COMO RIESGO PARA EL REGALISMO
DE LA MONARQUIA ESPAÑOLA A MEDIADOS DEL SIGLO XVIII
Roberto Soto Santana
Como ha escrito el historiador eclesiástico Carlos Francisco Vera Soto[1], “A nosotros, hombres del siglo XX, nos es difícil penetrar en el ambiente religioso de otras épocas ya que estamos acostumbrados a la secularización. En la España del siglo XVIII no sólo el ateísmo sino el deísmo puro eran prácticamente inexistentes; incluso los personajes, los ministros que han pasado a la historia como volterianos y descreídos, eran tan creyentes como los demás. Por eso es necesario distinguir entre la Iglesia como institución que busca sus intereses temporales y la Iglesia como comunidad de fieles que viven una fe de la que no se quieren apartar. Para entender a Carlos III, tenemos que trasladarnos a ese ambiente. Fue un hombre de su siglo: de firmísimo fe y auténtica piedad, emprendió reformas que miraba como indispensables en bien de la propia Iglesia”.
Foto: México desconocido
El 25 de junio de 1767 se anunció la expulsión de los jesuitas
Pero también es cierto que a Carlos III -rey absoluto preocupado por salvaguardar su autoridad terrenal, y que se rodeó de ministros y consejeros políticos conformadores de la corriente de pensamiento político que los historiadores han dado en llamar el Despotismo Ilustrado- lo que le preocupaba sobremanera eran (1) la carga que para la Hacienda de la Monarquía representaba el sostenimiento del Clero de todas clases, y (2) el Poder económico y político que las Órdenes religiosas acumulaban sin cesar, con objetivos de engrandecimiento propio y no siempre convergentes con los de la dinastía borbónica[2].
El que quisiera dotarse de un barniz de “Ilustración” no quería decir que el Régimen renunciara al ejercicio del “Despotismo”
Dentro del Clero, la jerarquía episcopal y las principales Órdenes se sometían a la autoridad del Rey, acatando y cumpliendo las disposiciones de éste; no así la Compañía de Jesús, cuyos miembros debían prestar un cuarto voto, de obediencia al Papa (además de los tradicionales de pobreza, castidad y obediencia a la voluntad de Dios).
Foto tomado de: Religión Digital
Esa tensión soterrada entre Trono y un sector de la Curia vino a explotar, como suele suceder una y otra vez en la Historia de cada pueblo, con ocasión de un suceso espontáneo, inesperado y más bien pedestre: el Motín de Esquilache.
El encarecimiento de los productos de primera necesidad soliviantó al pueblo de Madrid a orquestar unas manifestaciones de protesta por las carestías, el domingo de Ramos de 1766. La ira popular se concentró sobre el encargado de las secretarías de Hacienda y Guerra, el napolitano Leopoldo de Gregorio, marqués de Squillace (castellanizado como Esquilache), cuya residencia madrileña fue saqueada (en su ausencia). La masa popular después se dirigió al Palacio Real, para pedir al Rey el destierro de Esquilache, la disolución de la Guardia Valona –cuerpo armado compuesto casi íntegramente por no españoles-, el acuartelamiento de las tropas, la rebaja en los precios de los comestibles, y la desaparición de la Junta de Abastos, al igual que la anulación de una ordenanza sobre capas y sombreros –que había servido como detonante espurio del estallido callejero-.
Los amotinados exigieron la comparecencia personal del Rey, a fin de confirmar la aceptación por su parte de tales exigencias. Desde un balcón del Palacio Real, sin duda sintiéndose humillado, Carlos III consintió en conceder las demandas populares, que seguramente consideró una imposición afrentosa.
Con el propósito de hallar chivos expiatorios a quienes atribuir la responsabilidad por la organización del Motín popular, el Rey nombró un “Consejo Extraordinario” secreto encabezado por el conde de Aranda, Presidente del Consejo de Castilla, secundado por Pedro Rodríguez de Campomanes -el Fiscal del Consejo de Castilla-, por Miguel María Nava –como ministro reservado-, y por José Payo Sans –como escribano-. Por Real Decreto de 21 de abril de 1766[3], se les confió una “pesquisa secreta o reservada” sobre los motines producidos tanto en Madrid como en provincias. Desde los primeros momentos, el conde de Campomanes arroja sospechas sobre la conducta “de personas eclesiásticas”; y el Consejo Extraordinario dictamina, en votación unánime del 23 de enero de 1767, que “Siendo conforme a sus méritos notoriamente incompatibles dentro de la monarquía los jesuitas, estima que ha llegado el tiempo de su expulsión y extrañamiento” (folio 48-v), con cual parecer el Rey manifestó su conformidad (a la que le dio expresión la Pragmática Sanción de 27 de febrero de 1767), y con lo que quedó sellado el destino de los jesuitas en todos los dominios de la Corona española.
La Consulta evacuada por el Consejo Extraordinario imputaba a los jesuitas siete transgresiones: la incompatibilidad de la Compañía por su sumisión a la autoridad papal por encima de la obediencia debida al Soberano, su ambición de riquezas temporales que les permite aspirar a la soberanía efectiva, su supuesto probabilismo (o decantamiento, en caso de duda ante una situación, por las opiniones que proyecten mayor autoridad aunque sean las minoritarias, lo que se consideraba un oportunismo dañino a la seguridad del Estado), un persistente espíritu de sedición contra el Gobierno, contra el Estado y contra la propia Religión, el enfrentamiento de la Compañía con los reyes mismos –calumniando a éstos y a los Gobiernos con las infamias más sacrílegas-, el espíritu de venganza de la Compañía –acusándola de incitar los Motines al verse privada del privilegio del confesionario Real, y –finalmente- las alianzas externas de la Compañía suscitando competencias entre las prerrogativas Reales y el Papado.
Para “mayor seguridad de su conciencia”, antes de autorizar la Pragmática con su firma el Rey designó a una Junta –presidida por el duque de Alba y con la presencia de cuatro secretarios de Estado (Grimaldi, Muniain, Múzquiz y Manuel de Roda)- para que emitiera otra opinión, resultando ésta la de recalcar la necesidad de la expulsión de los jesuitas junto con la propuesta de que, al ordenar dicho extrañamiento, el Rey no invocara causa específica alguna.
Las incidencias relativas al itinerario temporal y a la cuantificación del expolio del patrimonio jesuita en la Isla de Cuba ya han sido objeto de un cuidadoso estudio por el Académico e investigador Dr. René León[4]. Los bienes incautados, con una valoración total calculada en 1770 aproximadamente en 466 mil pesos fuertes –real y maravedí arriba, real y maravedí abajo-, incluían 423 esclavos, 7 903 reses, 2 323 cerdos, y 550 caballos[5]
Llama la atención que, de los 423 esclavos de los que la Compañía de Jesús era propietaria en Cuba en el momento de su expulsión (1767), apenas 96 eran utilizados como mano de obra en las haciendas ganaderas, las fincas de labor, y el servicio personal de los frailes; los otros 327 trabajaban en la dotación de los tres ingenios azucareros de la Orden.
Durante los escasos tres meses que duró la ocupación inglesa de La Habana en 1762, los jesuitas realizaron 25 compraventas de esclavos, a través de las cuales se hicieron de 395 africanos (de ellos, un primer grupo de 140, varones todos, por cada uno de los cuales se pagaron 150 pesos; un segundo grupo, formado por 85 individuos, también todos hombres, al mismo precio por cabeza; y un lote de 84 mujeres a un precio promedio de 208 pesos por persona; así como unos “ynvalidos”, a 50 pesos cada uno; y los demás, por precios que iban de los 150 a los 250 pesos), para un total general invertido –en la vergonzosa trata- de 65 471 pesos.
De que los jesuitas establecidos en Cuba eran avezados comerciantes de esclavos da fe el hecho de que por cada uno de los esclavos adquiridos en 1762-1763 pagaron un promedio de 166 pesos, mientras que la Real Compañía de Comercio de La Habana había vendido en 1754 unos cargamentos de infortunados africanos a razón de 280-300 pesos por individuo adulto, unos 210-225 por muleque (africano de entre 7 y 10 años de edad), y 250-270 por mulecón (negro o negra bozal que pasa de la infancia, sin llegar a la pubertad).
*Postura de pensamiento político que otorgaba primacía a la voluntad de los Soberanos respecto de la titularidad y del ejercicio de determinadas prerrogativas y derechos, frente a la reivindicación que de contrario hacía la Iglesia.
[1] “Carlos III y la Expulsión de los Jesuitas en España y las Indias” (Centro de Investigación y Difusión de la Espiritualidad de la Cruz, Ciudad de México, D.F.), en http://www.cidec.org.mx . El P. Soto es M.Sp.S. (Misionero del Espíritu Santo), Congregación definida por sus Constituciones –aprobadas por el Vaticano en 1939- como “un Instituto religioso clerical de derecho pontificio, cuyos miembros pueden ser sacerdotes, diáconos permanentes o hermanos coadjutores”.
[2] Así, en el “Tratado de la Regalía de amortización” (publicado en 1765), Pedro Rodríguez de Campomanes, un puntal de la Corte (Ministro de Hacienda en 1760, Fiscal del Consejo de Castilla en 1762, miembro de la Real Academia Española en 1763, Presidente de la Real Academia de la Historia en 1764, y Presidente del Consejo de la Mesta en 1765), se refirió [página 120] al perjuicio “que al Estado resultaba del tránsito de bienes raíces á manos-muertas, por virtud de contratos de ventas, donaciones , testamentos y legados”, observando “que el que entra en Religión obra por vocacion e inspiración divina, y con el objeto determinado de renunciar á los bienes temporales, cuyo apego nunca le puede detener; porque la sucesion tampoco le aprovecha á él, y el voto de pobreza resiste todo peculio; y asi es la Comunidad ó Orden en comun á la qual sigue este provecho de la herencia, y no al Religioso á quien le es indiferente”.
Un Papa del siglo VI, Simaco, había dispuesto que ni siquiera el Obispo de Roma podía enajenar las propiedades de la Iglesia, por lo que éstas ni se podían vender o permutar o transmitir en forma alguna (aparte de que gozaran de generosas exenciones de impuestos). Las propiedades recibidas en virtud de documentos sucesorios –el origen de la mayor parte del patrimonio de la Iglesia- constituían lo que se dio en llamar bienes de “manos muertas”.
En la misma obra [página 186], Campomanes opinaba –con gran provecho para los intereses de Carlos III- “Que aya llegado el tiempo bien lo declaman los mismos Eclesiásticos; pues si ya en el principio del siglo pasado se juzgaba conveniente, como se ha visto, aun el desmembrar bienes superfluos de los que entonces sobraban yá á las Iglesias, y tenia adquiridos, especialmente para Capellanías y Conventos; quanto mas se verifica esto actualmente, atendido el esceso con que en siglo y medio después, ha ido creciendo el desorden de las demasiadas adquisiciones. Es preciso que la necesidad del remedio pase ya á ser estrema.
“Las Cortes unidas, el Clero mismo, el Consejo de Hacienda, nuestros buenos politicos la representaron á Carlos I, Felipe II, Felipe III, Felipe IV, y Carlos II en varios y diversos tiempos, conviniendo y asegurando, que de no proveerse de remedio, bien en breve se acabaria de empobrecer y arruinar el Estado secular; constituyendose en imposibilidad de pagar los tributos, como se estimó en el año de 1737. Pero a qué buscar pruebas de lo que es notorio y patente á toda clase de personas”.
Campomanes añadía las siguientes cifras, en apoyo de sus argumentos: “En solo la Corona de Castilla, según el Catastro, ay 64 226 Regulares de ambos sexos, sin incluir á Vizcaya, Alava, Guipuzcoa, Canarias y Navarra, con 9 309 sirvientes, que componen 73 535 personas. En estas Provincias esceptuadas, y en las de la Corona de Aragon, computando igual suma, resultan 147 070 personas…Su manutención á peseta al dia cuestan anualmente al Estado la cantidad de DOSCIENTOS Y NOVENTA Y DOS MILLONNES DE REALES, á razon de 800 reales diarios. Añadase los demas gastos, y rentas sobrantes, y vease adonde llega el capital”.
[3] Archivo General de Simancas, Gracia y Justicia, leg. 1009.
[4] “La expulsión de los Jesuitas de Cuba en 1767” (trabajo inédito hasta ahora, y publicado como parte del presente opúsculo).
[5] “Índice de los papeles pertenecientes a las temporalidades de la Compañía extinguida del dulce nombre de Jesús”. Archivo Nacional de Cuba, Asuntos Políticos, leg. 297, no. 2. Cit. en pág. 106, “Presencia y Ausencia de la Compañía de Jesús en Cuba”, por Eduardo Torres Cuevas y Edelberto Leiva Lajara, en http://www.larramendi.es .
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El 25 de junio de 1767 se anunció la expulsión de los jesuitas
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