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René León
Por mí agitada vida han pasado
muchos episodios del ayer, algunos felices y otros tristes. He conocido a
personas que tuvieron situaciones difíciles en su vida, y vivieron con ellas
hasta el momento de su muerte. Otras recuerdos felices que el tiempo se las ido
llevando. La siguiente es una historia de una familia del ayer con sus
costumbres y su final triste.
Todavía a fines de los años cincuenta,
se veía en Cuba, especialmente en las clases acomodadas y medias, familia que
vivían juntas en las mismas casas. Estas costumbres tenían su origen desde los
tiempos de la colonia. Vivían juntos, padres. Hijos con sus esposas o esposos,
nietos y hasta parientes cercanos. Todos eran felices. Su secreto era la unión
y la mano fuerte del cabeza de la familia, que los mantenía a todos unidos.
Don Evelio era un hombre de
unos setenta y cinco años. Fuerte como un roble. Tenía algunas propiedades,
entre ellas una finca por la zona de Güines. La administraba un empleado que
llevaba muchos años en la familia. Cuando este venía a la Habana, a hacer las
liquidaciones, Don Evelio reunía a sus hijos después de la comida y repartía a
cada uno su parte, haciéndole recomendaciones de que el negocio no iba bien y
que no gastaran rápido el dinero.
Los domingos al mediodía el
abuelo llamaba a los nietos y les decía:
-Les voy a dar a cada uno los
cuatro reales que siempre les doy, para que lo gasten en lo que quieran.
Ninguno de los niños de la
casa, ni varones o hembras era mimado, ni insolente. Eran cinco varones y tres hembras.
Las hembras se quedaban en la casa. Los varones cogían su dinero, y ese día se
iban al cine, y a comer helados de frutas naturales, que se vendían en los
puestos de frutas de los chinos.
Las hembras salían con los
padres cuando iban de visita a ver familiares y amigos en el auto de la familia
que manejaba un negro canoso, cuyo nombre era Miguelito “El Romántico”. Era
como las sirvientas y cocineras del barrio lo llamaban, pues era muy enamorado,
y buen poeta. El auto lo mantenía siempre limpio. Don Evelio decía: “Si
Miguelito, en vez de manejar un auto, tuviera un quitrín, lo tendría siempre en
buenas condiciones y al caballo limpio y hermoso”.
Recuerdo que una de las
jóvenes de la casa tenía diecisiete años, era toda una señorita, trigueña, ojos
azules grandes lindísimos y un pelo negro muy largo y bonito. Tenía muchos
enamorados, pero no podía salir sola a ninguna parte. Los jóvenes que la
conocían pasaban frente a la casa que tenía una reja grande de hierro, miraban
hacia el jardín, que era donde ella se sentaba cuando regresaba del colegio, a
estudiar y descansar. Le silbaban y se ponían los jóvenes hacerle señas y
musarañas para llamarle la atención. Un conocido mío de aquella época, un día
se puso a caminar por los muros de afuera de la casa y en el momento que lo
hacía, un panal de avispas que había en un árbol cercano se alborotó y le
fueron arriba, dándole numerosas picadas, cayéndose al suelo y revolcándose
para quitarse las avispas, y gritando que lo picaban. Todos en la casa y
vecinos que lo vieron reían. Miguelito con la manguera de agua le empezó a
tirarle agua para alejar las avispas. Un día el conocido me dijo, “Más nunca en
mi vida me pongo a hacer monerías por una mujer, prefiero quedarme soltero,
pero no meterme a cura”. Cuando la joven salía iba con la tía que era la
chaperona, y no había quien se le acercara. Si estaba sentada en el patio, la
tía se sentaba cerca de la sobrina.
La
casa tenía balcones donde de tarde las jóvenes se sentaban a mirar la calle
cercana lo que pasaba en ella. Varias veces iban muchachones a darle serenata a
las muchachas, todas ellas muy bonitas. La abuela cuando la serenata se
extendía, le decía a Don Evelio que les llamara la atención. El salía afuera y
les decía:
-
No me
gusta andar con preámbulos, que no sirven más que para gastar saliva, me hacen
el favor de irse con su música a otra parte o llamo a la policía. Otra cosa,
tómense un poco de miel de abeja con limón, para que no se le salgan los gallos,
y me llenan de plumas la acera.
Todo esto lo sé, porque yo fui
dos veces a dar serenata y la verdad que aquello fue terrible. Con decirles que
no volví a darle más serenatas.
A las diez de la noche Don
Evelio buscaba la llave de la reja y acompañado de un enorme perro de pelo
espeso, cerraba la puerta. Esto querría decir que nadie entraba, ni nadie
salía. Pasó el tiempo, las propiedades se fueron vendiendo, la familia con los
nuevos tiempos y modas se fueron mudando, y los abuelos se fueron quedando solos.
Para colmo de desgracia llego la maldita revolución comunista con sus
falsas consignas. Un día llegaron a la
casa en varios vehículos rebeldes con sus armas a reclamar la casa, pues decían
que habían sido colaboradores del antiguo régimen. Una mujer vestida de verde
olivo, un rosario colgado en el cuello y una boina negra, era la acusadora.
Ella había sido despedida de la casa como sirvienta por estar robando y llegar
borracha. En venganza los acuso falsamente. Don Evelio al protestar de dicho abuso
un guardia le dio un culatazo en la cabeza, teniendo que llevarlo al hospital
la familia. La casa fue apropiada por los comunistas. Don Evelio a los diez
días salió del hospital. Pero nunca más volvió a ser el de antes. Tres meses
después murió. Todo esto lo pude saber por Miguelito que me lo encontré
comprando flores en 23 y 12 para llevarle flores a Don Evelio. Me dijo con
lágrimas en los ojos que se iba para Estados Unidos con la familia que quedaba
en La Habana.
Habían pasado los años y
recuerdo que cada vez que pasaba por frente a la vieja casona, veía correr a
los muchachos en el patio, las jóvenes jugar en el jardín. Don Evelio sentado
en el portal leyendo el periódico, la esposa tejiendo. Miguelito limpiando el
auto. La reja de hierro abierta. Y sola en el jardín florido, la joven
trigueña, con sus grandes ojos azules, su sonrisa angelical, y las hermosas
trenzas de sus cabellos negros.
Lo mismo paso en cientos de familia cubanas que
la falsa revolución destruyó hogares y fusilo cientos de hombres en toda la
isla.
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