Los Pregoneros
Ileana Fleites-La Salle
Recuerdo a mi
ciudad natal de Santa Clara, en la provincial de Las Villas, Cuba, como una
gran ciudad, incluso capital de provincial, pero con un sabor pueblerino muy
típico y exquisito. Y digo que era una gran ciudad porque en aquel entonces la
población de Santa Clara contaba con cerca de 170,000 habitantes; pero eran
estos mismos habitantes los que le daban a Santa Clara una personalidad de
pueblo costumbrista.
He aquí un
breve relato de una de las muchas costumbres y tradiciones que recuerdo con
cariño porque fueron parte de mi niñez: los pregones.
Vivíamos tan
sólo a tres cuadras del Parque Leoncio Vidal, situado en lo que podemos llamar
el centro de la ciudad. Y pienso que quizás esta situación geográfica, tan
céntrica y conveniente, era lo que atraía el paso de tantos y muchos de los
vendedores ambulantes o a caballo que día a día pregonaban las maravillas y
bellezas de sus vituallas a vender.
Uno en
particular, el escobillero, tenía el pregón más musical de cuantos pasaban por
mi casa. Este hombrecito de piel oscura y andar tambaleante traía siempre
colgadas en la espalda y pecho varias escobas, escobillas, palos de balleta y
otros similares escobillones cuyos nombres no recuerdo con exactitud; también colgaban
de su cintura cepillos de diferentes tamaños y formas. Toda esta parafernalia
colgada por medio de sogas de diferentes partes de su cuerpo. Su pregón se oía
desde que venía por la calle Independencia o Luis Estévez y era siempre el
mismo:
“Escobillero, escobillero
vendo escobas, escobillas y
escobillones,
doy todo a mitad de precio,
liquidando”
Aunque me es
imposible transmitir la musicalidad de aquel pregón en el papel, todavía soy
capaz de oír perfectamente las notas y la inflexión de aquel anunciar mañanero
que era reconocido en toda Santa Clara; y si cierro mis ojos soy también capaz
de ver en mi imaginación a aquel vendedor pequeño de estatura, que transmitía
la emoción musical a aquel pregón tradicional, mientras que era identificado en
toda la ciudad como “el hombre de los escobillones”.
Otro muy conocido era “el hombre del café”. Un señor relativamente joven,
de camisa blanca y pantalones azul Prusia
que caminaba a paso muy acelerado con cuatro termos, dos en cada mano,
vendiendo café. Su pregón era muy simple, como una confirmación concisa y
ajustada a su producto pero con la plena convicción de la venta, que no ocurría
tan frecuente como lo era su pregón. Sus muy simples palabras anunciadoras
empezaban muy suave y de bajo tono, talmente parecía un murmullo o como algo
dicho a “sotto voce”; pero a medida que no se le llamaba, su anunciar se hacía
más cálido e insistente, el tono de voz iba en aumento, hasta terminar en un
aullido vociferado e inflamatorio donde añadía algunos vocablos innecesarios.
Aquí va el simple pregón:
“Café…..café…….café……café…..cafecito…….c-ñ- café”
(Espero que el
lector pueda imaginar la palabra diariamente utilizada por este pregonero sin
tenerla que expresar explícitamente) – “Al buen entendedor, con pocas palabras
(y en este caso letras) basta…”
Otro pregonero
que recuerdo es aquel que pasaba a caballo vendiendo frutas y era el de las
frutas y vegetales, el guajiro típico. Este era la estampa típica de lo que hoy
en día yo definiría, estereotipadamente, como un guajiro. Vestía camisa azul de
trabajo, de mangas largas, pantalones de trabajo, botas de campo y un gran
sombre de yarey que nunca se quitaba. Su pregón era un tanto monótono aunque
extremadamente musical:
“Traigo frutas frescas del campo……
frutas y vegetales frescos
yo traigo….”
Estaba también
el naranjero, aquel que traía docenas de naranjas frescas, jugosas, amarillas y
dulces en una “jaula”. La tal jaula era una especie de armazón cuyas paredes
eran de malla de alambre. De esta forma se podían ver desde el exterior las
naranjas que uno quería comprar (no porque las naranjas fueran tan salvajes que
pudieran escaparse…). Este hombre tenía
también un aparatico con el cual le quitaba la cáscara a las naranjas como
resultado del movimiento circular de una manivela. Los niños, y en especial las
niñas adolescentes se disputaban aquellas cáscaras enrolladas para tirarlas al
piso y ver qué letra formaban.; casi siempre formaban, (o se creían que
formaban) la letra del nombre de alguien, que en el caso de las adolescentes
equivalía a la inicial del “hombre con el cual te vas a casar….”
Este vendedor
era un poquito cascarrabias y no le gustaba que la gente tocara las naranjas
antes de comprarlas. Había entrenado a las amas de casa a que éstas simplemente
le indicaran con el dedo las naranjas que querían comprar. Su pregón era muy
simple:
“Naranjas, naranjitas…
Naranjas
de china dulces,
Naranjas
frescas traigo yo…
Yo
traigo naranjas frescas”
También
recuerdo al amolador de tijeras, que aparecía por las tardes, después de la
hora de la siesta (seguramente coincidiendo con la hora en que la mayoría de
las amas de casa utilizaban para coser). Venía en bicicleta y su máquina de
afilar era muy simple y la cargaba en la parte de atrás de la bicicleta. Consistía
en una piedra de amolar conectada con una o dos ligas y correas a una manivela;
cuando ésta se activaba, la piedra daba vueltas. Se afilaban así tijeras y
cuchillos. El ruido de este afilar era suficiente pregón, su chirriar se oía en
toda la cuadra. Su estilo era algo diferente al de los otros vendedores y
pregoneros. Simplemente tocaba a las
puertas de las casas y preguntaba:
“¿Tiene tijeras y cuchillos que
afilar hoy?”
Otro pregonero
que todos recordamos en Santa Clara es el manisero, por lo simple y escueto de
su pregón. El manisero era un hombre alto y corpulento que no sé por qué
siempre me dio la impresión de que no había nacido para pregonar. Pasaba por
las tardes y traía una especie de lata grande llena de cucuruchos de papel
conteniendo los maníes. Cuando éramos pequeños, creíamos que aquella lata era
mágica pues el maní siempre estaba caliente. Asumo hoy que tal magia era
posiblemente una vela en la base de la lata, mantenida a distancia para que los
cucuruchos de papel no se incendiaran.
El pregón del
manisero era más bien dos gritos donde la primera palabra era clara y era
aquella de “Maní”; con la segunda palabra este hombre retaba las leyes de la
gramática española al omitir alguna sílaba de la palabra “Manisero” y
convertirla en palabra aguda a voluntad. Y ésta se llegaba a entender más bien
por natural asociación de ideas que por audición selectiva. Era muy peculiar
este pregón, el cual se oía desde que venía de muy lejos:
“¡ Maní! ………¡Man-… ceró ! ¡ Maní! …… ¡Man- … ceró !”
También
recuerdo al barquillero. Este vendedor ambulante pasaba siempre por mi casa
cerca de las 6 de la tarde. De niña me preguntaba por qué pasaba tan tarde y
tan cerca de la hora de la comida. A mí, como a la mayoría de los niños de mi
edad, no nos dejaban comer golosinas a esa hora pues … era “muy cerca de la
hora de la comida y después no comes”.
Este
barquillero debe haber sido un hombre muy inventivo pues había convertido un
viejo recipiente de leche de grandes dimensiones en un curioso juego para
niños. Adentro de aquel recipiente de metal traía las barquillas las cuales y
debido a su forma, se insertaban una adentro de la otra para que ocuparan menos
espacio y poder traer mayor cantidad. La tapa redonda se había convertido en un
tablero con números pintados en el borde, en rojo y azul. Los números, en
cualquier orden iban del 1 al 5. Había una manecilla en el centro de la tapa,
la cual giraba y paraba indicando uno de los números. Por 2 centavos se tenían
tres chances para hacer girara a la manecilla y ver cuántas barquillas “nos
habíamos ganado”. Este juego de suerte era muy atractivo para los niños que
nunca sabíamos cuántas barquillas nos íbamos a comer.
Lo más curioso
del barquillero era que no tenía pregón definido y no pasaba con regularidad.
Nunca se sabía qué día iba a aparecer y cuando lo hacía siempre venía cantando
una canción popular que interrumpía de vez en cuando para pregonar: “Barquillas……¡Barquillas!” y luego
continuar con su canto del día.
Otro más de
aquellos vendedores típicos que inundaban la cuadra de color y sonido en las
mañanas de nuestra ciudad era “Vivito”, el pescadero. A este señor lo
conocíamos desde que era joven y con pelo negro, el cual se fue encaneciendo y
tornándose gris con el paso de los años. Vestía camisa y pantalones grises de
trabajo, con grandes zapatos o botas como si estuviera todavía cerca del mar, pescando.
Conocía a mi familia bien, de muchos años y si alguien enfermaba, se interesaba
por la salud y recuperación del enfermo. Igualmente hacíamos con él y su
familia. Su peculiar pregón era inconfundible:
“Pescado fresco…
Vivito,
vivito…”
Con los años y
experiencia en el trabajo, sabía exactamente qué familias cocinaban pescado, y
el día de la semana en que lo preferían; asimismo sabía qué tipo de pescado era
el preferido de cada familia y se esmeraba en obtener el mejor pescado y el más
“vivito” de todos los alrededores. Era nuestro proveedor del plato principal de
los viernes y durante Semana Santa su presencia jugaba un papel muy importante,
tanto social como religioso. Cuando nos llegó la “salida de Cuba”, Vivito se
despidió de nosotros como un familiar más. Él también quería abandonar el
sistema imperante pero carecía de familiares o amigos en Estados Unidos que
pudieran costearle y tramitarle la visa para salir por España. Nunca supimos
qué fue de su vida o si estará todavía “vivito”.
Éstos y otros
pregoneros formaban parte de las costumbres y tradiciones de Santa Clara,
aquella ciudad con personalidad pueblerina que se levantaba orgullosa en el
mismo centro de la isla más grande del Caribe. Aquella ciudad donde un sol casi
tropical y las brisas provenientes de la loma del Capiro daban la bienvenida
diaria a sus habitantes y a todos aquellos que afluían a la ciudad a ganarse la
vida con la venta de sus productos, que eran anunciados a través de sus
populares pregones.
En 1998, la autora resultó ganadora del Primer
Premio “Enrique José Varona” con Los
Pregoneros en la categoría de Estampas Costumbristas
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