Vendedores ambulantes de frutas, Malecón, 1958.
En la colina se observa el ala derecha del
Hotel Nacional construido en 1930. Foto de Pinterest
Mi amigo Pedro Conde(†) y yo nos poníamos a hablar de ese ayer que se pierde en el tiempo. Recuerdos felices que nunca más van a volver. El presente lleno de computadoras y de nuevos inventos, no nos deja gran emoción. Hablamos de aquellos hombres simples que se ganaban la vida para sostener a sus hogares o a ellos mismos; y de aquellas personas que de una forma u otra se destacaban de los demás. La tarde discurre, y sentados en el portal de la casa de Pedro nos remontamos en ese ayer inolvidable.
Cuando era pequeño por la calle donde mi familia vivía, pasaban vendedores de frutas, de periódicos y otros con diferentes oficios muy interesantes, muchos de ellos con sus pregones peculiares, unos sencillos, otros más atrevidos y musicales. Don Pedro, como todos lo llamaban, (antes se respetaba a las personas mayores) su oficio era de reparar sombrillas o paraguas. Había venido de las islas Canarias solo, y se había casado en Cuba. Cuando tenía confianza con sus clientes les hablaba de lo duro de la vida en los primeros años, y los oficios que había tenido. De su persona brotaba un aire de simpleza y honradez. Su pregón era simple: "!Compongo sombrillas y paraguas!, y quedan como nuevos y baratos. El sombrilllleeeerrrroooo está aquí" y así iba por las calles, hasta que de una casa una persona lo llamaba, se detenía y miraba con atención. Hablaba con el cliente y le decía el costo de la reparación: "Señora eso le cuesta cincuenta centavos". Venía la discusión del precio, y al fin lo repara por menos, otras veces, ya bravo, le decía: "Se compra uno nuevo, y no me moleste". Terminaba, seguía su camino y con su canto se iba alejando por las calles de La Habana: "Compongo sombrillas y paraguas. Paraguuueeeerrroooo aquí".
El otro que me viene al recuerdo era el vendedor de "Melcochas". Cerca de la casa de mis padres había un pequeño negocio donde los dueños un matrimonio ya mayores, Ricardo y Celeste, hacían dulces y unas "melcolchas" que los muchachos se volvían locos por comprar. Ellos no salían a la calle, sólo que cuando estaba ya preparada, Ricardo encendía una luz verde afuera .del negocio, su color peculiar, llamaba la atención, los que la veían decían al momento "Melcochas en casa de Ricardo" y a correr los muchachos a comprar un centavo, o dos o cinco centavos. Había otro "melcochero" era un señor mulato muy agradable de pelo canoso, con un carrito muy llamativo, vendía dulces y melcochas. Le había puesto un letrero muy interesante "La Dolce Vida", y hacía sonar unas campanitas que llevaba. Su pregón era muy peculiar: "Melcochas Agapito, mejores no las hay. No viva amargado póngale dulce a su vida con Agapito".
Algunas veces llegaba a nuestra casa y preguntaba si estaba mi padre. En sus manos una cartera vieja y descolorida. Su presencia inspiraba respeto. Una levita ya vieja y descolorida que olía a alcanfor. La criada le traía café. Si mi padre estaba, hablaba con él un rato o simplemente le decía que tenía una reunión, y le daba dinero para almorzar, el señor siempre rehusaba, pero mi padre se lo ponía en el bolsillo de su levita. El Licenciado González, como yo lo conocía, le dejaba a mi padre unos estudios sobre el gobierno, que podían ser interesante. Mi madre lo invitaba a desayunar o almorzar. Muchos decían que estaba loco, pero si lo estaba, no molestaba a nadie. Hombre educado que la vida hubo de tronchar su destino, después de la muerte de la esposa e hija.
En casa decían que había trabajado en un bufete por años y vivía holgadamente, hasta la perdida de los familiares. Mi madre le regalaba camisas de cuello de mi padre, porque él, siempre decía: "Un hombre educado y respetable debe tener siempre su camisa limpia, y en especial el cuello de ella". Carecía de todo, pero su camisa siempre limpia. Algunas veces hablaba conmigo y le hacía preguntas, que siempre me respondía. Le tenía respeto y consideración. Un día se desmayó en casa sentado en la sala. Se pasó tremendo susto, después le dijo al secretario de mi padre, que hacía tres días que no comía, pues un negocio le había salido mal. Vivía en un cuartucho pequeño. Cuando murió fuimos donde vivía, pues los vecinos sabían que lo conocíamos. En la pared colgaba una foto ya vieja de su esposa, hija y él, en los tiempos felices. Cajas llenas de papeles. Y en un gavetero, camisas blancas, limpias y corbatas descoloridas. Todo ello ordenado. En una mesita de noche vieja, un crucifijo, un rosario, una Biblia y la foto de la esposa.
Ya la tarde va en retirada y Pedro y yo, nos sentimos como si los recuerdos, nos habían alejado de allí del portal. El cielo de la tarde de un color radiante, un viento ligero nos llega. Pedro y yo sentados, pensamos en ese ayer que se va perdiendo en el tiempo. Y nos parece oír el pregón del melcochero: “Melcochas Agapito, mejores no las hay. No viva amargado póngale dulce a la vida Melcocheeemooo".
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