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domingo, 1 de noviembre de 2015

EL MURO DEL MALECÓN

Jorge Mañach

¿Quién negará que sea toda una institución este muro que huele a mar y, en sus esquinados repliegues, a otros líquidos igualmente salobres?... Es un tribuno de la plebe, un pícaro sabidor, un camarada de melancolías silenciosas ante el crepúsculo, un testigo de muchas farsas y tragedias urbanas que abre hacia el Malecón la sonrisa sardónica de sus grietas.

Su democracia, sobre todo, cautiva a Luján. El Malecón, dice él, es en cierto modo una reserva, un coto aristocrático; pero el muro del Malecón, ¡ah, ése sí que no reconoce castas!... Allá enfrente están los edificios orondos de los ricos, con la barroca arbitrariedad de su perfil quebrado y de sus fachadas veleidosas. Allá están los soportales donde los niños gorditos que tienen grandes automóviles de verdad y pequeños automóviles de mentira, juegan –aburridos de unos y otros– los villanos juegos de los negritos junto al muro: los soportales donde las señoritas casaderas, ahítas de lejanía de mar, exponen tentadoramente sus medias de color carne, mientras las criadas de delantal y cofia platican, fingiendo seseos criollos, a la vera de las columnas. Por aquella acera pasean las señoras de sociedad que están a plan para adelgazar. Un mundillo de homogéneo ringorrango vive, pues, en aquella orilla del Malecón que el famoso “rayo verde” acaricia fantásticamente a la hora del véspero, dándole un decorado de revista.

Pero en frente están el muro y su acera, patrimonio del anonimato humilde. Entre este mundo y aquél se extiende, como una faja mixta de transición, el ancho paseo la
–Avenida del Golfo–, que lo mismo admite al gran Packard charolado, de discreto zumbido y digno rodar, que al mísero “fotingo” de alquiler, estrepitoso y endeble. El paseo actúa de mediador, de amigable componedor. Se inclinará a los ricos, pero no se niega abiertamente al servicio de los pobres cuando éstos recaban su derecho.

El muro y su acera ya son otra cosa. Ésta ya es región decididamente democrática,hortus conclusus para el hidalgo con ínfulas. Un rico no puede discurrir cabe el muro sin que lo abrumen y lo fiscalicen las miradas recelosas del proletariado, que se lo permite por mera condescendencia. A lo largo de su acera, corren a toda velocidad los muchachos remendados que tienen un solo patín y los que compraron su bicicleta a plazos. Por ella deambulan también las criadas sin colocación, los artesanos fatigados, los horteras en asueto, los viejos con traje de alpaca negra, las mil variedades de El hombre en mangas de camisa.

Cuando el sol ya no pica y el muro se ha refrescado, esas gentes suelen sentarse a lo largo de los tramos más bajos y menos expuestos al salivazo artero del mar, que también es algo aristócrata. Se sientan con un pie sobre el muro, el otro colgando. Algunos, vueltos hacia el Océano, con la vista errabunda por el horizonte flamígero o clavada meditativamente en las ríspidas pocetas de los viejos baños; otros, mirando con un aire entre crítico y distraído la acera de enfrente y los automóviles que pasan, mientras un vientecillo fresco los despeina y deja en sus labios un sabor a papas fritas.

Cuando el sol termina su mutis rojo, el paseo se despeja, recobra su unidad. Pero entretanto –advierte Luján– es todo él, con su orilla dorada, su cauce de asfalto y su otra orilla gris, como una bandera de tres franjas sociales: una bandera evolucionista…

Tomado de Estampas de San Cristóbal, Ediciones Ateneo, 2000

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