La marea comienza a bajar después del fuerte aguaje. Patricio del Arco enciende el motor de la camioneta, sigue por la inmensa playa, rumbo a Bellavista. No quiso utilizar la carretera, se empecinó en bordear el mar para gozar la belleza del paisaje, con las tijeretas y gaviotas que planean en el aire con tanta maestría. Le gusta escuchar llorar de soledad a la playa.
Acelera la marcha, el aguacero amenaza a lo lejos; observa las nubes oscuras, cargadas de agua. Los cangrejos salen de sus cuevas en busca de alimento, caminan para atrás moviendo los ojos en toda dirección. Basta seguir conduciendo para advertir los pescadores en alta mar, perseguidos por los tiburones. El clima se muestra agradable, aunque el mar exige extrema vigilancia, puede cambiar de un momento a otro.
No había logrado conciliar el sueño, preocupado por el viaje que realizaría y por los libros que llevaba, que habían sido bien embalados. Definitivamente se radicaría en Bellavista.
El viaje en la solitaria playa comienza a causarle temor, en aquella soledad podrían aparecer piratas; como envuelto en un sueño, siente que lo persiguen para robarle el dinero y su biblioteca. ¡Qué sería de él sin sus libros! Los piratas lo arrojarían al mar y las olas se encargarían de llevarlo al fondo de las aguas o las corrientes lo arrastrarían hasta el puerto. El diario de la tarde informaría, hombre de mediana estatura, enjuto, calvo, de tez más blanca que trigueña, nariz alargada, cejas espejas, con una arruga vertical en la frente, aparece ahogado, se cree fue lanzado al mar.
Acelera la marcha, preocupado, podría sufrir un ataque sorpresivo en aquella soledad. Con inclinación a recordar episodios que ha leído, se le viene a la memoria A sangre fría, de Truman Capote. No sabe qué hacer, aplasta el acelerador; entre tanto, trata de concebir un plan, mira el martillo. Angustiado, gasta el tiempo pensando en la manera de salvarse. Cae en cuenta de que el viaje por la playa es peligroso, está lejos del
pueblo y recuerda personajes audaces y malvados que lo emocionaban siendo un adolescente que en cuanto cogía el ritmo no descansaba hasta terminar de leer una novela. Pero en esa soledad en la que viajaba, siente temor. Con la mirada clavada en la arena trata de pensar en el poema recién escrito.
Ve claramente el paisaje encrespado, imponente; percibe el aire fresco, salobre, respira profundo. Se detiene a descansar, camina por la playa, levanta los brazos. Le parece oír una voz fina, dulce. Sin saber quién es mira a un lado y otro. ¡Oh, es el viento! El mar está endiabladamente hermoso. Vuelve al vehículo, acelera la marcha.
Al llegar a Bellavista reconoce una figura humana de baja estatura, delgada, abundante cabello; lo reconoce, es el carpintero Luis Rubín, quien le construye los anaqueles para la biblioteca. Se pasea a lo largo de la vereda, espera la llegada del doctor Patricio del Arco. Poco después saca los libros y comienza la tarea de disponerlos en su sitio hasta armar la biblioteca. Con la mirada atenta, Patricio clasifica cada libro y luego lo coloca en el anaquel respectivo. Más de un mes le toma el arduo trabajo, pero cae en cuenta que le faltan repisas, restan muchos libros por ubicar, manda a trabajar otras.
Por un instante, el carpintero se detiene, analiza el enorme peso concentrado en un solo lugar por la presión que ejercen los libros, lo que podría causar graves problemas en la casa, tal vez un hundimiento. Vacila en hablar con Don Pato, como lo trata a veces más cercanamente, al ver su entusiasmo. Tiene que advertirle del riesgo, pero duda. Contempla la biblioteca, luce bonita. Teme hablarle, conocedor del mal carácter del propietario. Éste ha tomado asiento, embelesado, respira en aspiraciones profundas, como si estuviera frente a una bella mujer que le sonriera con gracia. ¿Le digo que es necesario repartir el peso por la gravedad que está ejerciendo? Los anaqueles deben estar en la sala, los dormitorios, en el jardín y hasta en los baños. Mejor no le digo. Un sentimiento vago de peligro, una leve duda se torna en angustia, le parece absolutamente irrespetuoso manifestarle su preocupación.
El doctor Patricio del Arco expresa su enorme emoción por su biblioteca, lo hechizan su armonía, sus colores, la diversidad de temas y disciplinas que encierran sus libros. Su existencia se ha adueñado de ella, como si todos esos saberes y conocimientos le dieran salud, provecho para su cerebro y su alma.
Rubín, al ver la dulzura con que Patricio acaricia cada libro, le sacude el polvo, abre cualquier página y lee en voz alta, siente placer, vive especialmente para cada ejemplar. Le ha costado trabajo, esfuerzo, privaciones obtener los libros. Comprende la fuerza que le otorga la biblioteca, sin ella se moriría. El carpintero alza los párpados y contempla los libros. Solo pudo murmurar, entrecortada la respiración, volveré con los nuevos anaqueles, don Patricio. ¡Que sea pronto! ¡Sí, doctor!
Luis Rubín vuelve con los nuevos anaqueles, obedece colocarlos junto a los otros. Del Arco, rápido, con viva impaciencia, los llena. El carpintero se siente conmovido por la dicha que expresa el dueño y, a la vez, una enorme tristeza; es un sentimiento confuso. ¿Por qué tiene que mortificarlo? Sería un pájaro de mal agüero. Mueve la cabeza tristemente y piensa en su indecisión, y con voz temblorosa, Vea, don Pato, tiene que repartir el peso de la biblioteca, está concentrado en un solo punto y eso es peligroso. El doctor grita, Atrevido, soy el doctor Patricio del Arco, quién te ha dado confianza. Habla con altivez, No permito observación alguna, resulta ridículo que un carpintero reproche mi conducta. Se agita al hablar, ¿Comprendes, ¿Comprendes? ¡Borracho, imbécil, insolente!
El carpintero baja la cabeza, avergonzado de haberse atrevido a advertirle, pero siente un mandato de conciencia. En su interior se dijo, Él tendrá sus libros, pero yo tengo la experiencia. La arruga vertical en la frente del doctor contribuye a darle un aspecto respetable. Con voz alta y gesto autoritario, despide a Rubín. Disculpe doctor Del Arco. Y siente correr sudor en sus axilas, tiembla como si le hincaran la garganta con la punta de un cuchillo. Cabizbajo, con la mirada en el suelo, sale en silencio.
Con la cabeza erguida, camisa abierta, sombrero de alas anchas y zapatos deportivos, el doctor pasea por la playa bajo el bochorno de un día de sol; a ratos corre, levanta los brazos y las piernas, se inclina de un lado a otro, se siente bien cuando hace gimnasia. Algunos turistas, sentados en la playa disfrutan del paisaje, otros caminan de extremo a extremo, se bañan, y otros más miran el mar desde las terrazas de los hoteles.
Las muchachas lucen ternos de baño y Patricio, al verlas, suspira, se pregunta si vale más la belleza o la virtud. Por las noches sus sentidos están al acecho, a tal punto que comienza otro viaje, en puntillas se acerca a la playa. ¿Qué es esto? Es una de las muchachas que se baña en bikini.
Todas las mañanas madruga a la playa llena de niños que, sentados en la arena, con las olas entre las piernas, juegan con tiburones y ballenas de plástico. Otros bañistas saltan con las olas. Todo es ambiente festivo, pero muchas veces se retira, decepcionado, por los jóvenes que encuentra dormidos en la playa, borrachos por el efecto del licor. En la playa se han instalado parasoles donde se vende bebidas alcohólicas, allí la gente grita, pelea y, rendida, cae en la arena. Le disgusta observar el proceder de las personas que sienten placer en el licor.
Entra a un salón donde todos hablan en voz alta, gesticulan, levantan los brazos como si estuvieran frente a un público expectante, sintieran cientos de ojos invisibles observando la escena y escucharan aplausos emocionados. Disfrutan, ven rostros con máscaras distorsionadas. ¡Los odio! Gritan al mismo tiempo, viven una exaltación que es demasiado cara. ¿Por qué bebían? Será algún problema de conciencia, por debilidad, por miedo, no puede entender esa fusión de emociones y desenfreno. Camina hacia su casa, sale al balcón a leer una novela, de vez en cuando levanta la mirada y ve un grupo de jóvenes que abrazados caminan tambaleantes. ¡Qué barbaridad! ¡Qué falta de carácter!
Una noche Patricio del Arco corrige uno de los poemas que formaba parte de su poemario titulado El mar. Acomoda la lámpara para obtener más luz, se siente
transportado: el mar marca las huellas de la vida, el mar va diciendo en su alegría... En ese momento escucha un ruido confuso, resuena un fuerte golpe, cae la lámpara al suelo, los libros. Patricio se levanta, corre, el terror se apodera de los turistas, la casa se hunde. Con la boca abierta, los ojos fuera de sus órbitas como si quisieran salir disparados. Gritan ¡temblor! ¡temblor! Apenas tiene tiempo de salir a la calle, oye el estrépito, las llamas se levantan consumiendo la biblioteca, observa las lenguas de fuego de diversos colores.
El doctor Patricio del Arco camina sin zapatos por la playa, se tambalea, un delicioso vértigo se apodera de él, recita versos húmedos de vodka. Con los ojos encendidos, atormentado, se echa a llorar abrazado de Rubín, Pato eres una gran poeta, mándate otro versito, y tomemos otro trago. ¡Salud, Pato!
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