Foto tomada de: Asamblea digital |
por
Roberto Soto Santana,
de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, Corp
¿A qué se debieron la decadencia y hundimiento de la civilización
ateniense y de su forma de gobierno –tan singular en la Antigüedad-? Fundamentalmente,
a la desaparición o debilitamiento hasta extremos inusitados de las clases
sociales que la habían propiciado, querido y desarrollado. En primer lugar, las
filas de la nobleza propietaria del campo y de la aristocracia del dinero
–comerciantes enriquecidos con sus negocios, a la sombra o independientemente
del Poder-, que habían terminado entremezcladas en una sola clase, quedaron
numéricamente disminuidas por su ruina personal a causa de la prolongada
situación de guerra civil y exterior que propició el asolamiento de las
propiedades, hizo reinar la inseguridad en el resultado de las expediciones
comerciales marítimas y enmarcó los campos de batalla donde cayeron para
siempre muchos de sus vástagos.
En segundo lugar, las clases medias se proletarizaron debido al
empobrecimiento irremediable de sus negocios, perdiendo todo interés en el
sostenimiento del régimen asambleario. Paralelamente, los trabajadores
manuales, calificados o no, padecieron los trastornos de la paralización, una y
otra vez, de las obras de construcción de obras públicas o de barcos o de
utensilios y aperos para las colonias y para las ciudades confederadas,
sumiéndolos en una penuria cada vez más acusada.
Y, finalmente, los labradores y trabajadores del campo fueron víctimas
constantes de las pérdidas de cosechas por los avatares de las contiendas con
persas y con griegos, particularmente en época de Pericles cuando se evacuó la
campiña ática con el fin de dificultar el avituallamiento de quienesquiera que
fueran los contrincantes que amenazaban los centros de gobierno en los núcleos
urbanos, especialmente en la capital, Atenas.
Lo cierto es que la organización político-social ateniense debería
calificarse como democracia limitada (a los ciudadanos, puesto que los
esclavos, los metecos –es decir, los extranjeros residentes- y las mujeres
estaban excluídos de los derechos cívicos), sujeta a un flexible control por
parte de la oligarquía de propietarios rurales y negociantes urbanos. Lo que no
cabe hacer es identificar esa democracia con el constitucionalismo moderno, ya
que aquélla no conocía ni entendía la división de Poderes, la intangibilidad de
los derechos fundamentales de todos los seres humanos –independientemente de su
origen étnico, etc.- (no hablemos del Derecho Internacional humanitario), el
concepto de asistencia social a los menesterosos, y lo mismo puede predicarse
de la igualdad de oportunidades en el acceso a la educación, a la asistencia sanitaria, a las facilidades
de ocio, etc. La democracia de hoy tiene
sus orígenes remotos en los Concejos, las Cortes y los Estados Generales de las
monarquías europeas del medioevo, que surgieron expeditivamente como cuerpos
asesores del monarca y se transformaron, con el tiempo, en los Parlamentos
donde hoy elaboran normas válidas para todas las clases sociales, por mandato
representativo, quienes ostentan el ejercicio de la soberanía popular, que la
teoría política reconoce que radica en el pueblo y surge únicamente de él.
No obstante, no puede menospreciarse tampoco el adelanto que en su
tiempo significó la democracia ateniense –con todas sus limitaciones-, como
sería mezquino sacar la conclusión de que la democracia de corte jeffersoniano
de los EE.UU. no fue un inmenso paso de avance porque estaba viciada en origen
por el mantenimiento de la esclavitud y la constatación de las enormes
desigualdades sociales entrañadas por las diferencias en la capacidad de
acumulación de riqueza de las diversas clases o estamentos de la sociedad. Pero
la democracia ateniense y la democracia jeffersoniana instauraron en sus
respectivas épocas, salvadas todas las distancias y diferencias que se quieran,
un conjunto de principios tales como el de igualdad de oportunidades para sus
ciudadanos, el de la responsabilidad exigible a los órganos de gobierno y al
ejercicio de los cargos públicos por delegación temporal y no por designación
vitalicia, el de la realización de tareas ejecutivas, legislativas y judiciales
por cuerpos colegiados y con una separación –entonces tenue, actualmente mucho
más concretada- de competencias y
atribuciones según el asunto y el nivel de decisión, con la posibilidad de
apelación o recurso (el derecho a una segunda instancia). Sobre todo, ambas
versiones del régimen democrático, con todas sus imperfecciones innegables, han
acudido al criterio de que se aplique la regla de la mayoría en la constatación
y decisión de cualquier situación sometida a la consideración de los órganos de
estructuración de la sociedad.
Sin la aparición y la intervención activa de Solón, Clístenes,
Temístocles, Efialtes y Pericles, entre otros, la democracia ateniense (por muy
esclavista y oligárquica que haya sido) no se hubiera desarrollado hasta
alcanzar y mantener durante mucho
tiempo, bien que con altibajos, la primacía entre los estados griegos, y no
hubiera podido extender su cultura –como corolario de su expansión territorial-
sin una voluntad de proselitismo civilizador más allá de un simple afán
expoliador en sus expediciones, ya que no debe olvidarse que sus conquistas
iban seguidas del establecimiento de colonias de ciudadanos. Nada sucede en la
Historia de los pueblos porque un día las “masas” (como diría el trasnochado
marxismo) un buen día se alcen en bloque como resultado de una deliberación
masiva que fructifica milagrosamente en una única e idéntica decisión
colectiva: son unas pocas personalidades las que se ponen al frente de los
movimientos, y empujan a los pueblos (espoleándolos, halagándolos o excitando
su vergüenza o sentido del deber, y llegado el caso también sus bajas pasiones)
a que colaboren activamente o en ocasiones acepten pasivamente los hechos y
acciones que tales personalidades propugnan o las ideas que impulsan o
rechazan. Sin que tales ideas, hechos o acciones tengan que coincidir o
converger necesariamente con el mejor interés de las sociedades a las que se
plantean. Basta con que las personalidades conductoras lo hagan creer así a la
clara mayoría de los individuos, que a partir de ese momento se convertirán en
ciegos o conscientes agentes cooperadores.
La importancia de la
contribución ateniense al progreso político de la humanidad radica en la
percepción que ellos tenían del contenido democrático de su forma de gobierno y
a la difusión que le dieron dondequiera que se extendió su dominio político o
la influencia de sus pensadores. Un contenido que a nosotros nos puede parecer
limitado pero que en su época (una época que duró varios siglos) era el polo
opuesto respecto de la forma habitual de régimen, que era la monarquía absoluta
o la tiranía. Espiguemos estos conceptos señeros de la arenga de Demóstenes:
constitución (es decir, la primacía de la Ley), libertad e igualdad. ¿No son
acaso los elementos definidores del ideal democrático? Entonces, sumemos
nuestro reconocimiento y admiración hacia la sociedad que fue la cuna de
nuestra civilización y, junto con el aporte posterior de Roma, de nuestra
cultura; y hacia aquellos atenienses en particular (Solón, Clístenes,
Temístocles, Efialtes, Pericles, Demóstenes y otros) sin cuya voluntad de
acción política las ideas democráticas nunca hubieran sido puestas en práctica.
Este trabajo salio publicado en el libro:
Este trabajo salio publicado en el libro:
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