Doña Concha Piquer,
cuando todavía era Conchita Piquer –por su lozana juventud-, en
1927 protagonizó una película española dirigida por el prolífico
y legendario cineasta y empresario BenitoPerojo. La cinta se
llamaba “El negro que tenía el alma blanca”.
En 1934, Perojo
intervino en calidad de co-productor en una segunda versión de aquel
argumento, esta vez protagonizada por la sevillana Antoñita Colomé
y el elegante actor de pulidas maneras y clara dicción José María
Linares Rivas, madrileño de nacimiento, casado con la actriz cubana
Sara Cabrera entre 1939 y su propio fallecimiento en 1955, que
encontró en la cinematografía mexicana su papel estelar como
villano atildado y sometedor de las damas, y que en 1952 rodó, al
lado de Gloria Marín (entonces ya divorciada de Jorge Negrete) y del
posteriormente malogrado Jorge Mistral, “El Derecho de Nacer”,
obra de la inequívoca autoría del novelista cubano Félix B.
Caignet. En 1951, el afamado tanguista, actor y director argentino
Hugo del Carril –quien en los años cuarenta y cincuenta del pasado
siglo hizo repetidas apariciones en el teatro, la radio y la
televisión de Cuba (desde el escenario del Teatro Nacional hasta los
estudios donde se transmitía el programa televisado Jueves de
Partagás)- coprotagonizó la tercera versión de “El negro que
tenía el alma blanca”, al lado de la madrileña María Rosa
Salgado –que había sido la esposa en primeras nupcias del matador
de toros Pepe Domínguín, hijo del torero Domingo Dominguín,
hermano de los también espadas Luis Miguel y Domingo Dominguín, y
tío político de los igualmente consagrados Francisco Rivera
(Paquirri), Curro Vázquez y Paco Alcalde-.
De la novela que dio
pie a esas películas, “El negro que tenía el alma blanca”,
salió publicada en el diario madrileño ABC del 6 de julio de 1922
una crítica firmada por José Ortega Munilla, escritor
posteriormente afincado en Madrid si bien había nacido en Cárdenas
(Ciudad Bandera) el 26 de octubre de 1856, siendo su padre
funcionario de la administración colonial española en Cuba. Ortega
Munilla casó con una hija del fundador del diario madrileño El
Imparcial, doña Dolores Gasset, cuyos hijos fueron los
archiconocidos hermanos Eduardo -que murió en el exilio en Caracas,
en 1965-, Rafaela –fallecida en 1940-, Manuel, el autor de la
Biografía de El Imparcial -muerto también en 1965-, y el gran
filósofo José Ortega y Gasset. -que murió en 1955-. Y ¿quién fue
el autor de “El negro que tenía el alma blanca” y qué conexión
tenían él y esta obra suya con Cuba? –en cuya historia entran y
salen continuamente actores, actrices, cineastas y escritores nacidos
en Cuba o con una sólida relación con la Isla-. Pues su autor fue
Alberto Insúa, nacido en La Habana en 1883, en cuyo colegio de Belén
estudió, y de quien muchos años después (en 1969) llegó a decir
Federico Carlos Sainz de Robles (escritor, dramaturgo, historiador,
lexicógrafo, crítico e historiador literario, folclorista,
bibliógrafo y ensayista) que “En cualquier otro país menos
subdesarrollado literariamente que el nuestro, bastarían los tres
nutridísimos tomos de sus Memorias: mi tiempo y yo (1952,1953,1959)
para asegurar a Insúa un puesto permanente en las más ceñidas
historias de la literatura española. Tantas son la verdad, la
amenidad, los agudísimos juicios, las noticias literarias ‘de
primera mano’ que hay en ellos…Pues si fuera preciso señalar las
dos novelas españolas más veces reimpresas entre 1900 y 1936, sería
de justicia proclamar que La casa de la Troya: estudiantina del
madrileño Alejandro Pérez Lugín, y El negro que tenía el alma
blanca, de Insúa. Novelas que hoy se reimprimen con frecuencia”.
En sus Memorias, Insúa dice: “Nací en la ciudad de La Habana. Mi
padre era español, de la villa de San Pelayo de la Estrada, en la
provincia de Pontevedra. Mi madre perteneció a una familia
aristocrática de Puerto Príncipe, provincia que en Cuba
independiente ha recuperado su nombre indígena de Camagüey. Mi
padre era abogado, escritor y periodista…mi abuelo materno, por su
natural pacífico y tener ya una de sus hijas casada con un español,
se redujo a abandonar su casa de Puerto Príncipe y refugiarse con su
esposa y su prole en la más recóndita y fragosa de unas tierras que
poseía en la provincia. Muchos cubanos procedieron como él en ambas
guerras (se refiere a la Guerra de los Diez Años y a la Guerra
Chiquita). Mas no le valió a mi abuelo aquella actitud sino para
salvar la vida y apartar a los suyos de persecuciones posibles. Sus
bienes fueron confiscados y su nombre pregonado como el de un
rebelde. ¿Por qué? Porque su esposa, doña Dolores de Cisneros y
Álvarez, era prima de dos prohombres de la causa separatista, don
Salvador de Cisneros y Betancourt, marqués de Santa Lucía,
representante del Camagüey en los preparativos del alzamiento de
Céspedes, y don Gaspar Betancourt Cisneros, uno de los emigrados en
los Estados Unidos que se dirigieron a Bolívar rogándole que interviniese con su
espada a favor de Cuba.
“Si se añade
–continúa nuestro autor- que mi abuela estaba emparentada con los
Agüero y los Agramonte -familias próceres de Camagüey que dieron
paladines y mártires a la causa- se comprenderá fácilmente que las
autoridades españolas vieran en mi abuelo a un sospechoso. Las
aventuras de éste, más bien sus desventuras, se resumieron en el
éxodo familiar a La Habana y la pérdida –por confiscación- de
todos sus bienes en Camagüey”.
Sin embargo, las
simpatías juveniles de Insúa no estuvieron nunca con los
separatistas, sino con el Autonomismo, sobre lo que en sus Memorias
escribió lo siguiente: “Quiero también insistir en que mi
‘sensibilidad hispánica’, sucesivamente labrada en el hogar, en
el colegio y en mis dos viajes a Galicia, no incluía en modo alguno
desamor a Cuba, sino que –como en tantas personas mayores de la
Isla, peninsulares y criollos- significaba, noblemente, un profundo
anhelo de que Cuba no dejase de ser española. Es decir que yo, con
mis trece años apenas cumplidos, pensaba como cualquiera de aquellos
cubanos autonomistas, fieles a la Madre Patria, o como cualquiera de
aquellos españoles que habían fundado en Cuba sus hogares y no
podían admitir sino doliéndoles el alma la victoria posible del
separatismo”.
En 1898, a las puertas
de la intervención norteamericana en Cuba, los padres de Insúa
deciden que la familia marche definitivamente a España. Alberto
Insúa no olvida nunca su infancia cubana, los olores, los colores,
las vistas y paisajes, la mezcla de blancos, negros y chinos y todas
las combinaciones intermedias de razas. En sus Memorias escribirá
muchos años más tarde que “…no ha habido, que yo sepa, hombres
en el mundo que resolvieran más fácil y humanamente los conflictos
planteados por la diversidad de las razas. Los resuelven, como es
sabido, por el injerto, por la cruza. Nadie más exógamo que el
español. A él se deben todos los mestizajes de América. Y a esa
función magnífica, propagadora y niveladora de la especie como
ninguna, venía preparado por esa larga experiencia peninsular que la
Historia recoge y los biólogos estudian. En América, el español
hizo con las indias –y también con las negras- lo que sus
antecesores hicieron en España con las moras y las hebreas:
mezclarse en matrimonio o en barraganía…”
No regresa a la Isla
sino hasta 1929, y entonces se explaya: “Muchas cosas en La Habana
me atraen como por instinto, como si me hubieran faltado durante
mucho tiempo y me arrojara ahora sobre ellas con un ansia de
desquite. Así, en la mesa, las frutas y los dulces. Así, en la
calle, su colorido humano diverso. Veo, por detrás, una mujer
admirablemente vestida y de rítmico andar, adelanto varios pasos
para ver su rostro, y es el de una “parda” o “canela”, como
aquí llaman a las mulatas”. ¿No es esta visión sensorial y
sensual de la realidad más inmediata, más cercana, más cotidiana,
una premonición de lo “real maravilloso” al que Alejo Carpentier
habría de dar carta de naturaleza como forma venturosa de expresión
literaria de las emociones frente a la realidad?
Ortega Munilla glosa en
su crónica de 1922 la recién publicada novela de Insúa “El negro
que tenía el alma blanca”: “He aquí que un negro oriundo de la
isla de Cuba, de familia de esclavos, que se llamó al nacer Pedro
Valdés, ha trocado su nombre por otro norteamericano: el de Peter
Wald. Sus patronos fueron los marqueses de Arencibia. En su tiempo,
el de la infancia del muchachito, ocurrieron las catástrofes de las
guerra separatista. Mil aventuras pasaron sobre el niño negro. Una
genialidad inesperada lo convierte en rey del baile norteamericano.
Donde quiera que aparecía llenaba los teatros…Y en medio de todo
esto surge un amor: el negro codicia noblemente a una artista
humildísima, a una cómica desdichada. Esta es una española de
verdad: ni se rinde a los halagos ni al dinero. Además, por un
sentimiento racial odia al negro. Pero Peter Wald aparece ante ella,
al fin de una larga lucha, como un caballero, como un mártir al que
la naturaleza hubiera puesto la sombra de la desdicha. Peter Wald
lucha por conseguir a esa española. En la fatiga de la contienda
desfallece, y un día, cuando la española se entera de lo que vale
aquel negro, éste cae en el morir. La comiquilla madrileña besa la
frente del bailarín, y éste desaparece dejando a su amor un pingüe
recuerdo testamentario…Un vil empresario rige aquel mundillo de la
farándula, desdeñando a los maestros del ingenio. Más noble, más
digno, menos impuro, es Peter Wald. El negro tiene el alma blanca y
muchos de aquellos blancos tienen el alma negra”.
Alberto Insúa, cuyo
nombre de pila era Alberto Galt y Escobar, a lo largo de la primera
mitad del siglo xx pergeñó más de cincuenta novelas (como él
mismo dejó escrito, a razón de una cada año) y cientos de
artículos periodísticos, durante sus largas estancias en España,
la Argentina y Francia. También incursionó en la dramaturgia, en
más de una ocasión en coautoría con quien fue su cuñado, el
escritor y diplomático cubano Alfonso Hernández Catá. En sus
Memorias, el mismo Insúa adscribió el estilo literario de sus
novelas a un realismo muy español, pero sin semejanza alguna con el
Naturalismo de Zola, y todas con un fondo cristiano.
Fue un escritor que
gozó de un gran predicamento entre el público lector de España y
América, durante ese primer medio siglo, cuidadoso de la limpieza
lingüística de sus textos, con un estilo expositivo realista –en
cuanto sus argumentos se encuadran en una realidad vivida y conocida-
e inspirado, al decir del autor, “en los hechos colectivos de la
historia de España que me ha tocado vivir”. Fue, además, toda su
vida, un enamorado de Cuba, de la que siempre habló como de un
paraíso perdido.
©Roberto Soto Santana, de la Academia de la Historia de Cuba |
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