Tomado de: Opus Habana
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- Escrito por Emilio Roig de Leuchsenring
- Publicado el 07 Julio 2009
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«Dejo al lector que juzgue si Antonio González Lanuza fue buen o mal pitonizo. Y le advierto que aquellos restos de Colón que estuvieron en La Habana y ahora están en España… no eran de Colón, pues parece que los verdaderos huesos de éste se quedaran en Santo Domingo y allí se encuentran actualmente…Qué gran relajo».
El contumaz relajo -abusos, injusticias, privilegios, explotaciones, abandono de la educación y la cultura, postergación de los hijos del país- que caracterizó el despótico desgobierno de España en Cuba, tuvo que producir fatalmente el descontento, la protesta y la rebeldía de los criollos blancos y también de los negros esclavos y libertos y hasta de algunos españoles liberales y progresistas identificados con la tierra en que vivían y trabajaban.
Y contra el relajo imperante se fueron manifestando los sufridos colonos, ya, primero, como tales colonos, pero aspirando a sentirse garantidos y amparados, debida y justamente, por el gobierno de la metrópoli; ya recabando la implantación de reformas concordantes con las necesidades y el progreso logrado por la Isla; y-, demandando una autonomía política, económica y administrativa que permitiera el libre desenvolvimiento de las actividades criollas en esos órdenes de cosas, sin las cortapisas y explotaciones inherentes al régimen hasta entonces seguido, de manera que, mediante la evolución, Cuba se preparase para el gobierno propio, creyendo que se evitaban así las trastornadoras conmociones de los procedimientos revolucionarios; ya deslumbrados con el espejismo de la libertad y el bienestar conquistados en breve tiempo por las colonias inglesas independizadas, del Continente, pretendieron la incorporación de Cuba como un estado mas de la Unión Norteamericana, forzando en algunos casos las simpatías y aceptación de esa tendencia anexionista, el peso aplastante de una mas rápida eliminación del despotismo metropolitano español, y también ese relajo criollo, manifestado en la época colonial y supervivo en la republicana, que es la flojedad de espíritu, la apatía y la flaqueza cívica.
Pero fue en vano que los cubanos clamaran, por las buenas, contra el relajo de los desgobernantes y mandamases españoles. La torpeza de los políticos de la Península -de todos: conservadores, liberales, socialistas, republicanos-~ en todos los tiempos; y el desbordado e incontenible afán de perpetuar el relajo para mejor colmar la bolsa, hizo que jamás se atendieran las demandas cubanas. La callada por única respuesta, unas veces, promesas incumplidas, otras, fue lo único que lograron los cubanos de la relajona madre España. De nada les valió a los cubanos colonialistas y reformistas sentirse españoles, si nunca llegó el día en que recibieran trato igual a sus hermanos peninsulares.
En cuanto a los autonomistas y anexionistas, aquellos olvidaron, como dice Francisco Figueras en Cuba y su evolución colonial, que «hacer de Cuba un Canadá, implica hacer de España una Inglaterra»; y estos, los que de buena fe, creían que la anexión a los Estados Unidos era beneficiosa a Cuba, tampoco lograron la acogida de los gobernantes norteamericanos.
Y como el relajo seguía, sin posibilidades de término ni de alivia, los cubanos se convencieron, en carne propia, de que sólo había un camino a seguir para acabar con el relajo del régimen español, camino señalado, desde 1824, por aquel filósofo y maestro esclarecido que se llamo Félix Varela: la separación de la metrópoli por la revolución.
Y comenzó la lucha revolucionaria libertadora, con la conspiración de Román de la Luz, Luis F. Basabe, Manuel Ramírez y Joaquín Infante, de 1809-10, seguida de otros numerosos alzamientos, conspiraciones, expediciones, reveladores de la inconformidad cubana con el relajo español, que despertó las simpatías y el apoyo de centro y sudamericanos, que ya habían padecido ese mismo relajo, y de norteamericanos deseosos de que los cubanos gozasen también de las libertades que ellos disfrutaban.
Y cuando va se formó una conciencia revolucionaria independentista, estalló, el 10 de octubre de 1868, la Gran Guerra Libertadora de los Treinta Años.
Durante todo el largo periodo de lucha por la independencia, el cubano conoció a qué limites extremos de crueldad y barbarie podía llegar, como llegó, mil y una veces, el relajo tiránico de la metrópoli, que ya no fue "madre", ni siquiera "madrastra", así como la hija dejo de ser por completo la "siempre fiel isla de Cuba".
El relajo metropolitano, elevado a la estratosfera de lo salvajemente sanguinario, encarnó en aquellos monstruos, baldón de la especie humana; Vives, Tacón, O'Donnell, Concha, Valmaseda, Caballero de Rodas… y Weyler.
Defensa desesperada de sus privilegios y granjerías realizaron entonces los magnates de la colonia, los verdaderos dueños de la Isla, sus efectivos gobernantes, para los cuales, que no para España, se mantuvo, durante cuatro siglos, la soberanía de España en Cuba, disfrutadores de excepcionales inmunidad e impunidad y a cuyos bolsillos, mas que a las arcas reales, iban los dineros sacados, del suelo cubano. Y para conservar sus privilegios y su lucro, que no para provecho de la metrópoli, derramaron entonces su sangre millares de millares de jóvenes quintos de la Península, arrancados a su hogar y a su trabajo por el mentiroso pretexto de salvaguardar la dignidad de una patria que tenía su verdadera y genuina representación en esos empingorotados magnates. Tanto era e1 poder de éstos y tales los privilegios de que estuvieron revestidos, que armaron a su costa los llamados cuerpos de voluntarios, integrados por sus propios empleados y trabajadores, en los que figuraban como oficiales sus compinches de menor cuantía, reservándose ellos el papel preponderante de coroneles de los batallones que a1 efecto se formaron, no por razón del plan bélico oficial del alto mando de las fuerzas realistas, sino acorde con el número de magnates interesados tanto en la defensa de sus intereses y propiedades, como en hacer publica ostentación de su poderío mercantil y político. Ellos mantuvieron la intransigencia contra todo entendimiento o pacto con los cubanos libertadores, no atreviéndose a contradecirlos, los gobernantes y políticos peninsulares, temerosos de perder los beneficios económicos que ese apoyo incondicional les proporcionaba. Y el resultado fue que por ampararlos, España desgobernó en Cuba, y la perdió.
Frente a1 heroísmo, el sacrificio y el martirio de los patriotas revolucionarios libertadores, no faltaron cubanos incorporados al relajo del régimen colonial y al servicio de este, ya porque trataban de defender intereses y privilegios comunes, ya porque su pobreza de espíritu los ataba al carro del despotismo metropolitano.
La escoria de esa fauna estuvo integrada por los guerrilleros, los espías, los chotas, los prácticos de campana, los delatores. Y en e1 propio campo "insurrecto" se conoció el relajo, personalizado en las "majases";y a la hora de la victoria, apareció, en demanda de recompensa por supuestos servicios prestados a la revolución, el tipo ridículamente pintoresco de "el que mandó quinina", y aquel otro que se incorporó al Ejército Liberador después de la participación de los Estados Unidos en la contienda cubana española.
De nada sirvió a España y a su pueblo el sacrificio de éste en la lucha inútil por aplastar la
Revolución cubana. Y el relajo fue el obstáculo imponderable. Los magnates de la colonia y de la metrópoli y los politicastros y desgobernantes de una y de otra, con la patria a la espalda, aunque profanándola y escarneciéndola al invocarla hipócritamente para camuflar sus trapisondearías, no se detuvieron, en su desbordado afán de lucro, ante el dolor de la guerra y el martirologio de aquellos muchachos, que morían de fiebre amarilla y otras enfermedades, y al filo de machete y por el plomo de los mambises, e hicieron negocio con sus pagas y sus alimentos y medicinas; y los jefes militares participaron en ese criminal relajo, atentos sólo a la conquista de "galones" y "laureadas". Y la superior capacidad de aquellos que eran tenidos por príncipes de la milicia española: Calleja, Martínez Campos, Weyler, se convirtió en papeles mojados ante la oportuna y eficacísima estrategia de Gómez, Maceo, García, maestros de la guerra, graduados en la guerra misma, y que contaron para triunfar con las ventajas que les daba el terreno mismo en que peleaban, el clima, y el apoyo desinteresado y valiosísimo de la población identificada plenamente.
Y el relajo se mantuvo, agravándose, durante la etapa hispanocubanoamericana de la guerra, mandándose al matadero, por los politicastros y desgobernantes peninsulares, a una escuadra que se sabía, aunque otra cosa se proclamase patrioteramente, muy inferior a la armada norteamericana, siendo inútiles, para evitar la definitiva catástrofe, las proféticas voces de admonición de Pi y Margall y algunos otros verdaderos patriotas, que dijeron la verdad a su pueblo. Y así lo comprendió, también, el almirante Pascual Cervera, jefe de la escuadra, a la que se obligó, contra su criterio, primero, a embotellarse en la bahía de Santiago, y dar batalla, después, a la de Sampson. Así lo revela elocuentísimamente este enjuiciamiento de Cervera, en carta al capitán de navío Víctor M. Concax y Palau, comandante que fué del crucero acorazado Infanta Maria Teresa, y jefe de Estado Mayor de aquella escuadra, en el combate naval de Santiago de Cuba, reproducida en la obra de este, La escuadra del almirante Cervera: «Me pregunto si me es licito callar y hacerme solidario de aventuras que causaran si ocurren, la total ruina de España; y todo por defender una Isla que fue nuestra; porque aunque no la perdiésemos de derecho con la guerra, la tenemos perdida de hecho, y con ella toda nuestra riqueza y una enorme cifra de hombres jóvenes, víctimas del clima y de las balas, defendiendo un ideal que ya solo es romántico…Yo no sé fijamente cuales son los sentimientos patrios respecto a Cuba; pero me inclino a creer que la inmensa mayoría de los pueblos desea la paz antes que todo: sólo que los que así piensan, sufren y lloran en sus hogares, y no gritan con minoría que vive y medra con la continuación de ese orden de cosas; pero este es asunto que no me incumbe analizar…» (Esto lo escribió Cervera el 26 de febrero de 1898). Y todo ocurrió cual el lo predijo.
Es necesario convenir con Enrique José Varona -según afirma en El fracaso colonial de España que «lo único que se organizó sabiamente en América fue el pillaje, el saqueo metódico y regular del país y sus habitaciones».
Y... al fin ("no hay mal que dure mil años ni cuerpo que lo resista"), termino la dominación española en Cuba (aunque España, al evacuar la Isla, no se llevo todo su relajo…) ; pero de esto ya hablaré en sucesivos artículos.
Si quiero, antes de terminar este, referirme a algo con lo que España cargó como para salarnos por completo, en la nueva vida que íbamos a emprender: los restos del Almirante Cristóbal Colon.
Refresco la memoria del lector diciéndole que en 1795 fueron traídos a La Habana, después de permanecer en Santo Domingo mas de 113 años, y a consecuencia de haber cedido España a Francia, por el artícu1o IX del Tratado de Paz de Basilea, de 22 de julio de aquel año, toda la parte española de dicha Isla, los restos del descubridor del Nuevo Mundo. Se colocaron esos restos en un nicho de vara y media de largo y mas de media de alto que se había abierto en la pared maestra, al lado del Evangelio, frente al costado del altar mayor, de La Catedral, y mas tarde se erigió en la nave central, pomposo monumento funerario, que también se llevaron los españoles al abandonar la Isla de Cuba.
Pobres de los cubanos que se quedaban huérfanos de tan preciadas reliquias.
Pero un agudo maestro de -ironismo - José Antonio González Lanuza - dando muestras de acuciosa comprensión histórica del pasado de España y de profundo conocimiento de la vida y aventuras del nauta famoso, se apresuró a disipar los funestos augurios que con la retirada de esos restos parecían ensombrecer el futuro de los cubanos. Y desde Santa Cruz de1 Sur, donde se encontraba reunida, la Asamblea de Representantes de la Revolución, dirigió, el 4 de octubre de 1898, una interesantísima carta a su amigo Manuel Ros, residente en Nueva York, revelándole el descubrimiento maravilloso que acababa de hacer.
«Los españoles -dice González Lanuza- parecen mas que decididos a llevarse para su casa propia los restos de Colón. Esto indigna a nuestros paisanos, que casi unánimemente declaran que debiera impedírseles a toda costa. Y en medio de esta general indignación, yo me alegro; me alegro sincera y regocijadamente y deploraría mucho que los tales restos quedasen en Cuba».
Inmediatamente explica González Lanuza la razón de su alegría: «Y ¿sabe usted por qué de todo esto me alegro tanto? Aquí de mi descubrimiento. Es que he descubierto que Colón era ñeque, que sus restos son ñeques, que la familia entera fue una familia de ñeqnes, descomunales y extraordinarios».
Y le va enumerando, con ese gracejo singular que poseía González Lanuza, los diversos casos y hechos probatorios del ñequismo del Almirante: su mala fortuna, «que acompañó a los parientes por donde quiera» las fatales consecuencias que para España tuvo la muerte de Colón en Valladolid, ya que la nación «que parecía preparada para un grande e inmenso poder empezó poco después a declinar. De la segunda mitad del reinado de Felipe II a todo el de Carlos el Hechizado, fue aquello una olla de grillos con salmuera. Flandes se perdió. Portugal se perdió. Los moriscos fueron expulsados, floreció la Inquisición, etc. Agrega que cuando los restos de Colón salieron de España y se remitieron a Santo Domingo, "España fue aliviándose un tantico, allá en tiempos de la dinastía de Borbón. En cambio, en Santo Domingo se le armó al cabo el gran lío a España. Guerras separatistas surgieron. Perdiose la posesión antillana una vez, recobróse luego en mala hora, para volverse a perder después».
Y refiriéndose, finalmente, a que «el gran ñeque se retira de América y los españoles (oh, imprudencia) lo instalan en la propia casa», vaticina González Lanuza: «ya se arrepentirán, y pronto. No moriremos, señor de Ros, sin contemplar sus tremendos efectos. Habrá probablemente guerra carlista, alzamiento republicano, bancarrota nacional, anarquía crónica, dinamita incesante, y hasta Guerrita, el gran Guerrita, morirá de una cogida tal vez. Ya verá usted, Ros amigo».
Dejo al lector que juzgue si Antonio González Lanuza fue buen o mal pitonizo. Y le advierto que aquellos restos de Colón que estuvieron en La Habana y ahora están en España… no eran de Colón, pues parece que los verdaderos huesos de éste se quedaran en Santo Domingo y allí se encuentran actualmente…
Qué gran relajo.
Y contra el relajo imperante se fueron manifestando los sufridos colonos, ya, primero, como tales colonos, pero aspirando a sentirse garantidos y amparados, debida y justamente, por el gobierno de la metrópoli; ya recabando la implantación de reformas concordantes con las necesidades y el progreso logrado por la Isla; y-, demandando una autonomía política, económica y administrativa que permitiera el libre desenvolvimiento de las actividades criollas en esos órdenes de cosas, sin las cortapisas y explotaciones inherentes al régimen hasta entonces seguido, de manera que, mediante la evolución, Cuba se preparase para el gobierno propio, creyendo que se evitaban así las trastornadoras conmociones de los procedimientos revolucionarios; ya deslumbrados con el espejismo de la libertad y el bienestar conquistados en breve tiempo por las colonias inglesas independizadas, del Continente, pretendieron la incorporación de Cuba como un estado mas de la Unión Norteamericana, forzando en algunos casos las simpatías y aceptación de esa tendencia anexionista, el peso aplastante de una mas rápida eliminación del despotismo metropolitano español, y también ese relajo criollo, manifestado en la época colonial y supervivo en la republicana, que es la flojedad de espíritu, la apatía y la flaqueza cívica.
Pero fue en vano que los cubanos clamaran, por las buenas, contra el relajo de los desgobernantes y mandamases españoles. La torpeza de los políticos de la Península -de todos: conservadores, liberales, socialistas, republicanos-~ en todos los tiempos; y el desbordado e incontenible afán de perpetuar el relajo para mejor colmar la bolsa, hizo que jamás se atendieran las demandas cubanas. La callada por única respuesta, unas veces, promesas incumplidas, otras, fue lo único que lograron los cubanos de la relajona madre España. De nada les valió a los cubanos colonialistas y reformistas sentirse españoles, si nunca llegó el día en que recibieran trato igual a sus hermanos peninsulares.
En cuanto a los autonomistas y anexionistas, aquellos olvidaron, como dice Francisco Figueras en Cuba y su evolución colonial, que «hacer de Cuba un Canadá, implica hacer de España una Inglaterra»; y estos, los que de buena fe, creían que la anexión a los Estados Unidos era beneficiosa a Cuba, tampoco lograron la acogida de los gobernantes norteamericanos.
Y como el relajo seguía, sin posibilidades de término ni de alivia, los cubanos se convencieron, en carne propia, de que sólo había un camino a seguir para acabar con el relajo del régimen español, camino señalado, desde 1824, por aquel filósofo y maestro esclarecido que se llamo Félix Varela: la separación de la metrópoli por la revolución.
Y comenzó la lucha revolucionaria libertadora, con la conspiración de Román de la Luz, Luis F. Basabe, Manuel Ramírez y Joaquín Infante, de 1809-10, seguida de otros numerosos alzamientos, conspiraciones, expediciones, reveladores de la inconformidad cubana con el relajo español, que despertó las simpatías y el apoyo de centro y sudamericanos, que ya habían padecido ese mismo relajo, y de norteamericanos deseosos de que los cubanos gozasen también de las libertades que ellos disfrutaban.
Y cuando va se formó una conciencia revolucionaria independentista, estalló, el 10 de octubre de 1868, la Gran Guerra Libertadora de los Treinta Años.
Durante todo el largo periodo de lucha por la independencia, el cubano conoció a qué limites extremos de crueldad y barbarie podía llegar, como llegó, mil y una veces, el relajo tiránico de la metrópoli, que ya no fue "madre", ni siquiera "madrastra", así como la hija dejo de ser por completo la "siempre fiel isla de Cuba".
El relajo metropolitano, elevado a la estratosfera de lo salvajemente sanguinario, encarnó en aquellos monstruos, baldón de la especie humana; Vives, Tacón, O'Donnell, Concha, Valmaseda, Caballero de Rodas… y Weyler.
Defensa desesperada de sus privilegios y granjerías realizaron entonces los magnates de la colonia, los verdaderos dueños de la Isla, sus efectivos gobernantes, para los cuales, que no para España, se mantuvo, durante cuatro siglos, la soberanía de España en Cuba, disfrutadores de excepcionales inmunidad e impunidad y a cuyos bolsillos, mas que a las arcas reales, iban los dineros sacados, del suelo cubano. Y para conservar sus privilegios y su lucro, que no para provecho de la metrópoli, derramaron entonces su sangre millares de millares de jóvenes quintos de la Península, arrancados a su hogar y a su trabajo por el mentiroso pretexto de salvaguardar la dignidad de una patria que tenía su verdadera y genuina representación en esos empingorotados magnates. Tanto era e1 poder de éstos y tales los privilegios de que estuvieron revestidos, que armaron a su costa los llamados cuerpos de voluntarios, integrados por sus propios empleados y trabajadores, en los que figuraban como oficiales sus compinches de menor cuantía, reservándose ellos el papel preponderante de coroneles de los batallones que a1 efecto se formaron, no por razón del plan bélico oficial del alto mando de las fuerzas realistas, sino acorde con el número de magnates interesados tanto en la defensa de sus intereses y propiedades, como en hacer publica ostentación de su poderío mercantil y político. Ellos mantuvieron la intransigencia contra todo entendimiento o pacto con los cubanos libertadores, no atreviéndose a contradecirlos, los gobernantes y políticos peninsulares, temerosos de perder los beneficios económicos que ese apoyo incondicional les proporcionaba. Y el resultado fue que por ampararlos, España desgobernó en Cuba, y la perdió.
Frente a1 heroísmo, el sacrificio y el martirio de los patriotas revolucionarios libertadores, no faltaron cubanos incorporados al relajo del régimen colonial y al servicio de este, ya porque trataban de defender intereses y privilegios comunes, ya porque su pobreza de espíritu los ataba al carro del despotismo metropolitano.
La escoria de esa fauna estuvo integrada por los guerrilleros, los espías, los chotas, los prácticos de campana, los delatores. Y en e1 propio campo "insurrecto" se conoció el relajo, personalizado en las "majases";y a la hora de la victoria, apareció, en demanda de recompensa por supuestos servicios prestados a la revolución, el tipo ridículamente pintoresco de "el que mandó quinina", y aquel otro que se incorporó al Ejército Liberador después de la participación de los Estados Unidos en la contienda cubana española.
De nada sirvió a España y a su pueblo el sacrificio de éste en la lucha inútil por aplastar la
Revolución cubana. Y el relajo fue el obstáculo imponderable. Los magnates de la colonia y de la metrópoli y los politicastros y desgobernantes de una y de otra, con la patria a la espalda, aunque profanándola y escarneciéndola al invocarla hipócritamente para camuflar sus trapisondearías, no se detuvieron, en su desbordado afán de lucro, ante el dolor de la guerra y el martirologio de aquellos muchachos, que morían de fiebre amarilla y otras enfermedades, y al filo de machete y por el plomo de los mambises, e hicieron negocio con sus pagas y sus alimentos y medicinas; y los jefes militares participaron en ese criminal relajo, atentos sólo a la conquista de "galones" y "laureadas". Y la superior capacidad de aquellos que eran tenidos por príncipes de la milicia española: Calleja, Martínez Campos, Weyler, se convirtió en papeles mojados ante la oportuna y eficacísima estrategia de Gómez, Maceo, García, maestros de la guerra, graduados en la guerra misma, y que contaron para triunfar con las ventajas que les daba el terreno mismo en que peleaban, el clima, y el apoyo desinteresado y valiosísimo de la población identificada plenamente.
Y el relajo se mantuvo, agravándose, durante la etapa hispanocubanoamericana de la guerra, mandándose al matadero, por los politicastros y desgobernantes peninsulares, a una escuadra que se sabía, aunque otra cosa se proclamase patrioteramente, muy inferior a la armada norteamericana, siendo inútiles, para evitar la definitiva catástrofe, las proféticas voces de admonición de Pi y Margall y algunos otros verdaderos patriotas, que dijeron la verdad a su pueblo. Y así lo comprendió, también, el almirante Pascual Cervera, jefe de la escuadra, a la que se obligó, contra su criterio, primero, a embotellarse en la bahía de Santiago, y dar batalla, después, a la de Sampson. Así lo revela elocuentísimamente este enjuiciamiento de Cervera, en carta al capitán de navío Víctor M. Concax y Palau, comandante que fué del crucero acorazado Infanta Maria Teresa, y jefe de Estado Mayor de aquella escuadra, en el combate naval de Santiago de Cuba, reproducida en la obra de este, La escuadra del almirante Cervera: «Me pregunto si me es licito callar y hacerme solidario de aventuras que causaran si ocurren, la total ruina de España; y todo por defender una Isla que fue nuestra; porque aunque no la perdiésemos de derecho con la guerra, la tenemos perdida de hecho, y con ella toda nuestra riqueza y una enorme cifra de hombres jóvenes, víctimas del clima y de las balas, defendiendo un ideal que ya solo es romántico…Yo no sé fijamente cuales son los sentimientos patrios respecto a Cuba; pero me inclino a creer que la inmensa mayoría de los pueblos desea la paz antes que todo: sólo que los que así piensan, sufren y lloran en sus hogares, y no gritan con minoría que vive y medra con la continuación de ese orden de cosas; pero este es asunto que no me incumbe analizar…» (Esto lo escribió Cervera el 26 de febrero de 1898). Y todo ocurrió cual el lo predijo.
Es necesario convenir con Enrique José Varona -según afirma en El fracaso colonial de España que «lo único que se organizó sabiamente en América fue el pillaje, el saqueo metódico y regular del país y sus habitaciones».
Y... al fin ("no hay mal que dure mil años ni cuerpo que lo resista"), termino la dominación española en Cuba (aunque España, al evacuar la Isla, no se llevo todo su relajo…) ; pero de esto ya hablaré en sucesivos artículos.
Si quiero, antes de terminar este, referirme a algo con lo que España cargó como para salarnos por completo, en la nueva vida que íbamos a emprender: los restos del Almirante Cristóbal Colon.
Refresco la memoria del lector diciéndole que en 1795 fueron traídos a La Habana, después de permanecer en Santo Domingo mas de 113 años, y a consecuencia de haber cedido España a Francia, por el artícu1o IX del Tratado de Paz de Basilea, de 22 de julio de aquel año, toda la parte española de dicha Isla, los restos del descubridor del Nuevo Mundo. Se colocaron esos restos en un nicho de vara y media de largo y mas de media de alto que se había abierto en la pared maestra, al lado del Evangelio, frente al costado del altar mayor, de La Catedral, y mas tarde se erigió en la nave central, pomposo monumento funerario, que también se llevaron los españoles al abandonar la Isla de Cuba.
Pobres de los cubanos que se quedaban huérfanos de tan preciadas reliquias.
Pero un agudo maestro de -ironismo - José Antonio González Lanuza - dando muestras de acuciosa comprensión histórica del pasado de España y de profundo conocimiento de la vida y aventuras del nauta famoso, se apresuró a disipar los funestos augurios que con la retirada de esos restos parecían ensombrecer el futuro de los cubanos. Y desde Santa Cruz de1 Sur, donde se encontraba reunida, la Asamblea de Representantes de la Revolución, dirigió, el 4 de octubre de 1898, una interesantísima carta a su amigo Manuel Ros, residente en Nueva York, revelándole el descubrimiento maravilloso que acababa de hacer.
«Los españoles -dice González Lanuza- parecen mas que decididos a llevarse para su casa propia los restos de Colón. Esto indigna a nuestros paisanos, que casi unánimemente declaran que debiera impedírseles a toda costa. Y en medio de esta general indignación, yo me alegro; me alegro sincera y regocijadamente y deploraría mucho que los tales restos quedasen en Cuba».
Inmediatamente explica González Lanuza la razón de su alegría: «Y ¿sabe usted por qué de todo esto me alegro tanto? Aquí de mi descubrimiento. Es que he descubierto que Colón era ñeque, que sus restos son ñeques, que la familia entera fue una familia de ñeqnes, descomunales y extraordinarios».
Y le va enumerando, con ese gracejo singular que poseía González Lanuza, los diversos casos y hechos probatorios del ñequismo del Almirante: su mala fortuna, «que acompañó a los parientes por donde quiera» las fatales consecuencias que para España tuvo la muerte de Colón en Valladolid, ya que la nación «que parecía preparada para un grande e inmenso poder empezó poco después a declinar. De la segunda mitad del reinado de Felipe II a todo el de Carlos el Hechizado, fue aquello una olla de grillos con salmuera. Flandes se perdió. Portugal se perdió. Los moriscos fueron expulsados, floreció la Inquisición, etc. Agrega que cuando los restos de Colón salieron de España y se remitieron a Santo Domingo, "España fue aliviándose un tantico, allá en tiempos de la dinastía de Borbón. En cambio, en Santo Domingo se le armó al cabo el gran lío a España. Guerras separatistas surgieron. Perdiose la posesión antillana una vez, recobróse luego en mala hora, para volverse a perder después».
Y refiriéndose, finalmente, a que «el gran ñeque se retira de América y los españoles (oh, imprudencia) lo instalan en la propia casa», vaticina González Lanuza: «ya se arrepentirán, y pronto. No moriremos, señor de Ros, sin contemplar sus tremendos efectos. Habrá probablemente guerra carlista, alzamiento republicano, bancarrota nacional, anarquía crónica, dinamita incesante, y hasta Guerrita, el gran Guerrita, morirá de una cogida tal vez. Ya verá usted, Ros amigo».
Dejo al lector que juzgue si Antonio González Lanuza fue buen o mal pitonizo. Y le advierto que aquellos restos de Colón que estuvieron en La Habana y ahora están en España… no eran de Colón, pues parece que los verdaderos huesos de éste se quedaran en Santo Domingo y allí se encuentran actualmente…
Qué gran relajo.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
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