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jueves, 15 de junio de 2017

LA CRUZ VERDE: Leyendas Bayamesas



Escudo de la ciudad de Bayamo, concedido
por Real Cédula de 9 de enero de 1917.

Por: JUAN JEREZ VILLARREAL
Publicada en la revista "Isla"

LAS Villas primerizas, edificadas por los españoles en Cuba, poseen sus leyendas embellecidas por la ingenuidad poética de los fundadores, absortos ante el misterio de la naturaleza espléndida que tendrían que de­velar; entre estas, pocas como la de Ba­yamo, tienen acervo tan rico, ni tocaron tan de cerca la imaginación sensible de aquellos hombres de garra y empresa que allí llegaron, en el grupo que por el Sur, cumpliendo las órdenes del Ade­lantado Don Diego de Velázquez, ex­ploraban la Isla.

A orillas de un río caudaloso de aguas diáfanas, atalayado al Meridión por el azul y empinado cresterío del grupo montañoso de Macaca, que vigi­la la vasta llanura que se extiende­ interrumpida hasta la costa noroeste por las serrezuelas de Guajaibón y allende el Jobabo hasta las lomas camagüeyanas­ de Cubitas y Najasa, en los asientos indígenas de Caneyes Arriba y Caneyes Abajo, dormidos cabe la corriente maravillosa que se precipita del chorreón de Guamá, fue que se detuvo, una madrugada del año de gracia 1512, el aventurero Capitán Pánfilo de Narvaez, jinete en su yegua famosa; aqui en nombre de la Real Majesta de Castilla, dió muestra de su poderio, al par que abría las compuesta de sus crueles instintos echando la cabalgadura encima de la indiada infeliz y probando el filo de la espada toledana en los cuellos inerves. Modo habitual con que los castellanos afirmaban en indias el signo violento de su voluntad.


Meses después, en 1513, aprovechan­do la situación geográfica, en este mismo sitio, funda el Adelantado Don Diegó, la Villa de San Salvador del Bamo, formada por dos barrios urbanos bautizados con los nombres de San Juan Evangelista y Santo Cristo, que han conservado, distribuyendo las tierras aledañas entre los futuros colonizadores por donaciones que hizo Velázquez o por Reales Mercedes al ca­minar del tiempo.

En este Barrio de San Juan Evangelista, ubicado, entrando a la derecha, en el centro de la cuadra de la antigua calle de Guinea, actualmente Carlos Manuel de Céspedes, y entre las que se nominaron Sebastopol y de la Santa Cruz, existe un pequeño y modesto caidizo de mampostería y tejas, fabricado a la usanza del Siglo XVI, en el medio de cuya única sala se yergue sobre tosco basamento de la­drillos, una gran cruz de madera, pintada de Verde; la época en que ésta fuera colocada allí, nadie la recuerda, ni el nombre del creyente católico que donara el caidizo; lo que sí se sabe, y lo vimos nosotros en los días ya leja­nos de nuestra infancia, es que en aquel recinto humilde, de paredes enjabelgadas de cal, celébranse las famosas fiestas de la Santa Cruz, durante el mes de mayo, el mes de Maria.

La llave de la casa se turnaba en depósito, periódicamente, en la familias más representativas del vecindario, que cada año, respetando la tradición heredada, se responsabilizaban con los actos religiosos que en tal lugar verificábanse con pompa y verdadera unción cristiana, rivalizando los padrinos de los Altares, que lo eran gentes de pro, a quienes decían del foro, los más ricos y generosos en la esplendidez y el boato y que culminaban, en la muchedumbre aglomerad en aceras y calle, con el reparto abundante del agua de loja, bebida dulce, ligeramente alcoholizada y que sólo se tomaba en aquellas claras noches de mayo, en las cuales los cantos a la Cruz y a María, vibraban en el minúsculo, rectángulo, hecho sagrado por la presencia del Santo Madero.

Altares de Cruz se erigían en toda la ciudad, en las casas pobres y en la poderosas y opulentas, pero los de la Cruz Verde, constituían verdadero acontecimientos para la grey pueblerina, por la profusión de platas y bronces en vasos y candelabros, cristales globos de colores, por los artísticos arreglos y el lujo de linos blancos, cortinajes de rojos terciopelos y florales adornos, como por el concurso de las más lindas doncellas y el entusiasmo, de los jóvenes caballeros, que rebosantes de sana alegría, comentaban el bello homenaje del padrino que echó la casa por la ventana, y en honor de cual improvisábanse cántigas, no tan santas como profanas.

Los viejos bayameses, doblados por el tiempo aleve, contaban que por los días remotos de la fundación, para ellos colindantes con la fábula y por lo tanto creadores de la leyenda , establecióse en la Villa un hijodalgo extremeño, acaso Capitán de los Tercio de Flandes, venido a las nuevas tierras a hacer o a restaurar la fortuna disipada en aventuras de la Corte; pudo ser un Jiménez de Cuéllar o un, Ramírez de Órellana, que tales apellidos ilustraban las Actas Capitulares de los fastos primeros de la urbe, a quien por servicios de guerra la regia la munificencia de Carlos y Felipe, mercedara extensos territorios y encomiendas convirtiéndolo en rico terrateniente.

Relataban que hastiado el castellano de la apoltronada holganza discurrida en la tranquilidad del nuevo estado, decidiera echar un vistazo por las dilatadas pertenencias, con objeto de observar el trabajo de sus numerosos esclavos y conocer mejor la finca extraviándose en lo laberíntico e intrincado del monte virgen; anduvo el caballero tres días, desorientado en la soledad de aquellos parajes de bosque firme, herido el cuerpo por la espinas de las aromas o mortificado por la mordidas urticantes de la pica- pica y el palo bronco desandando, una vez y otra vez, los mismos trillos sin dar nunca,con la a senda perdida. Al cabo de la tercia noche, abrumado de cansan­sío de hambre y de sed, huída toda esperanza de salvación, creyendo que había llegado la hora postrera, de­jose caer en el yerbazal.

Buen cristiano, recorrió veloz con el pensamiento las pasadas turbulencias de su vida, encomendándose a la providencia divina, a la misericordia del Hijo de Dios, resignado con el destino pensando que mas sufriera el Redentor en el tránsito doloroso de los pasos que lo llevaron a la agonía de la Cruz, hizo por la vez última a sus oraciones, y aguardando un milagro imposible, hundióse en el sueño, para él dulce anticipo de la Muerte...

Despertó, acariciado por la fresca brisa, a los claros de la siguiente mañana, dándose cuenta que había yacido a la orilla de cristalino manantial, a cuyas aguas salvadoras y frías arrojase, saciando la sed y reconfor­tándose con insospechadas energías; al levantar el rostro, sus ojos, menos an­gustiados que antes, tropezaron con el divino Madero, que frente a él al­zaba sus brazos en grata promesa de amparo; siguió la dirección de uno de ellos y presto dió con el camino abandonado...

A revienta caballos, dirigióse a la Villa; reunió sus amistades, dándoles cuenta del sucedido y de la extraña aparición de la Cruz, invitándolos para que lo acompañasen al lugar del milagro, cosa que hicieron, improvisando ruidosa cabalgata, conviniendo en trasladar el verde símbolo cristiano a si­tio donde pudiera ser visto y reverenciado por toda la población , lo que se llevó a cabo, y desde aquella fecha, de la que nadie guarda memoria, inmóvil, severa y solitaria, durante el uno y el otro año, olvidada permanece la Cruz Verde entre las cuatro paredes desnudas del caidizo secular de la Calle de Guinea, hasta que el primer sol de mayo ve abrirse de nuevo la ancha puerta de madera dura, forra­da de clavos cabezones y los fieles que tal vez ignoran el motivo de su presencia en el mezquino lugarejo, desbordan sus ofrendas y fervores religiosos, en el regocijo de los Altares de Cruz y los piadosos homenajes al Mes de María.

* * *

El incendio de la Ciudad, en enero de 1869, convirtió en cenizas las casas intermediarias a la de la Cruz Verde, pero ésta resultó indemne a la furia del devastador elemento que el patrioismo bayamés desató en su gran hora de sacrificio por la libertad de Cuba; los santularios de allá, aseguran que se trata de una prueba para los que dudan de su milagrosa sustancia.

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