Foto tomado de: Alba Movimiento |
Por Roberto Soto Santana
El Cuadro General
La historia de la brega por la independencia de Cuba semeja un largo rosario de ofrendas de ilusiones, vidas y haciendas, en pos de un ideal que se explayó en el tiempo desde como mínimo el año 1724 hasta el cese efectivo de la soberanía española en Cuba (con el arriado, el 1 de enero de 1899, de la bandera española de todos los edificios oficiales, su sustitución por la estadounidense, y el embarque en calidad de repatriados de las tropas y miembros civiles de la Administración colonial).
Porque fue el 24 de julio de 1724 cuando ocurrió la sublevación de los esclavos que trabajaban en las minas de El Cobre, la cual –en el concepto del entonces canónigo de Santiago, Pedro Morell de Santa Cruz, según escribió en su informe al Rey, fechado el 26 de agosto de 1731, sobre las causas de ese levantamiento- se debía al “ansia de su libertad” que movía a los sometidos a la infame coyunda y “el rigor con que los ha tratado” el gobernador [pp.152-154, Documentos para la Historia de Cuba, tomo I, Hortensia Pichardo, Edit. de Ciencias Sociales, La Habana, 1971].
Cien más tarde, la situación dentro de la Isla no había variado, sólo que ahora los criollos se habían incorporado a los quejosos de la Colonia, a tenor del magistral resumen hecho por el Pbro. Félix Varela: “Por un error funesto o por una malicia execrable suele suponerse que el amor a la independencia en los americanos proviene de su odio a los europeos, y no que este odio se excita por el mismo amor a la independencia y por los esfuerzos que suelen hacer los europeos para que no se consiga…La conducta actual de muchos de los europeos es la verdadera causa del odio lamentable que se ha excitado entre los de uno y otro hemisferio. Fijen su suerte con la del país donde habitan y que acaso los ha hecho felices, no trabajen por verlo subyugado a un pueblo lejano de quien sólo puede recibir mandarines y órdenes de pago o de remisión de caudales, observen una conducta franca, y todo está concluido, porque el odio no es a las personas sino a la causa que sostienen…Los americanos nacen con el amor a la independencia…¿Quién desea ver a su país dominado y sirviendo sólo para las utilidades de otro pueblo?...es un imposible que un gobierno europeo promueva el engrandecimiento de estos países cuando éste sería el medio de que sacudiesen su yugo…Si fuera posible cambiar las cosas, esto es, hacer de la América la metrópoli, y de España una colonia, es indudable que tendrían los peninsulares los mismos sentimientos que tienen los americanos y que serían los primeros insurgentes, expresión que sólo significa: hombre amante de su patria y enemigo de sus opresores.” [“El Habanero. Papel político, científico y literario”. Redactado por F. Varela, Filadelfia, 1824, t. I, no. 2].
Durante los cincuenta años siguientes, continuó privada Cuba del disfrute de los más nimios avances en materia de derechos cívicos, ya que tanto la Constitución de 1837 como la de 1845, que reconocían algunas libertades a todos los españoles (entre los cuales estaban comprendidos los naturales de Cuba), incluían no obstante la fórmula excluyente de que “Las provincias de Ultramar serán gobernadas por leyes especiales”. Si tomamos en cuenta, además, que hasta la Paz del Zanjón mantuvo su plena vigencia el Real Decreto de 25 de mayo de 1825, que investía al Capitán General de Cuba con “todo el lleno de las facultades que por reales ordenanzas se conceden a gobernadores de plazas sitiadas” (las conocidas como facultades omnímodas), es obvio que los criollos y los mulatos y negros libres, e incluso los mismos peninsulares afincados en Cuba, no podían aspirar ni a ejercer ni a exigir ni el más elemental de los derechos humanos (no hablemos de los esclavos, que tenían sólo la consideración de mercancía o bien mueble) porque el Gobernador y Capitán General gozaba de “amplia é ilimitada autorización, no tan sólo de separar de esa Isla y enviar a esta Península a las personas empleadas, cualquiera que sea su destino, rango, clase o condición, cuya permanencia en ella sea perjudicial, o que le infunda recelo su conducta pública o privada…sino también para suspender la ejecución de cualesquiera órdenes o providencias generales, expedidas sobre todos los ramos de la administración, en aquella parte que V.E. lo considere conveniente al real servicio”.
En las acertadas palabras de Enrique José Varona (pp. 20 y 21 del prefacio de “Hombres del 68”, Vidal Morales y Morales, Edit. de Ciencias Sociales, La Habana, 1972), “El espíritu cubano fue cristalizando en torno de un sentimiento de despego hacia España el cual exacerbado por largos años de persistente humillación e injusticia sistemática se trocó al fin en hostilidad manifiesta…Cuando llegó la hora del inevitable conflicto, España había perdido el amor de sus colonos…y éstos no tenían otra preparación para la guerra y la plena actividad política que su odio al sistema establecido en su patria, su entusiasmo por elevarse a la dignidad moral de hombres liberes y su firme propósito de no retroceder ante ningún sacrificio…Las únicas ideas claramente definidas en la conciencia del mayor número eran la de colocarse de un salto en el extremo opuesto de aquél en que se encontraban, y cambiar totalmente la organización social y política del país, improvisando, como al golpe de vara de virtudes, un Estado y gobierno democráticos, cuyos súbditos fuesen todos modelos de civismo, donde no hubiese otro imperio que el de la ley, y la guerra misma fuera el desempeño de una función patriótica, realizada por soldados ciudadanos, dirigida por una asamblea de inspirados”.
La contienda de 1868 a 1878 resultó una hoguera donde se consumieron bienes materiales, se inmolaron familias y haciendas, y se hizo inviable –a golpe de rapiñas, injusticias, penas de ejecución, de prisión y de extrañamiento- toda posibilidad de identificación entre la clase que salió de la guerra como dueña predominante de los bienes raíces y de los recursos económicos y financieros –la facción integrista, materia prima de los Cuerpos Voluntarios y de los Casinos españoles- y aquella parte –minoritaria- del resto de la población autóctona que se sentía oprimida o marginada. Quedaron entrambas aguas, como en todo conflicto social, quienes se horrorizaban ante la perspectiva de alterar la existencia gris a la que se habían conformado, y limitaban su activismo político a la afiliación autonomista, nada sospechosos de ser partidarios de la Independencia, aunque en la sobrevenida República llegasen a ocupar cargos de gobierno y a destacarse en el mundo académico). Esos cubanos nativos eran, fundamentalmente, los antiguos patricios empobrecidos como consecuencia de la Guerra Grande y dependientes para su subsistencia del ejercicio de profesiones liberales, los obreros de los pequeños talleres de manufacturas (entonces llamados “artesanos”), los obreros al servicio de la industria azucarera y de los ferrocarriles, el servicio doméstico, y la enorme masa de trabajadores subalternos del comercio y la agricultura [Vid. “El movimiento obrero cubano durante la Guerra de los Diez Años (1868-1878)”, Joan Casanovas Codina, en http://estudiosamericanos.revistas.csic.es].
(Según un estudio del Instituto de Historia de Cuba [“Las luchas por la independencia nacional y las transformaciones estructurales”, anexo 10, p. 553], “Entre 1862 y 1899 la población cubana creció un 16%, pero el sector de la población ocupada en el comercio, el transporte y la industria creció un 79% [citado en “Sociedad civil, política y dominio colonial en Cuba (1878-1895)”, José A. Piqueras, en http://gredos.usal.es/jspui/bitstream ]).
(Fin de la Primera Parte. Continuará)
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