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- Tomado de: Opus Habana
- Escrito por Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964. -
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En esta ocasión, el articulista nos narra: «—¡Cuán falsa es la paz de los sepulcros! No hace aún muchos años, creo que unos meses tan sólo, que vivo aquí, en esta tumba húmeda y estrecha. Y yo, que había soñado para después de muerto, en el descanso y en la tranquilidad, no he hallado todavía reposo, ni paz, ni sosiego...»
Pero ¿es cierto que los hombres pueden hacer ya que los muertos resuciten?
—¡Cuán falsa es la paz de los sepulcros! No hace aún muchos años, creo que unos meses tan sólo, que vivo aquí, en esta tumba húmeda y estrecha. Y yo, que había soñado para después de muerto, en el descanso y en la tranquilidad, no he hallado todavía reposo, ni paz, ni sosiego... ¿Será, como a veces me figuro, que no estoy completamente muerto y que hay algo impalpable y misterioso que me liga al mundo de los vivos?
Vibran hoy las campanas con sus lenguas de hierro, llamando, plañideras, a los vivos para que se acuerden de sus muertos. ¡Es día de difuntos! Y el rebaño acude a la llamada. Desde temprano, y desafiando las inclemencias del tiempo, esta inmensa ciudad se ha ido llenando de fieles, de turistas, que sólo acuden hoy, cuando los llaman. ¡Qué feliz es la humanidad, que todo lo tiene reglamentado, clasificado, encasillado! Lo mismo el dolor que la alegría, el placer que el trabajo. He oído decir a un jovencito que pasó cerca de mi tumba, que iban a reglamentar de nuevo el vicio. ¡Qué humanos son! ¡Y hablan todavía del Kaiser que hizo de sus súbditos autómatas y muñecos de resorte, sumisos a la voz del que los manda! Si todos los hombres, en mayor o menor escala, son lo mismo. Hasta los cubanos, rebeldes por naturaleza y educación, se rebelarán contra el uniforme de un policía que les ordena hacer esto o lo otro; protestarán enfurecidos, se fajarán, en último caso. O junto al aviso que dice: «Se prohibe pisar la yerba», habrá un trillo claro y perfecto, por donde todos han tenido buen cuidado de pasar, demostrando con esto al extranjero que nos visita, nuestra rebeldía a la autoridad y a las leyes.
Pero todas estas cosas no son más que reminiscencias de otros tiempos de opresión y tiranía, en los que era patriótico y hermoso desobedecer al orden público, o al guardia civil, o a las leyes y reales órdenes, porque unos y otras representaban la metrópoli contra la que había que luchar a sangre y fuego; y todavía no se han acostumbrado a pensar que ese vigilante de ahora, es suyo, y esa ley, buena o mala, es ley de la República. Otras veces su rebeldía es un fenómeno puramente calorífico.
Pero en el fondo son como todos: obedecen ciegamente a esos fantasmas dominadores que se llaman el Estado, la Sociedad, la Religión, la Rutina, los Convencionalismos, las Conveniencias sociales.
Si no, miradlos. Suena el alegre cascabel, y allá van atropellándose, arlequinescamente disfrazados, a bailar y reírse. ¿Lo sienten?... Han cumplido lo que la sociedad les mandaba. Era carnaval.
Hoy les toca llorar, acordarse de nosotros, y aquí vienen. Esta noche irán también, ceremoniosamente, a oír ese Tenorio utópico e insulso. Admirarán, como en otros años, su valor y su audacia; reirán como siempre los chistes de Ciutti y volverán a identificarse también con la pobre doña Inés. Y hasta el año que viene.
Y así son en todo. Y así eran cuando yo vivía. Y en su carnerismo llegan a la exageración. Sólo van a los paseos un día a la semana, los domingos. A los teatros, los días de moda. Cenan, una vez al año, por nochebuena. Y ¡ay de aquel a quien se le ocurra quedarse de vez en cuando hasta las cuatro de la mañana para cenar en La Placita unas cabrillas fritas! Es un perdido; no hace lo que los demás.
Y todos son lo mismo. Piensan, sienten y quieren juiciosa, reglamentadamente. Las niñas en edad de merecer siguen esperando, para corresponder a su enamorado, que éste se lo diga tres veces. Los jovencitos, cuando terminan su carrera, se casan enseguida para ser personas serias.
Y pobre de aquel cuya manera de pensar, de sentir o de amar no pueda ser clasificada por la sociedad. Será un raro y un loco. Que para no asustar al rebaño, hay que ser hipócrita. Hay que tener anestesiados, a gusto de la humanidad, el cerebro y el corazón.
Pero... me he puesto triste y tonto. Esta maldita costumbre de filosofar, que tenía cuando estaba en el mundo de los vivos, no me ha abandonado en la tumba. Por eso fui muy desgraciado. Quise rebelarme contra los convencionalismos y fui vencido por la conjura social. Y hasta en mi matrimonio quise pedir a mi esposa amor después de dos años de casado, olvidándome de que era mi esposa. Recuerdo que el día de mi muerte, con esa clara y fina percepción que da la naturaleza a los difuntos —sólo muriéndose se sabe esto— mi esposa, en lo primero que pensó, después de haber desahogado sus glándulas lagrimales, fue en un traje de teatro que acababa de comprar y no había usado todavía.
—¡Qué dolor!— decía a sus amigas —¡quien me iba a decir que no me lo podría estrenar! ¡Y hasta después de hecho, tuve que subirle un poco el escote, porque el pobre Juan era muy raro y exagerado en esas cosas!
Divago. El aire frío y húmedo de la mañana «hiela mis huesos», como dirían los poetas. Y además, el recuerdo de la aventura de ayer me preocupa todavía. Nunca creí que el poder de los hombres llegase a tal extremo: a resucitar los muertos. ¿Será cierto o será un sueño de mi cráneo, no tan hermoso como el busto de la fábula, pero sí tan vacío como el de muchos consagrados?
Ayer salí de mi tumba, recorrí alegre y tumultuosamente las calles de la capital. La ciudad se hallaba engalanada, como en días de carnaval. Se oían gritos y aclamaciones. Coches y automóviles, atestados de hombres de todas clases y condiciones, iban veloces, precipitadamente, de uno a otro lado.
—¡Zayas sí va ¡Zayas-Mendieta, victoria completa!— gritaban unos desde un automóvil.
—¡Vivan los conservadores!— decían otros.
Frente a una casa, creo que de la Calzada de Galiano, el público se aglomeraba, como en días de grandes agitaciones.
—¡Veinte blancos!— pedía uno enronquecido. —¡Blancos son los que hacen falta! ¡Ya los negros se han acabado! ¡Forros blancos!
—¡A votar, a votar!
Y en un camión enorme me metieron atropelladamente, con otros muchos... ¿Muertos como yo? Tal vez.
Y en un colegio electoral voté candidatura completa; no recuerdo la de qué partido. Para el caso era lo mismo.
Después volví a mi tumba. ¿Habrá quien crea en la paz de los sepulcros? La humanidad ha progreso demasiado...
Pero ¿es cierto que los hombres pueden hacer ya que los muertos resuciten?
¡Los hombres, los hombres! ¡Qué idiota, qué cándido soy a veces, tanto cuando estaba en el mundo, según me dijo un día un amigo hablando sobre mi matrimonio! Los hombres no han llegado todavía a hacer resucitar a los muertos. ¡Hasta ahora los únicos que pueden hacer eso son los políticos!...
(Artículo de costumbres tomado de Carteles, 20 de abril de 1925)
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Pero ¿es cierto que los hombres pueden hacer ya que los muertos resuciten?
—¡Cuán falsa es la paz de los sepulcros! No hace aún muchos años, creo que unos meses tan sólo, que vivo aquí, en esta tumba húmeda y estrecha. Y yo, que había soñado para después de muerto, en el descanso y en la tranquilidad, no he hallado todavía reposo, ni paz, ni sosiego... ¿Será, como a veces me figuro, que no estoy completamente muerto y que hay algo impalpable y misterioso que me liga al mundo de los vivos?
Vibran hoy las campanas con sus lenguas de hierro, llamando, plañideras, a los vivos para que se acuerden de sus muertos. ¡Es día de difuntos! Y el rebaño acude a la llamada. Desde temprano, y desafiando las inclemencias del tiempo, esta inmensa ciudad se ha ido llenando de fieles, de turistas, que sólo acuden hoy, cuando los llaman. ¡Qué feliz es la humanidad, que todo lo tiene reglamentado, clasificado, encasillado! Lo mismo el dolor que la alegría, el placer que el trabajo. He oído decir a un jovencito que pasó cerca de mi tumba, que iban a reglamentar de nuevo el vicio. ¡Qué humanos son! ¡Y hablan todavía del Kaiser que hizo de sus súbditos autómatas y muñecos de resorte, sumisos a la voz del que los manda! Si todos los hombres, en mayor o menor escala, son lo mismo. Hasta los cubanos, rebeldes por naturaleza y educación, se rebelarán contra el uniforme de un policía que les ordena hacer esto o lo otro; protestarán enfurecidos, se fajarán, en último caso. O junto al aviso que dice: «Se prohibe pisar la yerba», habrá un trillo claro y perfecto, por donde todos han tenido buen cuidado de pasar, demostrando con esto al extranjero que nos visita, nuestra rebeldía a la autoridad y a las leyes.
Pero todas estas cosas no son más que reminiscencias de otros tiempos de opresión y tiranía, en los que era patriótico y hermoso desobedecer al orden público, o al guardia civil, o a las leyes y reales órdenes, porque unos y otras representaban la metrópoli contra la que había que luchar a sangre y fuego; y todavía no se han acostumbrado a pensar que ese vigilante de ahora, es suyo, y esa ley, buena o mala, es ley de la República. Otras veces su rebeldía es un fenómeno puramente calorífico.
Pero en el fondo son como todos: obedecen ciegamente a esos fantasmas dominadores que se llaman el Estado, la Sociedad, la Religión, la Rutina, los Convencionalismos, las Conveniencias sociales.
Si no, miradlos. Suena el alegre cascabel, y allá van atropellándose, arlequinescamente disfrazados, a bailar y reírse. ¿Lo sienten?... Han cumplido lo que la sociedad les mandaba. Era carnaval.
Hoy les toca llorar, acordarse de nosotros, y aquí vienen. Esta noche irán también, ceremoniosamente, a oír ese Tenorio utópico e insulso. Admirarán, como en otros años, su valor y su audacia; reirán como siempre los chistes de Ciutti y volverán a identificarse también con la pobre doña Inés. Y hasta el año que viene.
Y así son en todo. Y así eran cuando yo vivía. Y en su carnerismo llegan a la exageración. Sólo van a los paseos un día a la semana, los domingos. A los teatros, los días de moda. Cenan, una vez al año, por nochebuena. Y ¡ay de aquel a quien se le ocurra quedarse de vez en cuando hasta las cuatro de la mañana para cenar en La Placita unas cabrillas fritas! Es un perdido; no hace lo que los demás.
Y todos son lo mismo. Piensan, sienten y quieren juiciosa, reglamentadamente. Las niñas en edad de merecer siguen esperando, para corresponder a su enamorado, que éste se lo diga tres veces. Los jovencitos, cuando terminan su carrera, se casan enseguida para ser personas serias.
Y pobre de aquel cuya manera de pensar, de sentir o de amar no pueda ser clasificada por la sociedad. Será un raro y un loco. Que para no asustar al rebaño, hay que ser hipócrita. Hay que tener anestesiados, a gusto de la humanidad, el cerebro y el corazón.
Pero... me he puesto triste y tonto. Esta maldita costumbre de filosofar, que tenía cuando estaba en el mundo de los vivos, no me ha abandonado en la tumba. Por eso fui muy desgraciado. Quise rebelarme contra los convencionalismos y fui vencido por la conjura social. Y hasta en mi matrimonio quise pedir a mi esposa amor después de dos años de casado, olvidándome de que era mi esposa. Recuerdo que el día de mi muerte, con esa clara y fina percepción que da la naturaleza a los difuntos —sólo muriéndose se sabe esto— mi esposa, en lo primero que pensó, después de haber desahogado sus glándulas lagrimales, fue en un traje de teatro que acababa de comprar y no había usado todavía.
—¡Qué dolor!— decía a sus amigas —¡quien me iba a decir que no me lo podría estrenar! ¡Y hasta después de hecho, tuve que subirle un poco el escote, porque el pobre Juan era muy raro y exagerado en esas cosas!
Divago. El aire frío y húmedo de la mañana «hiela mis huesos», como dirían los poetas. Y además, el recuerdo de la aventura de ayer me preocupa todavía. Nunca creí que el poder de los hombres llegase a tal extremo: a resucitar los muertos. ¿Será cierto o será un sueño de mi cráneo, no tan hermoso como el busto de la fábula, pero sí tan vacío como el de muchos consagrados?
Ayer salí de mi tumba, recorrí alegre y tumultuosamente las calles de la capital. La ciudad se hallaba engalanada, como en días de carnaval. Se oían gritos y aclamaciones. Coches y automóviles, atestados de hombres de todas clases y condiciones, iban veloces, precipitadamente, de uno a otro lado.
—¡Zayas sí va ¡Zayas-Mendieta, victoria completa!— gritaban unos desde un automóvil.
—¡Vivan los conservadores!— decían otros.
Frente a una casa, creo que de la Calzada de Galiano, el público se aglomeraba, como en días de grandes agitaciones.
—¡Veinte blancos!— pedía uno enronquecido. —¡Blancos son los que hacen falta! ¡Ya los negros se han acabado! ¡Forros blancos!
—¡A votar, a votar!
Y en un camión enorme me metieron atropelladamente, con otros muchos... ¿Muertos como yo? Tal vez.
Y en un colegio electoral voté candidatura completa; no recuerdo la de qué partido. Para el caso era lo mismo.
Después volví a mi tumba. ¿Habrá quien crea en la paz de los sepulcros? La humanidad ha progreso demasiado...
Pero ¿es cierto que los hombres pueden hacer ya que los muertos resuciten?
¡Los hombres, los hombres! ¡Qué idiota, qué cándido soy a veces, tanto cuando estaba en el mundo, según me dijo un día un amigo hablando sobre mi matrimonio! Los hombres no han llegado todavía a hacer resucitar a los muertos. ¡Hasta ahora los únicos que pueden hacer eso son los políticos!...
Vibran hoy las campanas con sus lenguas de hierro, llamando, plañideras, a los vivos para que se acuerden de sus muertos. ¡Es día de difuntos! Y el rebaño acude a la llamada. Desde temprano, y desafiando las inclemencias del tiempo, esta inmensa ciudad se ha ido llenando de fieles, de turistas, que sólo acuden hoy, cuando los llaman. ¡Qué feliz es la humanidad, que todo lo tiene reglamentado, clasificado, encasillado! Lo mismo el dolor que la alegría, el placer que el trabajo. He oído decir a un jovencito que pasó cerca de mi tumba, que iban a reglamentar de nuevo el vicio. ¡Qué humanos son! ¡Y hablan todavía del Kaiser que hizo de sus súbditos autómatas y muñecos de resorte, sumisos a la voz del que los manda! Si todos los hombres, en mayor o menor escala, son lo mismo. Hasta los cubanos, rebeldes por naturaleza y educación, se rebelarán contra el uniforme de un policía que les ordena hacer esto o lo otro; protestarán enfurecidos, se fajarán, en último caso. O junto al aviso que dice: «Se prohibe pisar la yerba», habrá un trillo claro y perfecto, por donde todos han tenido buen cuidado de pasar, demostrando con esto al extranjero que nos visita, nuestra rebeldía a la autoridad y a las leyes.
Pero todas estas cosas no son más que reminiscencias de otros tiempos de opresión y tiranía, en los que era patriótico y hermoso desobedecer al orden público, o al guardia civil, o a las leyes y reales órdenes, porque unos y otras representaban la metrópoli contra la que había que luchar a sangre y fuego; y todavía no se han acostumbrado a pensar que ese vigilante de ahora, es suyo, y esa ley, buena o mala, es ley de la República. Otras veces su rebeldía es un fenómeno puramente calorífico.
Pero en el fondo son como todos: obedecen ciegamente a esos fantasmas dominadores que se llaman el Estado, la Sociedad, la Religión, la Rutina, los Convencionalismos, las Conveniencias sociales.
Si no, miradlos. Suena el alegre cascabel, y allá van atropellándose, arlequinescamente disfrazados, a bailar y reírse. ¿Lo sienten?... Han cumplido lo que la sociedad les mandaba. Era carnaval.
Hoy les toca llorar, acordarse de nosotros, y aquí vienen. Esta noche irán también, ceremoniosamente, a oír ese Tenorio utópico e insulso. Admirarán, como en otros años, su valor y su audacia; reirán como siempre los chistes de Ciutti y volverán a identificarse también con la pobre doña Inés. Y hasta el año que viene.
Y así son en todo. Y así eran cuando yo vivía. Y en su carnerismo llegan a la exageración. Sólo van a los paseos un día a la semana, los domingos. A los teatros, los días de moda. Cenan, una vez al año, por nochebuena. Y ¡ay de aquel a quien se le ocurra quedarse de vez en cuando hasta las cuatro de la mañana para cenar en La Placita unas cabrillas fritas! Es un perdido; no hace lo que los demás.
Y todos son lo mismo. Piensan, sienten y quieren juiciosa, reglamentadamente. Las niñas en edad de merecer siguen esperando, para corresponder a su enamorado, que éste se lo diga tres veces. Los jovencitos, cuando terminan su carrera, se casan enseguida para ser personas serias.
Y pobre de aquel cuya manera de pensar, de sentir o de amar no pueda ser clasificada por la sociedad. Será un raro y un loco. Que para no asustar al rebaño, hay que ser hipócrita. Hay que tener anestesiados, a gusto de la humanidad, el cerebro y el corazón.
Pero... me he puesto triste y tonto. Esta maldita costumbre de filosofar, que tenía cuando estaba en el mundo de los vivos, no me ha abandonado en la tumba. Por eso fui muy desgraciado. Quise rebelarme contra los convencionalismos y fui vencido por la conjura social. Y hasta en mi matrimonio quise pedir a mi esposa amor después de dos años de casado, olvidándome de que era mi esposa. Recuerdo que el día de mi muerte, con esa clara y fina percepción que da la naturaleza a los difuntos —sólo muriéndose se sabe esto— mi esposa, en lo primero que pensó, después de haber desahogado sus glándulas lagrimales, fue en un traje de teatro que acababa de comprar y no había usado todavía.
—¡Qué dolor!— decía a sus amigas —¡quien me iba a decir que no me lo podría estrenar! ¡Y hasta después de hecho, tuve que subirle un poco el escote, porque el pobre Juan era muy raro y exagerado en esas cosas!
Divago. El aire frío y húmedo de la mañana «hiela mis huesos», como dirían los poetas. Y además, el recuerdo de la aventura de ayer me preocupa todavía. Nunca creí que el poder de los hombres llegase a tal extremo: a resucitar los muertos. ¿Será cierto o será un sueño de mi cráneo, no tan hermoso como el busto de la fábula, pero sí tan vacío como el de muchos consagrados?
Ayer salí de mi tumba, recorrí alegre y tumultuosamente las calles de la capital. La ciudad se hallaba engalanada, como en días de carnaval. Se oían gritos y aclamaciones. Coches y automóviles, atestados de hombres de todas clases y condiciones, iban veloces, precipitadamente, de uno a otro lado.
—¡Zayas sí va ¡Zayas-Mendieta, victoria completa!— gritaban unos desde un automóvil.
—¡Vivan los conservadores!— decían otros.
Frente a una casa, creo que de la Calzada de Galiano, el público se aglomeraba, como en días de grandes agitaciones.
—¡Veinte blancos!— pedía uno enronquecido. —¡Blancos son los que hacen falta! ¡Ya los negros se han acabado! ¡Forros blancos!
—¡A votar, a votar!
Y en un camión enorme me metieron atropelladamente, con otros muchos... ¿Muertos como yo? Tal vez.
Y en un colegio electoral voté candidatura completa; no recuerdo la de qué partido. Para el caso era lo mismo.
Después volví a mi tumba. ¿Habrá quien crea en la paz de los sepulcros? La humanidad ha progreso demasiado...
Pero ¿es cierto que los hombres pueden hacer ya que los muertos resuciten?
¡Los hombres, los hombres! ¡Qué idiota, qué cándido soy a veces, tanto cuando estaba en el mundo, según me dijo un día un amigo hablando sobre mi matrimonio! Los hombres no han llegado todavía a hacer resucitar a los muertos. ¡Hasta ahora los únicos que pueden hacer eso son los políticos!...
(Artículo de costumbres tomado de Carteles, 20 de abril de 1925)
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964
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