Foto Tomada de: Huffington Post |
Dr. Juan
Gustavo Benítez Molina
Málaga
El día que conocí a Araceli, la abuela de Dolores,
el pueblo entero estaba sumido en un profundo pesar. Durante la noche, una de
las más gélidas que se recuerdan, los días del hijo pequeño del herrero habían
llegado a su fin. Los hechos habían acontecido de forma inesperada. La
desgracia se había instalado en la familia de José el herrero y de Gertrudis,
su joven y delicada esposa desde hacía tiempo, y, al menos, de momento no se
vislumbraba ningún halo de esperanza que hiciera prever un cambio de rumbo en
sus vidas. Y es que era el segundo hijo que habían visto morir en menos de dos
años. Ya había gente en el pueblo que empezaba a pensar que a lo mejor alguien
había hecho caer una oscura maldición en el seno de dicha familia. Hacía tan solo
cuatro meses que su hijo mayor, de apenas ocho años, había sido encontrado sin
vida a los pies del precipicio conocido por las gentes como “La guadaña”. La
forma en que había llegado allí se desconocía. Tras cinco duros días,
desaparecido el pequeño, la búsqueda había llegado a su fin del modo más
horrible que se podía esperar. El misterio de su muerte, a ese día, seguía sin
esclarecerse, y para colmo, ahora, su hermano pequeño también había decidido
traspasar el umbral entre la vida y la muerte, acompañándolo así en su
deambular por lo desconocido. De este modo, José el herrero y Gertrudis habían
pasado en apenas dos años de tener dos hijos a no tener de nuevo ninguno. El
primero se había ido tras despeñarse desde lo alto de un precipicio en oscuras
circunstancias. El segundo, con tan sólo tres años, había perecido, tras una
grave infección gastrointestinal. El doctor certificó la muerte del pequeño por
causas no bien conocidas. Según refirió este, el origen de la infección pudo
tener lugar en el pescado contaminado, que ingirió el pobre niño hacía apenas
seis o siete días atrás. O bien, por aguas contaminadas, carne o a saber qué
otra cosa.
Don
Matías hizo aquí una breve pausa en su relato de los hechos para tomar un
generoso sorbo de café. Los niños lo miraban absortos, con los ojos abiertos de
par en par. Si una mosca hubiera pasado por allí en esos momentos, esta podría
haber traspasado fácilmente las fauces del ensimismado Francis, el cual tenía
la boca más abierta que los mismísimos ojos. Sin embargo, fue Teresa la que
quebró de nuevo el silencio.
—Abuelo,
debió de ser muy duro para los padres de esos dos pequeños el perderlos en tan
poco tiempo, pero… ¿qué tiene que ver todo eso con la abuela de Dolores? Ya
sabes que no me gustan las historias tristes —dijo a la vez que fruncía el
ceño.
Don
Matías no pudo más que sonreír y dirigirle una mirada que denotaba cierta
compasión hacia su nieta, además de complicidad.
—Lo
sé, lo sé pequeña y dulce niña. Y perdona por lo que a mí concierne, mas temo
que si no cuento la historia al completo no captéis la esencia de los hechos
acaecidos en aquel triste día. La amistad verdadera es más fácil que surja al
compartir intensas emociones —tras estas palabras el abuelo continuó con el
relato.
El
pueblo entero se movilizó como muestra de apoyo a José el herrero y a su mujer
Gertrudis. La casa de estos estaba a rebosar. Todos se congregaban allí. La
triste noticia se había propagado entre la multitud como un auténtico reguero
de pólvora. Uno tras otro iba pasando por delante del herrero y de su esposa ante
los cuerpos sin ánima de sus hijos, brindándoles sus más sinceras condolencias.
Recuerdo
ver cómo de la casa no cesaba de entrar y salir gente. Parecía un verdadero
hormiguero al que estuvieran llevando en volandas las provisiones con las que
abastecerse durante el frío invierno.
En
contrapunto al hormiguero de adultos, la calle estaba repleta de niños y niñas
de todas las edades. A todos les habían dicho sus padres lo mismo que a mí: que
aguardáramos allí afuera hasta que regresaran.
Yo
contaba entonces con ocho primaveras en mi haber. Muchos de los niños allí
presentes me eran totalmente desconocidos. Nos reuníamos en pequeños círculos,
intentando pasar el tiempo. Unos hablaban, otros reían. También había quien se
pegaba empellones con otros y, desde luego, no faltaba el que se contentaba con,
simplemente, escuchar y pasar desapercibido. Entre este último grupo me
encontraba yo.
—¡Vaya,
don Matías, pues ahora cualquiera lo diría! No para usted de hablar y aún no
sabemos nada acerca de la abuela de Dolores —soltó Francis de forma inesperada.
Teresa y Jorge se miraron el uno al otro y, tras unos segundos de profundo
silencio, la carcajada que estalló fue de tal magnitud, que todos los presentes
en el jardín de la residencia dirigieron sus miradas hacia nuestra mesa. Don
Matías tampoco podía dejar de reír ante el elocuente comentario de Francis.
—¡Calla
cocotero y déjale hablar! —le recriminó Teresa a Francis, al tiempo que
extendía hacia adelante ambos brazos en señal de protesta.
—Paciencia
muchacho, paciencia. Tenemos todo el tiempo del mundo —consiguió articular don
Matías después de apaciguar a duras penas la fuerte carcajada que le provocaron
las palabras del joven. Tomó otro sorbo de café y prosiguió con el relato.
Nunca
podré olvidar la fuerte algarabía que se produjo de súbito. Unas voces, que
denotaban desesperación y pedían auxilio, se hicieron eco entre la multitud de
niños. Todos nos encontrábamos allí apilados cerca de la casa del herrero.
—¡Ayuda,
ayuda! —gritaban al unísono un muchacho de unos seis o siete años y una niña
aún más pequeña. Ambos tenían el cabello cobrizo, lo cual hacía pensar que tal
vez fueran hermanos.
—¿Qué
ocurre? —respondieron dos o tres voces a la vez, las que se encontraban más
próximas a la atemorizada pareja.
—Nuestro
perro, Persucán, necesita ayuda. Hace más de una hora que se metió en una cueva
y sigue sin salir. Le ha debido de pasar algo, estoy seguro —dijo el joven con
una mueca de desesperación dibujada en el rostro—. No es normal. Hemos
intentado entrar, pero está todo muy oscuro y no vemos nada.
—Calma,
no os preocupéis. Decidnos dónde está la cueva e iremos a buscarlo ahora mismo.
—Venid,
venid. No hay tiempo que perder. Puede estar atrapado o herido. Hay que darse
prisa. Necesitaremos lámparas o fuentes de luz, pues de otro modo será
complicado entrar.
Llegados
a este punto, don Matías hizo una pausa. Teresa, Jorge y Francis se removieron
en sus asientos como, si la amistad que los unía los hubiera llevado ya a tener
una consciencia común. Don Matías se quedó por unos instantes en silencio con
la mirada perdida en el horizonte.
—¿Qué
ocurre abuelo? ¿Por qué te detienes? —preguntó extrañada Teresa. Tras unos
segundos que parecieron eternos, el anciano volvió a articular palabra.
—Nada,
Teresita. Solo estaba intentando recordar las facciones de aquellos dos niños
de cabellos rojizos. Uno se llamaba Juan y su hermana pequeña Araceli.
—¡Araceli!
—gritó Francis con todas sus fuerzas—. ¿Esa niña era la abuela de Dolores?
—¡Eso
es! —exclamó don Matías con una sonrisa rebosante de satisfacción—. Por fin,
llegamos a la parte interesante de la historia. ¿Quién me iba a decir a mí que
aquella niña asustada, que llegó ese día con su hermano pidiendo ayuda, iba a
resultar ser una de mis mejores amigas durante muchos, muchos años? En la vida,
como ya veréis, suceden muchas veces acontecimientos que parecen escritos de
antemano, pero no quiero demorarme mucho.
Sigamos por donde nos habíamos quedado…
(Continuará)
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