Por: Pedro Urra Medina
Después de narrar el resultado del fallido secuestro de nuestro patrón, según me contaron hay otra historia que tiene que ver con nuestra iglesia. No he podido precisar la fecha pero de seguro es a partir de 1930. La Logia Masónica se edificó al pie de la escalinata de la parte oeste de la Iglesia de Arroyo Arenas, la misma que utilizaban las señoras para entregar sus limosnas, esto fue entre el año 1930 y 1931, el caso es que dicen que el cura de esa época determinó no subir a la iglesia por esa escalinata, debido a la Logia que allí existía. Aquí está foto donde aparece el local donde estaba la Logia, ubicada en casa de color azul.
Históricamente conocimos después que en esta Logia (Román de La Luz) se refugio el mártir de la Revolución Cubana, Juan Manuel Márquez Rodríguez, allí fue detenido por los órganos policiacos del gobierno de Gerardo Machado y después de condenado por los tribunales del Régimen dictatorial fue enviado al Presidio Modelo de la Isla de Pinos, era el prisionero mas joven entre los presos políticos que allí radicaban, contaba entonces con sólo 16 años de edad.
El padre de Juan Manuel Márquez, quien fungía como uno de los directivos de la Logia, protegió a su hijo.
Las fiestas
Se vendían velas de a peso, de 50 y de 20 centavos y las grandes estaban adornadas con cintas de colores brillantes. En las procesiones, cuando el aire batía, los más experimentados ponían un cartucho desfondado alrededor de la vela para que ésta no se apagara. Algunas veces los que venían detrás quemaban a los que estaban delante. ¡Aquello era muy divertido! Mucho para mi mente infantil… Por sobre todas las cosas, lo que más me satisfacía era que en esos días siempre se hacía un gran esfuerzo en casa, pues nos compraban zapatos y ropa nueva y me ponían en el bolsillo un par de pesos para gastar. Era la única fecha del año que podía tener algo que me hiciera feliz.
En aquellos días recibíamos la visita de todos los parientes y amigos, los del campo y los de la ciudad; todos venían a rendir su tributo al santo. Lo primero que hacían al llegar, era pasar al excusado que estaba en el medio del patio y después, quitarse aquellos zapatos nuevos que les apretaban. En esos días mi papá gozaba de lo lindo. Él, que era loco aficionado del punto guajiro, traía a todos sus poetas amigos para que le cantaran. La cantaleta comenzaba a media tarde y llegaba hasta la media noche. Creo que eso me hizo detestar en ese tiempo a esa manifestación artística tan cubana. Años después comprendí su verdadera riqueza.
Por la noche comenzaban los bailes. En el Liceo, frente a la Iglesia, bailaban los blancos con las blancas y en el Caserón de Lupo, bailaban los negros con las negras. Allí estaba su sociedad. Entonces no comprendía yo, por qué tenía que ser así, pero todos lo aceptaban…
Cuando en el baile del Liceo aparecía algún joven, hembra o varón, aunque su piel fuera más blanca que muchos de sus directivos, pero su pelo era algo encaracolado, la Comisión de Orden actuaba de inmediato; iban con sus brazaletes y aquel que fuera detectado, tenía que abandonar el local. La pareja de guardias rurales estaba atenta por sí tenía que actuar. En eso, los de la Comisión eran muy estrictos, decían que a ellos “no se le podía pasar gato por liebre”.
Liceo de Arroyo Arenas ahora Casa de la Cultura
El Presidente de la Sociedad de Color era Juan el vecino, hombre bondadoso, respetuoso y servicial, que además se llevaba bien con todos, con blancos, con negros y mulatos. No obstante todo esto, Juan no podía ni acercarse a la Sociedad de blancos. Su presencia estaba vedada en aquel lugar.
Los viejos decían: —“Las cosas tienen que estar en su lugar, los blancos con los blancos y los negros con los negros, y no revueltos”. Esto lo garantizaban aquellos guardias rurales de traje amarillo, sombrero alón, botas altas y lustrosas, largo sable que rozaba el piso y el cuarenticinco a la cintura. Esto sin contar los springfields o cráckers que usaban en casos especiales como estos.
Además del baile de los blancos y el de los negros, en la Semana Santa se organizaba otro donde bailaban los que no se aceptaban en el Liceo, ni en la Sociedad de Color; a éste bailable lo llamaban la “ruñidera”. Aquí cobraban por pieza, se bailaba apretado, se sudaba mucho, las caras brillaban y el tufo no era nada agradable. Para garantizar las parejas, se reunían allí decenas de prostitutas que venían de La Habana. Algunos jóvenes, los más “audaces” del pueblo, se colaban allí y muchos también fueron bien “premiados”, al lograr algunas conquistas al terminar aquellos bailes… después, la penicilina. Por esas ironías de la vida, en la “ruñidera”, bailaba el blanco con la negra y el negro con la blanca.
Mi padre, que cada vez que se ponía bravo se fajaba verbalmente con Dios – esto era siempre que algo le salía mal- no quería que nos bautizaran ni a mi y ni a mis dos hermanas; teníamos 5, 6 y 7 años de edad respectivamente y mi mamá insistía en que nos bautizáramos. Ella estaba muy preocupada no fuera a pasarnos, a los tres, como le pasó a la vieja judía que vivía en una finquita en
Cantarrana. Alrededor de esta señora había todo un misticismo, un misterio… y nosotros en realidad, por lo que se decía, le teníamos temor. Después conocimos que ella era una buena mujer, muy trabajadora y con muchos hijos.
En una ocasión, aprovechando un bautismo masivo que se desarrolló en la parroquia, – fue en ocasión de la visita de un obispo o algo así- se corrió a improvisar los padrinos- y a echarnos el agua bendita en la cabeza. La gran mayoría de los niños no recuerdan este día, pero yo si; tenía 6 años y el agua estaba fría pues estábamos en invierno. Ya mi mamá estaba tranquila, ya podíamos morir, no nos iríamos al otro mundo, judíos… Para mí no hubo diferencia, seguía siendo el mismo, flaco, anémico, genioso, pataleando y llorando por cualquier cosa. No obstante todo esto, seguía estando orgulloso de la iglesia de mi pueblo.
Como toda iglesia, tiene su campanario y su púlpito, también tiene su cura y si excepcional era la iglesia, así lo era el cura. Este a diferencia de otros, era joven, esbelto y bien parecido. Era jimagua. El hermano no era cura.
En mi pueblo había eternas señoritas, beatas, de aquellas que corrían para la Iglesia a cada repique de campana. Allá iban ellas con catecismo, crucifijo y velo en la cabeza. Los suspiros de estas se escuchaban cada vez que el “padre” terminaba una oración y aparecían las miradas de “carnero degollado”. Si bien este hombre pudo arreglárselas para atender a los presidentes y sus familiares, los representantes etcétera, en honor a la verdad y a la justicia tendríamos que decir que también tuvo gestos que merecieron el respeto de todos, y lo más importante, quiso morir en su patria a pesar de los ofrecimientos que tuvo para marcharse del país, allá donde habían ido a parar sus beatas fanáticas y su hermano gemelo.
Un día inesperado, cuando nadie lo pensaba, hubo un cambio radical en la categoría de la iglesia de mi pueblo. Ese fue el día que apareció un nuevo santuario para el Nazareno. Uno más acorde a la estirpe de aquellas señoras y señores que daban tanto realce a la Iglesia de mi pueblo. Apareció Jesús de Miramar. Fue allí en la 5ta avenida. Nuestra parroquia, aquella que tanto nos había llenado de orgullo, perdió su nivel, dejo de ser lo que era. Aquellos señores encontraron algo más acorde a sus exigencias. Ahora mi ermita pasaba a la humildad, se situaba al nivel de la Virgen de Regla, la de Santa Bárbara, la de la Caridad, la de San Lázaro y la de las Mercedes. Con los señores y las señoras se fueron sus modestos aportes, sus elegantes choferes y detrás, los limosneros; se fue Paraguayo y Gurupela y otros de su negocio que me hacían feliz. Ahora los feligreses eran pobres y estaban más bien para recibir que para dar limosnas. El cepillo que pasaba el sacristán, aquel que se desbordaba antes de billetes de todos colores, ahora se veía vacío muchas veces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario