomendar los relojes marca Sol. Ellos ofrecen iguales garantías que los relojes Bachschmid Patent, como relojes de oro corrientes, ofrecen un resultado tan completo que
bien puede decirse que todo aquel que posee un reloj de esa marca, está completamente satisfecho».9
Schoechlin se trasladaría luego para la más comercial de nuestras arterias habaneras: la calle Obispo. Y al referirse a esa relojería en su obra Directorio Criticón de la Habana, el periodista Juan Franqueza no escatima elogios para con ella: «la magnífica joyería y relojería El Bon Marché del apreciable señor Enrique Schoechlin, que ha agradecido a su ciudad su fortuna dotándola con tan elegante tienda, que se distingue por los costosos kioscos traídos de Europa. Merece un aplauso este caballero suizo y no se lo escatimamos».10
Una de las más afamadas relojerías que se conociese en La Habana fue la firma habanera Cuervo y Sobrinos, fundada en 1882 y considerada «uno de los más grandes orgullos mercantiles de la ciudad». Tuvo instalados sus almacenes y despacho en la calle Muralla No. 37 ½, altos. En 1892, deseando ampliar más la esfera de sus negocios, adquirió un nuevo establecimiento, situado en la calle Teniente Rey No. 13.
MERCADERES: CALLE DE GRANDES RELOJERÍASQuizás sea la calle Mercaderes donde se asentara el mayor número de los más acreditados relojeros y relojerías de la ciudad durante el siglo XIX.
La primera de esas tiendas aparece en el Directorio de Comercio e Industria de la Habana correspondiente a 1860, en el que se anuncia el abundante surtido de la relojería situada en Mercaderes No. 6, entre Obispo y Obrapía, propiedad de Juan Merming. Allí se ofertaban relojes de bolsillo de las mejores fábricas europeas, así como relojes de campanas colgantes
y de sobremesas, relojes con música y despertador, e incluso relojes para torres de iglesias e ingenios.
En 1870, el Almanaque Mercantil, entre sus anuncios, destaca la relojería de Enrique Fisher, establecida en Mercaderes No. 12. Esta casa importaba un variado surtido de relojes de las mejores fábricas de Alemania, Inglaterra, Francia y Suiza.
Valiosa información nos brinda el Indicador Habanero en su edición de 1880, al relacionar los establecimientos situados en dicha calle. El primero de ellos es la prestigiosa casa de Gustavo Jensen y Cía., en Mercaderes No. 11, donde se oferta una gran variedad de los acreditados relojes de A. Lange & Söhne Dresden, dos de las más encumbradas casas europeas. Continuando por la misma acera, aparecía la relojería de Bonnet y Cía., seguida por la de José Gavard, situadas en las casas marcadas con los números 13 y 15, respectivamente.
En la cuadra siguiente, comprendida entre las calles de Lamparilla y O’Reilly, en la casa marcada con el número 23 estaba situada la relojería de Francisco Menéndez. Cerraba esta sucesión de establecimientos la ya mencionada relojería de Enrique Schoechlin, ubicada en Mercaderes No. 10. En esta última sede se establecerían los comerciantes vascos Zarrabeitía y Azurmendi, quienes se anunciaban como sucesores de Gustavo Jensen, ofertando relojes de buena calidad. Lo sabemos porque así quedó registrado en el Directorio Mercantil de la Isla de Cuba (1892), cuando ya Schoechlin se había trasladado para la calle Obispo en pos de atraer nuevos clientes.
Otras relojerías ubicadas en la calle Mercaderes fueron la de Guillermo Reutlinger (No. 11 ½), la de Joaquín Díaz y, por último, la sociedad Santa María, Bermúdez y Cía. (No. 17).
SIGLO XX
Al iniciar este siglo, La Habana cuenta con 46 relojerías, muchas de ellas situadas en el actual Centro Histórico; no obstante, existen ya algunas que se ubican en importantes arterias comerciales como las calzadas de Galiano y de Jesús del Monte (actual calzada de 10 de Octubre), o en calles secundarias de las barriadas del Cerro y Centro Habana.
Esta tendencia a abandonar la parte más vieja de la capital en busca de zonas de mayor centralidad se incrementará durante las primeras décadas de la nueva centuria. A partir de los años 20, un gran número de relojerías son propiedad de ciudadanos cubanos, cuyo dominio es casi absoluto. Ello contrasta con lo ocurrido en el siglo anterior, cuando una buena parte de las mejores relojerías habaneras pertenecían a ciudadanos extranjeros, muchos de ellos de nacionalidad suiza o inglesa.
Curiosamente, entre los años de 1906 a 1912, formando parte del auge constructivo que emprende la ciudad una vez concluida la primera ocupación norteamericana (1898-1902), se inicia la construcción de un grupo de obras de carácter civil, las cuales incorporan relojes en sus frontones o fachadas.
Cabe mencionar, en orden cronológico, el edificio que levantó en 1906 la sociedad en comandita Casteleiro y Vizoso para almacén de ferretería; la Lonja del Comercio, ecléctico inmueble construido en 1909 para estimular las transacciones comerciales y, por último, la majestuosa edificación erigida en noviembre de 1912 por la compañía norteamericana Snare Triest para sede de la Terminal de Ferrocarriles de La Habana, conocida como la Estación Central. La iniciativa de adosar un reloj a la fachada principal sería retomada en los años 50 en el edificio masónico de Belascoaín y Salvador Allende.
Precisamente por esos años comienza a descollar una importante casa comercial: la firma Cuervo y Sobrinos. Esta empresa había surgido hacia finales del pasado siglo y, para entonces, gozaba de gran reconocimiento público como importadora de joyería, relojería y brillantes.
Por el Libro Azul de Cuba en su edición de 1917, conocemos que esta sociedad mercantil era la única importadora hacia Cuba de las afamadas marcas de relojes Roskopf y Longines, consideradas por entonces las de más renombre a nivel internacional. Además, traían directamente sus mercancías de los Estados Unidos y Europa.
En los años 30, esa firma abandona sus almacenes de la calle Muralla, y fija su nueva residencia en la céntrica calle San Rafael No. 19, entre Águila y Amistad. Allí afianzaría su prestigio durante las décadas de 1940 y 1950, al punto de grabar su nombre en la esfera de los relojes, ganando con ello más reputación y fama.
«El sólo hecho de que —al igual que Tiffany, en Nueva York, o Cartier, en París—, Cuervo y Sobrinos grabara su nombre en las esferas de los relojes junto al productor de los mismos, ya da cuenta del prestigio y solidez que alcanzó la empresa habanera (…) esa “doble marca” confiere hoy garantía y rareza a los ejemplares conservados (...) verdaderas joyas no solo por la exactitud mecánica sino también por la belleza de diseño y formas».11
 Transcurridas tres décadas, el número de relojerías en la ciudad casi duplica a las existentes en 1900, entre otras razones porque la industria relojera se ha tecnificado de manera notable, de modo que la producción seriada desplaza a la fabricación artesanal vigente durante varios siglos.
 Anuncio de la prestigiosa joyería y relojería «El Gallo» de Sandalio Cienfuegos y Cía., la cual se trasladó de la calle Obrapía No. 39 para establecerse en San Rafael, entre Industria y Amistad.
Es justamente por esta época que algunas de las más afamadas relojerías abandonan definitivamente La Habana Vieja para establecerse en importantes arterias comerciales como Galiano, San Rafael o Neptuno. Tal vez los ejemplos más llamativos sean la antes mencionada firma Cuervo y Sobrinos, y la prestigiosa joyería y relojería El Gallo de Sandalio Cienfuegos y Compañía, quien cierra sus almacenes de la calle Obrapía No. 39 para establecerse en la calle San Rafael entre Industria y Amistad, corredor este donde se asientan importantes relojerías como La Casa Rotary, La Esmeralda y La Casa Martull, entre otras.
EL GALLO DURANTE LOS AÑOS 20
A pesar del éxodo, muchas relojerías continuaban afincadas en La Habana Vieja. Un ejemplo de ello lo constituía la calle Teniente Rey, donde en 1932 se registran seis relojerías, algunas con nombres muy pintorescos como El Cronómetro Suizo, El Primer Cronómetro o La Suiza. A ello se suma la presencia de relojeros que gozaban de gran respeto y simpatía entre sus clientes como es el caso de José Andrés, conocido como «Pepe Andrés», cuya relojería estaba ubicada en la calle Aguacate No. 66, entre Obispo y Obrapía.
Durante toda la República, la industria relojera de los Estados Unidos mantuvo una amplia y variada oferta de relojes en Cuba. Marcas como Hamilton mantenían una eficaz publicidad al anunciarse con gran regularidad en revistas y publicaciones seriadas como «El reloj de calidad de las Américas». No obstante, los relojes suizos mantuvieron su presencia
distinguida en el mercado cubano. Las marcas Rolex, Rodana, Certina y Omega continuaron siendo de la preferencia de muchos clientes, avaladas claro está por su tradición, precisión y extraordinaria calidad.
A partir de los años 60 y hasta principios de los 90, los relojes de fabricación soviética dominaron el mercado cubano. Todavía hoy son recordadas las marcas Poljot, Slava, Raketa o Zaria, por sólo mencionar algunas.
En los 80 se dan a conocer los relojes de cuarzo, comercializados desde 1969 por la firma japonesa Seiko. A partir de los 90, una amplia gama de relojes de las más diversas procedencias se ofertan en la red de tiendas: Seiko, Casio, Citizen, Orient...
EL RELOJ DE LA QUINTA AVENIDA
 Antes de concluir sería imperdonable omitir un emblemático reloj de nuestra ciudad, con algo más de 80 años de existencia. Me refiero a la conocida torre del reloj de Quinta Avenida, o también como le llamaron los viejos habaneros: «el reloj de Pote», en alusión al emprendedor emigrante gallego José López Rodríguez, conocido con ese mote y dueño de los terrenos donde se fomentó el Reparto Miramar.
 Reloj de Quinta Avenida, o también como le llamaron los viejos habaneros: «el reloj de Pote», en alusión al emprendedor emigrante gallego José López Rodríguez, dueño de los terrenos donde se fomentó el Reparto Miramar.
Diseñada en 1920 por el célebre arquitecto norteamericano George Duncan, la torre del reloj se levantó entre los años 1921 al 1924 en piedra de Jaimanitas, y fue financiada por el susodicho «Pote», accionista del Banco Nacional y propietario de la famosa librería La Moderna Poesía. En sus cuatro campanas aparece grabado su nombre.
Al referirse a ello, el periodista Luis Sexto nos dice en un interesante artículo: «fue otra de las obras con las que el empresario intentaba convertir al antiguo potrero en un oasis para los potentados».
Se afirma que el majestuoso reloj es un ejemplar único y fue fabricado en los Estados Unidos.
El 3 de noviembre de 1993, la Asamblea Nacional del Poder Popular aprobó que la torre del reloj fuera el símbolo del Municipio Playa, ya que su origen coincide con el nacimiento del Reparto Miramar.
1 Véase «El decano de los relojes cubanos». Disponible en www.guije.com/cosas/cuba/relojes.htm
2 Gerardo Castellanos: Panorama Histórico. Ensayo Histórico de Cronología Cubana. La Habana, 1934, t. 1, p. 400.
3 Archivo Nacional de Cuba. Fondo: Gobierno Superior Civil, leg. 80, exp. 4 394.
4 Ibídem, exp. 4 398. En esta cita no respetamos la ortografía original.
5 Francisco González del Valle: La Habana en 1841 (obra póstuma ordenada y revisada por Raquel Catalá), La Habana, 1947-1948, 2 t., pp. 92-93.
6 Archivo Nacional de Cuba. Fondo: Gobierno Superior Civil, leg. 442, exp. 21 403.
7 Ibídem. Fondo: Miscelánea de Libros, libro 11 910.
8 Enrique Schoechlin: Relación histórica del arte de la relojería. La Nacional, Matanzas, 1881, p. 48.
9 Ídem.
10 Juan Franqueza: Directorio Criticón de la Habana, pp. 26 y 27.
11 «Cuervo y Sobrinos», en Revista Opus Habana, Vol. VI, No.1, 2002, pp. 58-63.
Arturo A. Pedroso AlésHistoriador
Tomado de Opus Habana Vol. XI / No. 2 nov. 2007/abr. 2008

1 comentario:

  1. relojería El Gallo de Sandalio Cienfuegos y Compañía, quien cierra sus almacenes de la calle Obrapía No. 39 para establecerse en la calle San Rafael entre Industria y Amistad, corredor este donde se asientan importantes relojerías como La Casa Rotary, La Esmeralda y La Casa Martull, entre otras. (Esta joyeria era propiedad del padre de mi abuela Charo, madre de mi padre, de apellido Valle. Supuestamente el tal Sandalio emborracho al viejo Valle y le hizo firmar un documento otorgandole la joyeria El Gallo a Sandalio, con el resultado que le fue robado a la familia Valle, incluyendo a abuela Charo, a su hermana Tata, y a su hermano Higinio este rico negocio. Joaquin )

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