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domingo, 15 de julio de 2018

CONVERSACIONES A CUATRO (II)

Foto Tomada de: Huffington Post


Dr. Juan Gustavo Benítez Molina
Málaga

El día que conocí a Araceli, la abuela de Dolores, el pueblo entero estaba sumido en un profundo pesar. Durante la noche, una de las más gélidas que se recuerdan, los días del hijo pequeño del herrero habían llegado a su fin. Los hechos habían acontecido de forma inesperada. La desgracia se había instalado en la familia de José el herrero y de Gertrudis, su joven y delicada esposa desde hacía tiempo, y, al menos, de momento no se vislumbraba ningún halo de esperanza que hiciera prever un cambio de rumbo en sus vidas. Y es que era el segundo hijo que habían visto morir en menos de dos años. Ya había gente en el pueblo que empezaba a pensar que a lo mejor alguien había hecho caer una oscura maldición en el seno de dicha familia. Hacía tan solo cuatro meses que su hijo mayor, de apenas ocho años, había sido encontrado sin vida a los pies del precipicio conocido por las gentes como “La guadaña”. La forma en que había llegado allí se desconocía. Tras cinco duros días, desaparecido el pequeño, la búsqueda había llegado a su fin del modo más horrible que se podía esperar. El misterio de su muerte, a ese día, seguía sin esclarecerse, y para colmo, ahora, su hermano pequeño también había decidido traspasar el umbral entre la vida y la muerte, acompañándolo así en su deambular por lo desconocido. De este modo, José el herrero y Gertrudis habían pasado en apenas dos años de tener dos hijos a no tener de nuevo ninguno. El primero se había ido tras despeñarse desde lo alto de un precipicio en oscuras circunstancias. El segundo, con tan sólo tres años, había perecido, tras una grave infección gastrointestinal. El doctor certificó la muerte del pequeño por causas no bien conocidas. Según refirió este, el origen de la infección pudo tener lugar en el pescado contaminado, que ingirió el pobre niño hacía apenas seis o siete días atrás. O bien, por aguas contaminadas, carne o a saber qué otra cosa.
            Don Matías hizo aquí una breve pausa en su relato de los hechos para tomar un generoso sorbo de café. Los niños lo miraban absortos, con los ojos abiertos de par en par. Si una mosca hubiera pasado por allí en esos momentos, esta podría haber traspasado fácilmente las fauces del ensimismado Francis, el cual tenía la boca más abierta que los mismísimos ojos. Sin embargo, fue Teresa la que quebró de nuevo el silencio.
            —Abuelo, debió de ser muy duro para los padres de esos dos pequeños el perderlos en tan poco tiempo, pero… ¿qué tiene que ver todo eso con la abuela de Dolores? Ya sabes que no me gustan las historias tristes —dijo a la vez que fruncía el ceño.
            Don Matías no pudo más que sonreír y dirigirle una mirada que denotaba cierta compasión hacia su nieta, además de complicidad.
            —Lo sé, lo sé pequeña y dulce niña. Y perdona por lo que a mí concierne, mas temo que si no cuento la historia al completo no captéis la esencia de los hechos acaecidos en aquel triste día. La amistad verdadera es más fácil que surja al compartir intensas emociones —tras estas palabras el abuelo continuó con el relato.
            El pueblo entero se movilizó como muestra de apoyo a José el herrero y a su mujer Gertrudis. La casa de estos estaba a rebosar. Todos se congregaban allí. La triste noticia se había propagado entre la multitud como un auténtico reguero de pólvora. Uno tras otro iba pasando por delante del herrero y de su esposa ante los cuerpos sin ánima de sus hijos, brindándoles sus más sinceras condolencias.
            Recuerdo ver cómo de la casa no cesaba de entrar y salir gente. Parecía un verdadero hormiguero al que estuvieran llevando en volandas las provisiones con las que abastecerse durante el frío invierno.
            En contrapunto al hormiguero de adultos, la calle estaba repleta de niños y niñas de todas las edades. A todos les habían dicho sus padres lo mismo que a mí: que aguardáramos allí afuera hasta que regresaran.
            Yo contaba entonces con ocho primaveras en mi haber. Muchos de los niños allí presentes me eran totalmente desconocidos. Nos reuníamos en pequeños círculos, intentando pasar el tiempo. Unos hablaban, otros reían. También había quien se pegaba empellones con otros y, desde luego, no faltaba el que se contentaba con, simplemente, escuchar y pasar desapercibido. Entre este último grupo me encontraba yo.
            —¡Vaya, don Matías, pues ahora cualquiera lo diría! No para usted de hablar y aún no sabemos nada acerca de la abuela de Dolores —soltó Francis de forma inesperada. Teresa y Jorge se miraron el uno al otro y, tras unos segundos de profundo silencio, la carcajada que estalló fue de tal magnitud, que todos los presentes en el jardín de la residencia dirigieron sus miradas hacia nuestra mesa. Don Matías tampoco podía dejar de reír ante el elocuente comentario de Francis.
            —¡Calla cocotero y déjale hablar! —le recriminó Teresa a Francis, al tiempo que extendía hacia adelante ambos brazos en señal de protesta.
            —Paciencia muchacho, paciencia. Tenemos todo el tiempo del mundo —consiguió articular don Matías después de apaciguar a duras penas la fuerte carcajada que le provocaron las palabras del joven. Tomó otro sorbo de café y prosiguió con el relato.
            Nunca podré olvidar la fuerte algarabía que se produjo de súbito. Unas voces, que denotaban desesperación y pedían auxilio, se hicieron eco entre la multitud de niños. Todos nos encontrábamos allí apilados cerca de la casa del herrero.
            —¡Ayuda, ayuda! —gritaban al unísono un muchacho de unos seis o siete años y una niña aún más pequeña. Ambos tenían el cabello cobrizo, lo cual hacía pensar que tal vez fueran hermanos.
            —¿Qué ocurre? —respondieron dos o tres voces a la vez, las que se encontraban más próximas a la atemorizada pareja.
            —Nuestro perro, Persucán, necesita ayuda. Hace más de una hora que se metió en una cueva y sigue sin salir. Le ha debido de pasar algo, estoy seguro —dijo el joven con una mueca de desesperación dibujada en el rostro—. No es normal. Hemos intentado entrar, pero está todo muy oscuro y no vemos nada.
            —Calma, no os preocupéis. Decidnos dónde está la cueva e iremos a buscarlo ahora mismo.
            —Venid, venid. No hay tiempo que perder. Puede estar atrapado o herido. Hay que darse prisa. Necesitaremos lámparas o fuentes de luz, pues de otro modo será complicado entrar.
            Llegados a este punto, don Matías hizo una pausa. Teresa, Jorge y Francis se removieron en sus asientos como, si la amistad que los unía los hubiera llevado ya a tener una consciencia común. Don Matías se quedó por unos instantes en silencio con la mirada perdida en el horizonte.
            —¿Qué ocurre abuelo? ¿Por qué te detienes? —preguntó extrañada Teresa. Tras unos segundos que parecieron eternos, el anciano volvió a articular palabra.
            —Nada, Teresita. Solo estaba intentando recordar las facciones de aquellos dos niños de cabellos rojizos. Uno se llamaba Juan y su hermana pequeña Araceli.
            —¡Araceli! —gritó Francis con todas sus fuerzas—. ¿Esa niña era la abuela de Dolores?
            —¡Eso es! —exclamó don Matías con una sonrisa rebosante de satisfacción—. Por fin, llegamos a la parte interesante de la historia. ¿Quién me iba a decir a mí que aquella niña asustada, que llegó ese día con su hermano pidiendo ayuda, iba a resultar ser una de mis mejores amigas durante muchos, muchos años? En la vida, como ya veréis, suceden muchas veces acontecimientos que parecen escritos de antemano, pero no quiero demorarme mucho. Sigamos por donde nos habíamos quedado…

                                                                                               (Continuará)

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