En numerosas ocasiones José Martí se refirió a los chinos en Estados Unidos. Su interés por las más diversas culturas, junto a su marcada intención por entender las variadas circunstancias de aquella sociedad de impetuoso desarrollo del capitalismo industrial, aguijonearon su curiosidad periodística, condenatoria de la violencia ejercida contra los inmigrantes chinos en el Oeste y, al mismo tiempo, admiradora de las refinadas artes y costumbres de aquella milenaria civilización.
En sendas crónicas para Buenos Aires y para la Ciudad de México en octubre de 1888, el corresponsal cubano inserta el relato de un festejo matrimonial chino, en el que hace gala de su singular dote para observar los detalles y de una cierta dosis de humor.
Inicia Martí su narración presentando a la pareja que se une siguiendo los ritos de su país. Del marido, un rico comerciante llamado Ynet-Sing, nos dice que se ha casado “sin dientes y sin espina dorsal”, descripción que nos indica su edad muy avanzada; de la esposa, a la que califica como una flor, un nomeolvides, apunta que es “una gentileza de dieciocho años”, recién llegada de China. No solo la edad, sino que el llamarla “gentileza, sirve al escritor para marcar el contraste con el esposo.
Continúa Martí por tres párrafos describiendo los previos festejos culinarios durante quince días previos y el acto matrimonial con la aparente minuciosidad del cronista social y el rigor del antropólogo. Obsérvese la meticulosa descripción de los manjares: “el pollo cortado de este a oeste en pedazos menudos, cada uno con su tanto de hueso; allí la col sin sal, y el arroz sin grasa, y el pescado pardo en salsa dulce; allí los buñuelos redondos como una naranja, manando el aceite, y el vino de arroz, rojizo y como ahumado, que no va en vasos, sino en tazas de juguete, donde cabe lo que en la cuenca de una uña,” Así, el escritor nos da gusto con esa imágenes sorprendentes del corte del pollo siguiendo los signos cardinales y la de las pequeñas tazas cuya capacidad compara Martí con una uña, a la vez que recuerda a sus lectores hispanoamericanos el buñuelo traído de España.
La ceremonia nupcial la convierte el cronista en un delicioso retrato de la novia y de su atuendo. Ella es “la linda flor de China, una gala, una menudez, una bella avellana envuelta en sedas: seda la túnica encarnada, con listas de oro y florería de seda azul: seda el manto de perlas, con grandes recamos de oro, y seda azul celeste las dos damas que aguardan de pie a los lados.”
El lector puede pensar que Martí estuvo en la boda, aunque sepa que tomó los datos de los periódicos neoyorquinos. El escritor nos deja enamorados de la desposada y de aquel espectáculo artístico de coloridas sedas cuya suavidad sentimos en los dedos, y con nuestros ojos encandilados por el brillo del oro.
En el último párrafo culmina el ritual: la ya casada saluda tres veces a Joss, presentado antes como la divinidad “de oro, cerdoso por el bigote pendente y por las cejas”, que ha presidido el acto, y después cumplimenta a los asistentes “cubriéndose la cara con el abanico”. Luego, los huéspedes dejan una moneda de oro por las tazas de té que toman y otra por los tabacos de La Habana que escogen. Y al cubano se le escapa algo de orgullo cuando apunta que entre los chinos son “gran riqueza” esos tabacos.
El cierre del escrito es el mensaje martiano de eticidad y de universalidad cultural: “Y luego es lo más bello de la boda, en que los chinos se parecen a los indios: la novia va a pedir la bendición del chino más anciano.”
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