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domingo, 15 de diciembre de 2013

El viejo solar principeño en la mirada de un cronista

 por Carlos A. Peón-Casas



Samuel Hazard, el intrépido e impenitente viajero norteamericano, en su interesante libro Cuba with pen and pencil, obra que data de 1871, se nos revela sin dudas como el cronista y el inmejorable ilustrador y dibujante, de ganada objetividad y buen ojo, a la hora de echar luz sobre las realidades de la Cuba de antaño a la que conoció muy bien y de primera mano en sus recorridos por toda la geografía de nuestra ínsula.


Volver sobre tan interesante obra, un ya verdadero incunable sobre la historia y la memoria patria, es hoy posible gracias a la magia de la digitalización de tan imprescindible texto (en su original versión en inglés), y que felizmente se comparte de mano en mano, como otros contenidos de igual e ineludible valía, y en los que es posible airear esa singular remembranza histórica.



Particularmente en lo que respecta a sus memorias sobre el añoso Puerto Príncipe se encaminan estas notas rememorativas. Hazard arribó a estas tierras por la puerta marítima de la entonces primitiva ciudad y puerto de Nuevitas, devenida como tal desde 1819. Arribaba allí en un vapor llamado Triunfo, que lo trajo desde Santiago de Cuba. El susodicho vapor, fabricado en la lejana Escocia, era según narra el cronista y traducimos: “(…)lo suficientemente bueno con aceptable comida y camarotes de igual condición con una que otra cucaracha y alguna rata, pero (…) sin mayores consecuencias”(1).



La descripción de los viajeros que hallaron acomodo en aquel bergantín de la época era de lo más variopinta y así deja constancia:

Los pasajeros incluían a un grupo de jóvenes sacerdotes que iban a Puerto Príncipe, un ingeniero naval, un cubano elegantón(2), quien puso sus reparos en buen español en un estilo muy de Cockney, y un grupo de mujeres, entre las que destacaba una verdadera dama, luego se me dijo que alguien me cuestionaba con estupefacción en tal definición y se escandalizaba por mi modestia, porque paseaba a su niña de un año, por la cubierta, cada día, en perfecto estado de desnudez.

El viaje del vapor discurriría por toda la costa sur oriental hasta voltear la punta de Maisí para seguir bordeando la costa norte rumbo a Nuevitas. Según la narración del cronista tras diecisiete horas de navegación ya avistaban Baracoa, de cuya localidad deja crecida constancia en el libro, apuntando como curiosidad singular los famosos bastones con empuñadura de piel de manatí y de carey, que se conseguían además a muy buen precio, de una onza en lo adelante, y por los que en La Habana podría pedir de cuarenta a cincuenta dólares de la época.



Doce horas después de dejar Baracoa, el vapor se aproximaba al puerto de Gibara, donde solía demorar todo un día tomando aprovisionamientos y mercancías. Los viajeros podían desembarcar y echar un vistazo a su aire, para Hazard en particular la villa no parecía ofrecerle muchos atractivos; aunque deja evidencia de los pormenores de su paisaje en un cuidadoso dibujo a plumilla que incluye como ilustración.



De allí a Nuevitas el trayecto se realizó en ocho horas. El incansable viajero da testimonio muy gráfico del arribo a aquel puerto, acotaciones que traducimos para el curioso lector:

Como a las diez de la mañana nos aproximamos a la bahía de Nuevitas(…) La entrada a esta bahía forma un estrecho cañón de entre cuatro y cinco y media millas de largo, conformando dos bahías entre sus límites, una llamada propiamente Nuevitas y la otra Mayanabo,(…) Hay en la primera unos islotes prominentes conocidos como Los Ballenatos. (…) En su extremo sur se ubica el pequeño pueblo de Nuevitas con sus pocas casas de fachada en blanco deslumbrantes bajo el sol(…)

Llama la atención del visitante una próspera actividad económica de los pescadores locales: la captura de esponjas y tortugas en las aguas de la bahía. Ambos rubros tenían a su ver gran demanda. Los pescadores levantaban sobre las aguas una estructura provisional que les permitía la labor, e incluso les servían de refugio y habitación para toda la temporada de pesca. El autor incluye un dibujo alusivo que lo ilustra muy bien.



El viaje a Puerto Príncipe discurriría por la vía más expedita de la época: el ferrocarril. Cuenta Hazard que, a pesar de la contienda bélica entre españoles y cubanos, recuérdese que transcurrían los años de la Guerra Grande y que las tropas mambisas solían hostigar el paso al puerto a lo largo de la vía férrea; la ciudad principeña y la villa nuevitera tenían comunicación diaria con hasta dos convoyes, dado el importante flujo de mercancias y pasajeros entre las dos poblaciones.



Hazard narra ya desde el tren las particularidades de aquel viaje de cuarenta y cinco millas hasta la ciudad principeña:

El camino hasta la ciudad discurre por un terreno fácil y provisto de bellas vistas; desde la colinas cercanas se tiene una magnífica vista no sólo de la ciudad sino de sus alrededores(4).

Pero indica a continuación al potencial viajero de una circunstancia que ya otros pertinaces peregrinos habían advertido de la bella ciudad principeña: la precaria situación del alojamiento, porque todavía para esa época no tenía hotel. Así lo testimonia:

Pero líbrete el Cielo, oh viajero, de aventurarte a la ciudad sin tener amigos allí que puedan ser tus anfitriones, porque la ciudad que tiene casi setenta mil habitantes no se vanagloria de tener un hotel, y aún las fondas están en paupérrimo estado. Sea quizás por ello que los principeños sean tan hospitalarios y no permitan a sus amigos atreverse a tales sitios, e incluso a los extraños que les son presentados, les acogen ellos mismos con igual deferencia(5).

A renglón seguido, el cronista relataba su propia visión de la ciudad principeña, a la que acompañaba con otra muy puntual plumilla(6) :

Santa María del Puerto Príncipe está situada en el corazón de una comarca ganadera, de cuyo negocio se deriva su importancia. Sus calles son estrechas y tortuosas, la mayoría de ellas sin pavimentar y sin aceras; sus edificaciones son mayormente de mampostería: varias iglesias de extraño porte, algunos conventos, grandes cuarteles para las tropas, unteatro pasable y varias edificaciones para uso público. La arquitectura general de la ciudad recuerda la del país, pero tiene grandes atractivos para el artista y el anticuario(7).

Los atractivos de la otrora ciudad parecían terminar allí, según la particular mirada del visitante, pero aún señalaba, en sus alrededores, un detalle que la singularizaba: los potreros, y que según su saber y entender: “permiten estudiar sus particularidades con una muy especial mirada que no se encuentra en otras parte de la Isla"(8).

Empieza por definirlos como:

(…) Grandes espacios limitados por cercas de piedra o madera. No sólo el ganado del lugar se mantiene allí, sino también el de los ingenios cercanos”(9). Acto seguido hace su propia valoración de tales prácticas:

La cría del ganado es un negocio muy rentable, aunque al no prestársele particular atención al engorde de aquéllos, sino que se les vende cuando se piensa que ya están aptos para el mercado. Las consecuencias es que no se encuentra uno una porción de carne digna de ser asada, tal y como estamos acostumbrados en otros sitios(10).

Un detalle que no pasa por alto y nos resulta revelador es el que concierne a los precios de los ejemplares: “los bueyes, de 25 a 40 dólares. Los toros y las vacas de 20 a 30. Las terneras de 10 a 12. Los carneros son muy baratos y se venden entre 1 y 3 dólares. Los cerdos de 8 a 10”(11).

El cierre de sus memorias por suelo principeño nos deja un dulce sabor de boca, pues el afamado cronista e ilustrador refiere con afable complacencia, a una especial delicatesen que considera insuperable en la región: la conserva de guayaba, a la que alude e dos especificas presentaciones: la Jalea y la Pasta de Guayaba.

El autor se regodea en describir a las bellas mujeres que se dedican a tan apetitoso oficio, y las describe como a odaliscas “de negros y brillantísimos ojos, pelo muy lacio y cierta gracia indescriptible en el contoneo de sus figuras, con un toque de peculiar languidez tan peculiaren el lejano Oriente”(12).

Luego de describir profusamente los detalles alusivos a la fabricación de tan delicado manjar, acaba recomendando a sus lectores el tan apetitoso postre, en específico las que se presentaban en cajas pequeñas de madera en forma alargada, y no las del tipo redondo que a su ver eran de inferior calidad.

Hazard ponía fin a su periplo por tierras puertoprincipeñas, encaminando sus pasos nuevamente a Nuevitas donde se embarcaba con destino a La Habana. Un viaje por tierra lo consideraba extremadamente penoso y tedioso, a lomo de caballo y por todo el camino real. Y dada su experiencia de viajero empedernido que luego de haber “circunnavegado la Isla y recorrerla por los depauperados caminos interiores de este a oeste, prefiero el modo más rápido del tren a Nuevitas y luego el vapor a La Habana, a la que finalmente arribaba luego de tres meses de ausencia, en los cálidos días del mes de mayo"(13)

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Citas y Notas

1. Cuba with pen and pencil. Samuel Hazard.Hartford.Conn.: 1871. p.500
2. Un dibujo que lo ilustra lo muestra elegantemente vestido con levita y sombrero de copa
3. Cuba with pen and pencil. Op cit.
4. Ibíd. p. 514
5. Ibíd. p. 515
6. La susodicha pintura recuerda mucho a aquel famoso grabado de otro viajero: Laplante. Ambas coinciden en la mirada a la ciudad desde una hipotética elevación por detrás del camposanto y mirando desde el poniente hacia la ciudad que se extiende de norte a sur con las torres ancestrales de sus iglesias en el fondo.
7. Ibíd. pp.515-516
8. Ibíd. p. 516
9. Ibíd.
10. Ibíd.
11. Ibíd. p.519
12. Ibíd. p. 523
13. Ibíd. p. 524

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