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viernes, 15 de abril de 2016

EL NIÑO DE BELEN


Por Alfredo M. Cepero
Director de www.lanuevanacion.com

Este 25 de diciembre el mundo cristiano celebrará el nacimiento de un niño que hace dos milenios y quince años vino al mundo de los mortales a cambiar no sólo el curso de la historia sino los parámetros en que esa historia es narrada y contabilizada. A partir de aquella noche de misterio, fantasía y esperanza en el polvoriento y remoto pueblecito de Belén el perdón por los agravios no sería síntoma de debilidad sino de fortaleza, de cobardía sino de amor. Y los acontecimientos originados por el tránsito del hombre sobre la Tierra tendrían como punto de referencia aquel momento en que lo divino y lo terreno, lo eterno y lo temporal se fundieron en el llanto del hijo de José y María. Aquel niño de Belén nos dio con su nacimiento, su prédica, su calvario y su muerte, además de un nuevo calendario, la opción de hacer de cada fecha un día de salvación o de condena.
Su Padre Celestial pudo haber hecho que su hijo único naciera en el seno de una familia acaudalada, en un suntuoso palacio o en un centro de poder o riquezas como Roma, Grecia o Egipto. Sin embargo, este Rey de reyes nació en un pueblucho miserable, en el seno de una familia humilde donde se ganaba el pan con sudor y trabajo, en un pesebre donde mitigó el frío sobre el heno calentado por unas vacas y como hijo de un pueblo perseguido y esclavizado. Todo ello porque tanto su nacimiento como su vida y su muerte fueron parte del plan divino con el cual Dios quiso impartir una lección imperecedera a los hijos descarriados de Adán. Para aquellos dispuestos a aprenderla y aplicarla esa lección nos muestra el camino de la felicidad en la Tierra y de la salvación eterna.
Ahora bien, su aprendizaje y aplicación no son tareas de flojos ni de egoístas sino de hombres y mujeres con voluntad de acero y capacidad de disfrutar la satisfacción del servicio y el amor al prójimo. A quienes discrepen los refiero a las vidas de aquellos que, a fuerza de renunciar a sí mismos, alcanzaron la santidad. De ahí que, para salir exitosos, sea imprescindible vencer los instintos y pasiones que los humanos compartimos con especímenes del reino animal y que han sido la causa de tanta sangre, miseria y muerte desde el principio de nuestra residencia en la Tierra.
Cristo, por otra parte, no es privilegio ni posesión de nadie. No vino a salvar a unos pocos sino a todo el género humano, sin importar raza, sexo o condición económica. No es una garantía de salvación sino la brújula que nos indica el camino a la vida eterna siempre que tengamos la voluntad de andar por nuestras propias fuerzas. Su reino está al alcance de todo el que renuncie al odio y opte por el amor, renuncie a la venganza y opte por el perdón, renuncie a la violencia y opte por la paz, renuncie a la mentira y opte por la verdad, renuncie al derroche y opte por la austeridad, renuncie al egoísmo y opte por la generosidad. Pero todo, absolutamente todo, dentro del contexto de la justicia divina y de la preferencia por aquellos a quienes dedicó su conmovedor y compasivo Sermón de la Montaña.
Porque, para quien esto escribe, Cristo no es un personaje blandengue y edulcorado dispuesto a ignorar agravios y transgresiones de todo villano que implore su perdón sin un verdadero arrepentimiento. Lo confirma con elocuencia la paliza soberana y ejemplarizante que propinó a los mercaderes que invadieron el templo sagrado de su padre. La misma que probablemente recibirán en su día los tiranos, torturadores, proxenetas, violadores y practicantes del aborto que hacen de nuestro mundo una antesala del infierno. Cristo es perdón pero un perdón condicionado al arrepentimiento, la reparación y la voluntad de enmienda. Su perdón jamás estará en conflicto con la justicia. Y con esta afirmación quizás me expongo a ser amonestado por alguno que otro doctor en teología. Pero en esta etapa de mi peregrinaje terrestre son pocas las cosas que me quitan el sueño.
En cuanto a su predilección por los presos, los enfermos y los desamparados no tenemos la menor duda de que en estas festividades que se avecinan, y acorde con su conducta desde que murió en la cruz para traernos la buena nueva, Cristo no estará con los Castro, los Maduro o los Ortega como no estuvo con los Herodes, los Nerón o los Calígula. Por el contrario, hará sentir su presencia salvadora y sanadora en hospitales y cárceles como una vez lo hizo entre los mártires del Circo Romano. Tampoco se limitará a bendecir mesas repletas de golosinas sino hará despliegue de caridad compartiendo su pan de fe y su vino de esperanza con los mártires del terrorismo islámico y los presos políticos de Cuba y Venezuela en las celdas inmundasdonde, a la manera de aquellos mártires del Circo Romano, un grupo de héroes son depositarios de la dignidad de las patrias de Martí y de Bolívar.
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