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domingo, 15 de junio de 2014

Flores para la Avellaneda

 
El 27 de agosto de 1872, ante el notario Mariano García Sancha, Tula hizo expreso en testamento el deseo de que sus cenizas reposaran junto a las de su último marido, Domingo Verdugo, en el panteón familiar en Sevilla. 

Sin dudar de sus sentimientos de cubanía, (1) luego de leer su autobiografía y las cartas a Ignacio Cepeda, pudiera pensarse que, desde el momento en que se propuso partir hacia la tierra de sus ancestros paternos, en la mente de la joven Gertrudis Gómez de Avellaneda (Puerto Príncipe, 1814-Madrid, 1873), estuvo el permanecer por siempre &#8211y hasta después de muerta&#8211 allá en Sevilla, lugar de nacimiento de su «noble, intrépido, veraz, generoso e incorruptible» (2)padre.
Es de presumir que esa idea fue la que primó en Tula cuando, muchos años después, el 27 de agosto de 1872, ante el notario Mariano García Sancha, hiciera expreso en testamento el deseo de que sus cenizas reposaran junto a las de su último marido, Domingo Verdugo, en el panteón familiar que está ubicado en la acera izquierda de la calle de la Fe, del cementerio sevillano de San Fernando. 
 Según narra la Avellaneda, los proyectos del padre antes de morir eran regresar a España y establecerse en Sevilla. «Éstos fueron sus últimos votos, y cuando más tarde los supe deseé realizarlos. Acaso éste ha sido el motivo de mi afición a estos países y el anhelo con que a veces he deseado abandonar mi patria para venir a este antiguo mundo».
Ve la materialización de estos sueños cuando, tras pasar algunos meses en Santiago de Cuba, ella y su familia zarpan hacia Burdeos &#8211con rumbo a España&#8211 el 9 de abril de 1836 en la fragata francesa Bellochan. Escribe entonces: «sentidas y lloradas; abandonamos, ingratas, aquel país querido, que acaso no volveremos a ver jamás». 
Por estar las tierras vascas dominadas por los carlistas, debieron viajar en barco hasta Galicia, y ya en Instalada, La Coruña, en casa de la familia del segundo marido de su madre &#8211el teniente coronel Gaspar Escalada&#8211 le parece infinito el tiempo transcurrido sin que pueda trasladarse a Constantina, Sevilla. 
De su impaciencia da fe en una carta a su prima Eloísa, escrita a dos meses de su llegada: «¡Ah, Eloísa! Por ser mujer y joven, no debo viajar sin compañía de personas de mayor edad y peso. Manolito se marcha mañana. Quedo yo aquí sin ver el sol ni la más leve esperanza. ¿No conoceré siquiera la tierra de mis ancestros paternos antes de la mayoría de edad? ¿Podré resistir casi tres años?»<strong<(3)
En realidad hubo de esperar menos... A las 12 de la noche del 18 de abril de 1838, o sea, dos años más tarde, arribaría en compañía de su hermano Manolo al muelle fluvial sevillano a bordo del vapor Península, veinte días después de salir de Galicia. 
Ubicada en las estribaciones de la Sierra Morena, ante los ojos de la muchacha, Constantina era una «villa grande, populosa, pero de calles sucias y tristes en medio de un paisaje de ensueño, con prados extensos, arboledas de frescura deliciosa, y mucho ganado mayor», según describe Tula en otra misiva a la misma prima. 
 Desde el primer momento, el tío Felipe, un afectuoso anciano, abrió los brazos a los sobrinos y hasta quiso casar a Gertrudis con un rico hacendado de la comarca, que le propuso matrimonio, pero la tía doña María demostró desde un inicio un rechazo manifiesto hacia los jóvenes intrusos que llegaban a querer compartir la herencia familiar. 
A los tres meses de estar en Constantina, Tula y su hermano Manolo regresarían a la ciudad de Sevilla, donde debieron hospedarse en una pensión hasta que la madre, doña Francisca de Arteaga, y los hermanos menores (Pepita, Emilio y Felipe Escalada) se les unieron para juntos trasladarse hacia una amplia vivienda, acorde con los requerimientos sociales de la época. 
Ciudad capital de la provincia de igual nombre en la comunidad autónoma de Andalucía, Sevilla se encuentra situada junto al río Guadalquivir, a unos 120 kilómetros de la costa atlántica; goza de un clima mediterráneo continentalizado: en el verano se alcanzan temperaturas bastante elevadas y las precipitaciones son escasas. Tiene un puerto fluvial que, en tiempos de la Avellaneda, era aún el más importante de España. 
Poco a poco, la familia se acostumbra a la rutina de la ciudad. Escasa en carruajes, madre e hija deben recorrerla a pie, casi a diario. A Tula no le son ajenos el palacio morisco Alcázar, la plaza del Duque, el paseo de Las Delicias... Llama especialmente la atención de las recién llegadas el edificio de La Lonja que, desde los tiempos de Carlos III y hasta nuestros días, acoge el Archivo de Indias. 
Indudablemente en Sevilla ocurrieron hechos muy significativos en la vida y obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Allá, por ejemplo, experimentó la indescriptible sensación de ver su nombre impreso por vez primera. 
Tal como ella misma narra, sucedió que el señor José Bueno publicaba un semanario de literatura y bellas artes bajo el nombre de El Cisne. Al enterarse que Tula escribía versos, quiso conocer algunos; ella recitó uno, a él le gustó y se lo pidió. «¡Y ya ví, por primera vez, algo mío en letra de imprenta! Tengo dos recortes. Te envío uno con mis Versos escritos una tarde de verano en Sevilla», asegura a su prima Eloísa. 
Fue allí donde conoció a Ignacio de Cepeda, un hombre por el que sintió gran pasión y que marcaría su existencia por siempre. Especialmente para él escribe el «Cuadernillo», una suerte de autobiografía, con ayuda de la cual a su autora la «conocerá tan bien o acaso mejor que a sí mismo», según ella misma afirma. 
Pero le exige dos cosas. «Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea leído. Segunda: que nadie más que usted en el mundo tenga noticia de que ha existido». Él incumplió ambas peticiones. 
 También están las cartas en las que, además de reiterarle su pasión, le va narrando su vida cotidiana. Uno y otras fueron compilados y publicados por primera vez en 1907 con el título La Avellaneda. Autobiografía y cartas de la ilustre poetisa, hasta ahora inéditas, con un prólogo y una necrología por D. Lorenzo Cruz de Fuentes, Huelva (España), Imprenta de Miguel Mora. 
De las 53 misivas, 25 las envió desde Sevilla durante los años 1839 y 1840. Por esos textos conocemos cómo transcurrió su vida en aquella ciudad. Así, por ejemplo, en agosto de 1839 escribe: «Nada nuevo ocurre en Sevilla. Dícese que pronto comenzarán las óperas, pues ya vinieron los papeles que faltaban a la Compañía. También se corre que viene el famoso Carlos la Torre, pero no hallo a esta noticia la menor verosimilitud, pues Sevilla no puede sostener al mismo tiempo Compañía de verso y Compañía italiana».
Por las misivas conocemos de las obras literarias de su preferencia, las que ?propone a su amante? quisiera leer en su compañía. «En primer lugar, porque quiero que conozcas al primer prosista de Europa, el novelista más distinguido de la época, tengo en lista El pirata, Los privados rivales, El Wawerley y El anticuario, obras del célebre Walter Scott».
Le habla a Cepeda de su quehacer literario y artístico. Al leerlas, nos enteramos &#8211entre otras novedades&#8211 cuándo concluyó su traducción de la poesía de M. Lamartine «La Fuente» (Nuevas Meditaciones, 1823), o cuándo comenzó la de «Anniversario», de Millevoye, «poeta casi tan dulce como Lamartine, aunque menos profundo». 
La relación con Cepeda duró hasta 1840, aunque siete años después se aproximaron estando ella ya en Madrid, luego de haber enviudado de Pedro Sabater, y antes de la infeliz relación con Gabriel García Tassara, de la cual nació una niña enferma, que muy pronto murió. Se separaron, pero no dejaron de escribirse hasta 1854, año en que Cepeda se casó con María de Córdova y Govantes. 
En Madrid, la Avellaneda contraería segundas nupcias con Domingo Verdugo, un hombre que la llevó a recorrer España y Francia. De su mano también regresaría en 1859 a Cuba, donde vivió jornadas de felicidad al reencontrarse con sus orígenes, pero también de tristeza: como consecuencia de heridas recibidas durante un atentado en 1858 en Madrid, Verdugo fallecería en octubre de 1863 en Pinar del Río, uno de los sitios en los que cumplía obligaciones como representante del gobierno español en la Isla. 
Años después, en su testamento, Tula decidiría que sus cenizas descansaran en el panteón familiar y al lado de las de Verdugo, allá en el cementerio de San Fernando, en esa ciudad que llamó «soberbia» y «bella»: Sevilla. 


(1) Una muestra elocuente de su cubanía es el soneto «Al partir», Poesías, Madrid, 1841.

(2) Siempre que no se consigne la fuente, esta cita y los entrecomillados que siguen corresponden al libro La Avellaneda (Autobiografía y Cartas), de Lorenzo Cruz de Fuentes, segunda edición. Imprenta Helénica, Madrid, 1914.

(3) Mary Cruz cita estas cartas en su novela Tula. Editorial Letras Cubanas, 2001.

(4) Según consta en la nota 62 de La Avellaneda (Autobiografía y Cartas).

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