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viernes, 1 de agosto de 2014

Los carnavales de antaño

 Ahora que se ha cerrado ya el ciclo jubiloso de nuestras fiestas carnavalescas, suponemos no ha de desagradar a los lectores de Carteles -a modo de cuadro comparativo entre hogaño y antaño- la evocación de los carnavales durante la época de la colonia.

Ahora que se ha cerrado ya el ciclo jubiloso de nuestras fiestas carnavalescas, suponemos no ha de desagradar a los lectores de Carteles -a modo de cuadro comparativo entre hogaño y antaño- la evocación de los carnavales durante la época de la colonia.

Si volvemos la vista al ayer no muy remoto, a los comienzos del siglo XIX, hallaremos que nuestra Isla era una colonia perdida entre la ignorancia y la rutina, en la que sólo la ciudad de La Habana ofrecía cierto aspecto de población semicivilizada; aun en ésta, la mayoría de sus casas eran de embarrado o tablas y guano, y muy pocas de mampostería y tejas; el mobiliario compuesto de rústicos taburetes y mesas, catres de viento o tijera, baúl sobre banquillo, y, como único adorno, un pequeño espejo con sencillísimo marco; los útiles de cocina reducidos a un fogón compuesto de una caja llena de tierra sobre estacas y cuyas hornillas estaban formadas por tres piedras, alimentada con leña, y en el campo, el fogón únicamente consistía en tres piedras colocadas en el suelo; las mujeres para conocer las modas tenían que esperar no la llegada de los figurines que no existían, sino el arribo a nuestra capital o ciudades más importantes, de los galeones, por si en ellos viajaba alguna elegante esposa del nuevo funcionario civil o militar; se almorzaba a las ocho de la mañana, se visitaba a las 11, se comía a la una, se siestaba hasta las cinco, y de cinco a siete daban vueltas alrededor de la Plaza de Armas y otro paseo elegante; la agricultura estaba en pañales; no había carreteras y mucho menos ferrocarriles ni se conocía otros medios de locomoción por caminos reales y vecinales que el lomo de caballo o mulo o el quitrín; ni siquiera La Habana poseía pavimento en sus calles; los baños eran de bateas o palangana y los servicios sanitarios se hallaban limitados a un pestilente pozo negro; las basuras y desperdicios de todas clases se estancaban en las calles esperando que la lluvia las fuese destruyendo o arrastrando...
Y, sin embargo, esta sociedad criolla tan primitiva y mísera... ¡se divertía!, constituyendo el juego y el baile las principales diversiones que acaparaban buen número de horas cada día y no menor número de días cada año. Con cualquier pretexto se formaba una timba o un bailecito, o una timba con baile, o un baile con timba, y para bailar y jugar se escogían lo mismo 195 fechas religiosas que los acontecimientos familiares, locales o insulares; un santo, que un bautizo, una boda, que un velorio.
En esta época paradisíaca, los carnavales —motivos o pretextos admirables para holgar y divertirse- alcanzaban brillo extraordinario, que alcanzó su apogeo durante todo el siglo XIX, hasta los días mismos de la guerra del 95.
Cada población de la Isla tenía sus días típicos de carnavales, que no siempre coincidían con la fecha religiosa de las carnestolendas. En La Habana distinguiéronse los carnavales por los paseos, los bailes y las comparsas.
Los primeros tenían por escenario aquellas calles que según la época disfrutaban del favor de la aristocracia habanera: la Calzada de la Reina, la Alameda de Paula, el campo de Marte, el nuevo Prado o Alameda de Isabel II. En quitrines y volantes, de acuerdo con su posición económica, lucían nuestras tatarabuelas, bisabuelas y abuelas, su belleza, su gracia y su elegancia, recibiendo los homenajes de sus amigos y admiradores o del pueblo en general que a uno y otro lado de la vía, y desde ventanas, balcones y azoteas, presenciaban el paseo carnavalesco o tomaban parte en el mismo lanzándoles flores a las bellas ocupantes del típico carruaje cubano. Este fue sustituido por los coches, y las flores fueron desalojadas por las serpentinas y  los confetis.
Completaban el atractivo de los paseos carnavalescos las mascaradas de blancos, y negros, que recorrían las calles, y que las integraban bobos, osos, payasos, esqueleto, diablitos, reyes moros o cristianos, papahuevos, etc. Estos personajes de la farsa carnavalesca cantaban, gritaban, hacían gestos ridículos y contorsiones exageradas, asaltando con sus bromas a los transeúntes o a los vecinos que, presenciaban el espectáculo desde las ventanas de sus casas.
No es posible que dejemos de mencionar, al referirnos a la forma en que se celebraba el carnaval durante la colonia, a las comparsas constituidas por elementos de nuestra llamada clase baja, ya por los criados y criadas del señorito, vestidos a la última moda blanca y ataviados a veces con las joyas de sus amos, ya por negros curros o catedráticos, ya por las diversas potencias ñañigas, las cuales, desaparecido el Día de Reyes, carnaval de los esclavos africanos, dieron rienda suelta a su afán de tumultuoso esparcimiento en las comparsas que recorrían nuestras calles, cantando y bailando a los sones de sus típicos instrumentos africanos. El Alacrán, Los Moros Rosados, Los Moros Verdes, Los Hijos de Quirina, Los Turcos, Los Chinos, y otras, se hicieron celebres por lo pintoresco de los trajes, adornos y emblemas que lucían, y también, en ocasiones, por las sangrientas riñas que entre ellas estallaban, el dilucidar en plena vía pública las discordias, odios y venganzas de los respectivos fuegos o cabildos a que pertenecían esas comparsas. De las comparsas solo diré que, prohibidas por la autoridad al surgir la República, fueron, sin embargo, permitidas esporádicamente aquellos años que coincidan los carnavales con la celebración de elecciones generales o parciales, utilizando así los gobernantes o los políticos estas típicas y tradicionales manifestaciones del regocijo popular, como gancho para conquistar simpatía y popularidad, con vistas al esperado triunfo en los comicios.
De la celebración de los carnavales en otras poblaciones de la Isla, tenemos interesantes referencias en las memorias de Lola María (Dolores María de Ximeno y Cruz) publicadas con el título de Aquellos Tiempos.
Sus más lejanos recuerdos, allá en su ciudad de Matanzas, da a conocer cuando, de niña, solo se le hacía partícipe «en lo que érame permitido desde mi ventana, riendo locamente de las graciosas mascaradas ingenuas y sencillas, como de aquel que, con larga levita, sobrero de castor, una maleta en la mano y careta negra, gritaba sin parar en vertiginosa carrera: ¡Que se me va el tren!... ¿Qué tren?  ¡Ah, sí, el de la felicidad! Tarde y noche pasaba el sujeto en la desaforada marcha.
«También atraía mi atención la manada de monos con careta de lo mismo que todos los años invadían calles y paseos vestidos de negro con capuchón, y largo rabo formado por una cuerda que sin compasión con la mano agitaban, alcanzando a alguno la pesada broma. Eran terror de los niños y de los tranquilos vendedores de naranjas y bollitos; repitiendo como estribillo aquellos energúmenos:
Estos monos son de ley,
Meten cinco y sacan seis.
«Alusión muy marcada parece a los que, al apoderarse de lo ajeno, llevan con los cinco dedos de la mano, la ventaja, además, de la cosa robada. Formaban la bandada hijos del pueblo de distintas razas.
«Organizábanse en esos días comparsas de esclavos Que a las casas ricas concurrían. Eran estos criados y criadas del señorío y en el baile de figuras de preciosas combinaciones danzaban con arcos de flores, lujosamente vestidas ellas a la última moda y casi todas con lucidas y ricas joyas de sus amas. Y quizás si por eso a mi memoria viene cuanto sentaba a una joven negra que a nuestro servicio estaba un soberbio aderezo de purpúreos corales! Eran la mayoría costureras o sirvientas de los amos y tan finas, comedidas y discretas que ¡ay, ay, ay!...
«Sus compañeros, remedo exacto de los señores de quienes eran siervos, vestían de etiqueta irreprochablemente. Constituían la crema, lo mejor de ellos».
También habla Lola María del papel que desempeñaban en las fiestas carnavalescas matanceras los negros curros y los negros catedráticos, que vivían, como oasis florecido en el desierto de su triste condición social horas felices, sintiéndose libres e iguales a los blancos, alternando con ellos en tragicómica parodia, con sus ribetes de crítica burlesca a la distinción, finura e ilustración de sus amos:
«Y por último, fueron los negros curros en las carnestolendas motivo de mi mayor admiracjón. Por lo regular, negros criollos muy ladinos, desempeñaban airosamente el papel. Teñianse el rostro aun mas de negro, resaltando la blanca cornea del ojo, los dientes y la encendida boca. Vestían caprichosamente de blanco, pantalón muy ceñido y bombache desde la rodilla, desapareciendo el pequeñísimo pie en la exagerada medida con que terminaba, calzados como estaban por sueltos pantuflos. La camiseta de exagerada blancura llena de rizados, tufos y bullones, lo mismo que les anches mangas. Una enhiesta, fingida y solitaria rosa ostentábase prendida sobre el corazón. El sombrero pequeño de fina jipijapa sin cinta alguna. El pañuelo desplegado de extraordinarias dimensiones era lo único que en la mano llevaban. Al andar arrastraban los pies y movían los brazos, con algo de compás de baile en la característica marcha que el flojo calzado imprimíale.
«En grupos de ocho o diez visitaban las casas, siendo recibidos con las mayores atenciones. Sentábanse muy serios en el estrado principal en compañía de los dueños, comenzando la visita con una serie de palabras rimadas en los graciosos diálogos que sostenían y que francamente quiero confesar desternillaban de risa al elemento blanco que los escuchaba, sutilezas del ingenio, mil agudezas, un género especial solo de ellos conocido, habiendo desaparecido con la esclavitud la creación, que de España, como es natural, hubo de arrastrar los antecedentes, relegada después, como fué, al teatro bufo cubano y uno de sus principales puntos de apoyo. Gratificábanse espléndidamente.
«Iguales, en cuanto a rara especialidad, eran los negros catedráticos, vestidos de larga levita y chistera, y aire y porte tan doctorales que, barajadas en sus cerebros ciencias, artes y letras en lastimosa confusión, resultaba el disparatado discurso una serie de barbaridades, completando con los curros la nota más saliente y graciosa del carnaval».

Artículo histórico costumbrista publicado en la revista Carteles, 31(15): 80-81; 9 de abril de 1950
Emilio Roig de LeuchsenringHistoriador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.

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