Por Eliana Onetti (1944,Cuba-2008,España)
Existen hombres... y existen colosos que llevan en sí la fuerza de muchos hombres. Fuerza moral. Fuerza del amor que es como flama luminosa en cuya inapagable llama se consume la vida efímera del cuerpo para dar paso a la vida inacabable de la gratitud de los pueblos y la cosecha inverosímilmente fructífera de la Patria.
Hablar de José Martí es hablar de uno de esos espíritus superiores capaces de los mayores sacrificios en aras del Principio, del Amor, de la Libertad. Libertad conquistada con “las manos blancas”. Blancas de injusticia, de pasión irracional, de fanatismo. Hubo de ser forjador de ideas y apóstol de independencias.
Supo desde muy joven de la incomprensión. En su madre, por exceso de amor; en su padre por obstinación de carácter. Adolescente aún, degustó el fruto amargo del presidio político -infierno blanco de las canteras- que abrió en su carne persistente llaga de cadenas de presidiario, quizás porque nunca cerró la herida en su espíritu de los horrores que, más que vivir; vio padecer y la copa desolada y fría del destierro .
Fue capaz sin embargo de odiar sin pasión cuanto de criminal había en el gobierno de la Península en su Isla al par que amar sinceramente la idiosincrasia de buena cepa que maduraba en cada español de conciencia. Nunca odió ni amó sin distingos. Era “la hoja del acicate y el acero del martillo” hechos hombre. Hombre grande.
Ocupado siempre en la ardua y entristecedoramente difícil tarea de unir a los cubanos en un solo haz para construir entre todos una Cuba soberana que supiese serlo con honor, con dignidad, con justicia y, con ternura, tuvo tiempo aún para amar el Arte y la Literatura este prodigioso pastor de pueblo. Afán tuvo aún de escudriñar en la ciencia. Energía sacó aún para pensar en la mejor manera de educar porque sabía que los mejores hijos de la Patria saldrían de la cantera de la Educación. Y le quedó ternura para amar a los niños porque “todos son hermosos” y escribir para ellos páginas cuajadas de cuidadoso mimo. Y hombre fue también, que reclinó su cabeza febril “en un seno caliente de mujer”.
Y porque no se pensara que buscaba el lucro con sus esfuerzos, porque “la Patria es ara y no pedestal”, cambió la palabra por el fusil y fue a encontrarse con su destino, a morir; a probar a un grupo de inconscientes o malévolos lo que no requería demostración, privando así a Cuba de su pensamiento unificador en el momento crucial de la lucha.
Quizás obró bien. Quizás era necesario que se inmolase para que la fuerza viva de sus ideas quedase como grabada a fuego en el ánimo de sus contemporáneos y de las generaciones venideras.
José Martí fue hombre y pensador y político y poeta. Pero por sobre todo, hombre. Hombre grande que llevaba en sí “el pudor” de todo un pueblo. Hombre-fuente de inagotable inspiración porque ser martiano es ser, ante todo, humano.
Y ese Martí que dijo: “Yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”. El que repitió una y otra vez: “Otros amen la ira y la tiranía. El cubano es capaz del amor, que hace perdurable la libertad”. El que proclamó: “Encender a los hombres quiero y abrirles los ojos para que con sus ojos vean la luz”. El que aseguraba: “Los españoles buenos son cubanos”. El que no se cansaba de pregonar que “los hombres van en dos bandos: los que aman y construyen; los que odian y deshacen” es el mismo Martí cuyo magisterio queremos evocar hoy y evocarlo por amor, con amor. Verlo con los ojos del alma y tocarlo con el corazón y reverenciarlo con el sentimiento y analizarlo desde un prisma nuevo, original y tierno porque, por la ternura de su amor, se nos acerca de nuevo.
Unámonos, todos los cubanos de honor, en una ofrenda de corazón a corazón a a nuestro “Apóstol de Cuba”, a nuestro “Mártir de Dos Ríos”, y emulémosle en su amor inmenso, en su decisión incansable, en su total y absoluta generosidad, por Cuba y para Cuba.
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