Carlos Benítez Villodres
Málaga
(España)
Todos los hombres y mujeres del mundo son iguales, por consiguiente, según esta igualdad, jamás debe, en ningún lugar del planeta, existir el odio, la violencia, la xenofobia, la intolerancia, la hambruna, la discriminación por lugar de nacimiento, por el sexo, por la religión que cada cual practique, la envidia, el caos, la esclavitud, la corrupción y los predicadores de todas estas maldades que propugnan la revolución permanente para aniquilar la bondad del hombre de buena voluntad.
Vivimos
en un mundo, donde el hombre genera, desde siempre, lo ya expresado en el párrafo
anterior, en especial, la violencia síquica y física, debido a la crueldad que se
origina en su esencia. Sin embargo, el hombre debe vivir en el amor. Si lo lleva
a cabo, logrará la sociabilidad y la convivencia pacífica, la libertad, en todos
los aspectos, y la hermandad, la comprensión y el respeto, la justicia y la
objetividad… entre todos los hombres y mujeres que pueblan nuestro planeta.
La
lucha no violenta no es un invento de nuestros días, pero nunca ha sido tan
actual, tan realista, tan posible y tan necesaria como hoy. Tiene su origen en
la conciencia de una superioridad intelectual y en el convencimiento de que,
con métodos bárbaros, no se puede dar forma a una sociedad más humana. Esa
lucha es pregón de una época nueva, posible y humana, en la que los conflictos
no se resolverán con balas y bombas atómicas, sino por medios pacíficos a todos
los niveles.
La lucha
no violenta, que mana del amor, es hasta ahora la forma más sublime, más pura
y, a la larga, la más eficaz de todas las revoluciones. No solo transforma estructuras
sociales deshumanizadas, sino también a los hombres. Esa revolución es la que
deben realizar hombres y mujeres, gobernantes y gobernados, para que todos los
seres humanos seamos hermanos.
Si
todos fuéramos hermanos, no existiría el consumismo. Este ha inducido a millones
de seres humanos a lo superfluo y al desperdicio cotidiano de alimento, al cual
a veces ya no somos capaces de dar el justo valor, que va más allá de los meros
parámetros económicos. Tengamos siempre presente que el alimento que se desecha
es como si se robara de la mesa del pobre, de quien tiene hambre.
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