Por Mireya Robles
Se inicia el poemario con una Profecía: “Y alguna vez
vendrán a remontarme / lavados con el brillo de sus pies, / aquellos hijos de
estos pies enormes / colgados al sillón que mecerá sus casas”. Pudiera indicar que ya en espíritu,
meciéndose en un sillón de la que fue su casa, los que aún están encarnados en
el mundo de los vivos, vendrán a ella, estableciendo así que no hay una ruptura
definitiva entre el plano de la muerte y éste que tenemos por nuestra realidad.
Dedica el poemario no solamente a su familia, sino también a sus muertos, en niveles
en los que no hay separación porque son
parte de un todo indivisible.
En uno de los
poemas de María Eugenia Caseiro titulado “Que en casa de Yewá me esperen
siempre”, no incluido en Arreciados por
el éxodo, el leitmotiv que aparece cada tres versos --¡Hija del viento
soy!—podría indicar un atisbo de inmortalidad: que, en la casa de Yewá –el
cementerio--, se quedarán esperándola eternamente porque allí su alma libre
nunca podrá ser encerrada. Pero mi interpretación inmediata fue la de su
voluntad manifiesta de que la esperen esos seres queridos que ya han pasado a
otro plano, para acogerla en el momento en que a ella le toque habitar la casa
de Yewá.
Tratar de interpretar un poema creacionista es un reto
y tal vez, una audacia desmedida porque el verso sale directamente desde el
origen, desde la fuente donde fue creado, y llega al lector por una corriente
interior, profunda, sin pasar por un proceso de razonamiento. Nos encontramos
constantemente con un elemento de sorpresa, porque las palabras han sido
liberadas de su función habitual de servir de elemento aleatorio dentro de la
frase en que se encuentran con el propósito de expresar una idea, un todo que
hasta entonces nos era fácil identificar y se convierten en fragmentos de
distintas realidades yuxtapuestas para formar otra realidad creada por el
poeta. Como sugiere Vicente Huidobro, no se trata de describir la rosa, sino de
verla crecer, de crearla en el poema. Y en su “Arte poética” llega a afirmar
que el poeta es un pequeño dios. Este pequeño dios está presente en todo el
poemario de María Eugenia Caseiro: “tus dedos, mis dedos, nuestros / funden
lingotes de animales / cautivos de ti.”
A veces nos parece que estamos ante un éxodo real
cuando nos dice: “Como cobos arreciados por el éxodo, / no hubo sacapuntas
escarmentador / ni bigornias vigías, / ni las propias tijeras extenuadas / de
cortar en tiras cada noche, / que no se enrolara en nuestro arca.” Lanzados al éxodo, desfilaron todos los
elementos que fueron parte de su entorno, para ser guardados en el recuerdo.
Sólo así se mantendrá ese pasado del que somos
parte y que si desapareciera, desapareceríamos también: “Así logramos
sobre nosotros mismos / ser invulnerables.”
En “Naufragio” vemos viajeros llenos de la alegría de la esperanza que
son, a la vez, seres desvalidos, expuestos a peligros de muerte: “Y se hicieron
a la mar con sus disfraces / prendidos al envés de la baraja / que los llevaría
al fracaso, / risueños argonautas de papel / a quienes la borrasca / o un dedo
del azar / interpuso el naufragio.”
Pero también está presente un velo fino, transparente,
que marca un éxodo vivencial dirigido hacia la nada, hacia el reconocimiento
del vacío que nos deja la muerte física de un ser querido, el vacío que nos
queda cuando languidece el amor, la premonición de nuestra propia muerte. Hay pautas que aparecen en el poema “Saltar”:
“Acaso el polvo en sus cuatro estaciones / nos sepulte”. En “Esperar”, vaticina: “Las ventanas se
apagarán un día”. Enfatiza: “polvo polvo el polvo”. Habla de “blancos palacios de hueso”,
“esperándote, esperándome”. En los
cuatro segmentos de “Nadas” la pérdida se presenta visualmente en versos que se
van acortando como se acorta una vida:
Lo que no emplea siquiera costumbre
lo que guarda tibio reposo dentro
dentro dentro
adentro
la noche dentro, todo
ese camino cerrado
padecido, mustio
último.
El poema titulado “Lienzo” es una bella elegía en la
que la pureza de la juventud de su hijo está representada en la blancura de la
tela: “Como un ángel que entibió la perfección / antes de partir y su tierno
cadáver / es un sorbo de luz entre los árboles, / un tapete de blancura / se
derrama en las planicies de la hora.”
En “Residuos” describe el momento
de la muerte de su padre: “Eran tus manos de azahar / dormidas sobre mí, / besé
llorada la pintura / que rompió la noche / -dos mitades como dos fantasmas / aplazaron
el mar- / nosotros sombra tumbada / en el instante en que te pierdo.”
En la tercera parte de “Yo, tú, los árboles”, comienza la repetición de palabras que utiliza en varios poemas para intensificar una condición, reafirmar un propósito, acelerar el movimiento. Se sitúa en una época, acompañada de ese otro ser que tantas veces aparece a su lado, viviendo momentos felices en los que talmente parece que estuvieran estrenando la vida en todo su esplendor, arropados en el frenesí de crear: “No desentrañamos / aquellas vertientes que trajeron la sal / cuando pensabas, cuando pensaba, /sembrar sembrar sembrar/ eternamente/ pasajeros felices, trenes novísimos / caminos, tildes, radios, señales; / dibujos olorosos a jabón, paisajes / sin límites…” Pero de momento asoma, a modo de presentimiento tal vez, un instante ensombrecedor, bellamente expresado: “y la espina en el naranjo de tu piel / doliéndole a la lluvia.”
“Morder lo breve” consta de cuatro partes encabezadas
por flechas que señalan diferentes direcciones: hacia la derecha, hacia
la izquierda, hacia arriba, hacia abajo, para marcar el giro vivencial, en
cuatro instantes, de dos seres creados, tal vez, por la imaginación de la
autora. En la primera trata de
explicarse las razones por las que se ha perdido la vitalidad del amor: “A
causa de mis vestidos rotos, / de mis estrellas fracturadas, / de mis paisajes
eternamente cosidos al recuerdo, / alunizan tus avispas de seda buscadas en el
aire / lo que no nace dentro”. Pero a pesar del deterioro del amor, la unión
continúa, quizás porque las circunstancias así lo determinan. Y, a pesar de lo
que ya se ha convertido en un “rodante cielo aburrido”, siguen, “tomados de la
mano”. En la segunda parte la
convivencia se lleva como si el amor pudiera ser la realidad que ya no es: “Que
no se diga nunca / que mi boca, que tu boca / sin palabra mentida / elige tarde
un algo, un beso / muerde.” En la
tercera parte trata de retener lo que queda del amor, aunque sea en el pequeño
nivel de lo cotidiano: “Morder lo breve / lo nuestro mordible, querible / en
cremalleras, en bastillas, / en los botones estampados en las blusas, / en la
seda silenciosa del bostezo.” En la última visualiza el momento “Cuando nadie,
cuando nada quede”.
En los momentos de vacío en los que ya no tiene
“estrellas que contar”, se refugia en el seno materno, donde identifica “el
vaivén de sus pulmones / sus arterias calientes”, donde sabe que para la madre
ella es un tierno ser –“blanda gota concebida”-, hasta el momento de su
nacimiento, cuando sale a ese pasar del tiempo que es la vida: “travesía
vertical / hasta el mar de toda hora”.
Como lo hiciera César Vallejo con la palabra “trilce” --posible
combinación de triste y dulce--, aparecen en el poemario palabras que se unen
para formar una nueva: lunijunto, velasombra, vuelapétalo… Contrariamente a la
cosificación que vemos en algunas de las pinturas metafísicas de Giorgio de
Chirico –como Le Muse Inquietanti, Etore e Andromaca, Il guadagno--, en la poesía de María Eugenia Caseiro se personifica
lo inanimado, lo abstracto, lo vegetal: “la lluvia con zapatos de cristal”;
“Yo, tú, los árboles de lágrima torcida / como lenguas sedientas, / navegamos la lluvia sin timón”; “Después todos los bancos / lánguidamente
recostados a mi espalda / fueron tibio hospedaje del adiós”. Son versos que se mueven en la bruma, tan
etéreos que son como una música en la que el significado de las palabras se
diluye para formar mundos nuevos.
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