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martes, 1 de julio de 2014

JUAN CUETO-ROIG: MEMORIA QUE BURILA EL OLVIDO

Juan Cueto-Roig
Foto: Ernesto G

Por: J. A. Albertini

Lo que un hombre ha recogido
durante su infancia del aire de
la época para amalgamarlo
con su sangre, perdura en él
de modo inseparable. 
El mundo de ayer.
Stefan Zweig

Siempre, por su genuinidad, he sido lector y admirador de la obra del poeta, escritor, ensayista y traductor cubano exiliado, Juan Cueto-Roig, quien nació en Caibarién, provincia de Las Villas, pueblo luminoso de pescadores, costa hermosa y casas de tablas enjalbegadas con portales extensos como aceras. Sin embargo, Cueto-Roig, considera al cercano Remedios, octava villa fundada en Cuba por los conquistadores españoles, como su ciudad, ya que pocos días después de su nacimiento, el padre, recién enviudado, decidió, junto al resto de la familia, radicarse allí, no lejos de la histórica Iglesia Mayor. 

Con anterioridad, a lo largo de varios años, el autor con publicaciones de poesía como: En la tarde, tarde, Palabras en fila, en clase y en recreo, En época de lilas, traducción al castellano de 44 poemas de E.E. Cummings, Cavafis, veintiún poemas traducidos del inglés y Esas divinas cosas: Tribulaciones y alegrías de un traductor, nos ha deleitado y llevado a la reflexión, junto a su producción en prosa cuyos títulos son: Ex-Cuetos, Hallarás lobregueces, Verycuetos y Veintiún cuentos concisos. 

Y ahora, en el presente, Juan Cueto-Roig, nos entrega su obra más reciente: Lo que se ha salvado del olvido, libro que es un viaje a la memoria. Esa memoria presente, con hálito de enigma, tal vez fatalista, que nos aproxima al ser humano que lucha, pero que presiente que su existencia comenzó por el final de una vida y terminará devorada, como la de sus progenitores, por un abril cualquiera. ¿No fue acaso el poeta T.S. Eliot quien, en El entierro de los muertos, dijo?: Abril es el mes más cruel, hace brotar/ lilas del interior de la tierra muerta, mezcla/ la memoria y el deseo, estremece/ las raíces marchitas con lluvia de primavera.

Cueto-Roig, en Lo que se ha salvado del olvido obra, concisa, directa, realista, dura y a la vez tierna, nos asoma a los recuerdos tempranos de un niño y al dibujo de la biografía apresurada de una familia, la suya, y a una época impresa que, combinando prosa, poemas y fotos, retrotrae al lector a jirones de existencia. Todas las existencias.

Cuenta que su madre, María Ofelia Roig y Coloma, un día de primavera, falleció a poco de su alumbramiento, el menor de cinco hermanos. Lo antecedían un varón mayor y tres hembras. Y en menos de dos líneas, cargadas de estremecimiento inevitable, el autor, dice: Treinta y seis días sobrevivió la madre al infausto parto. 

Y sigue narrando como José Cueto e Isla, el progenitor, también parte en primavera: Era como ocho años antes, un día de abril, dejándolo, junto con el resto de la prole, huérfano en aquel caserón colonial con tías paternas y primas que se debatían entre la modernidad, el deseo de la carne y ocasionales humedecimientos vaginales, con pretensiones de agua bendita, provocados por sotanas erectas que desafiaban la fuerza de las costumbres y tradiciones que al anochecer, en alas de murciélagos hogareños, recorrían los techos coloniales y cielos de la Villa, cuyas calles y callejones oscuros conservaban la impronta de espectrales piratas furtivos, en busca de mermelada de guayaba.

Elpidia, la tía que pospone la toma del hábito monjil para cuidar a los sobrinos, es a quien el autor confiesa que por un tiempo llamó mamá en infantil y lógica búsqueda del amparo perdido hasta que bruscamente, como había sucedido desde su nacimiento, fue separado de ella en nuevo desarraigo que se profundizaría con estadías en un orfelinato e internados en escuelas religiosas de La Habana y Querétero en México.

Y es en el internado eclesiástico de Querétero, con doce años de edad, donde conoce el rostro de la muerte temprana. Paulino, el amigo y compañero que le había dicho que lo que más temía era quedarse solo, fallece, y en la noche, después de rezar un rosario junto al féretro, lamenta haber tenido que dejarlo solo.

No obstante, para mí, lo más significativo de la lectura de Lo que se ha salvado del olvido es la presencia de Remedios y los primeros años de vida de Juan Cueto-Roig en esa Villa. La memoria visual del pequeño nos habla del compositor Alejandro García Caturla, y del trato que el autor tuvo con la familia del juez músico. También, de puertas, ventanas y vigas de madera que el comején silencioso devora, de campanas que llaman a misa; noches cálidas, zumbido de mosquitos y refugio de mosquiteros, para despertar con aroma de café recién colado, olor a leche que hierve y deja una capa de nata; de mediodías soñolientos y penumbras de alcobas en los que el huérfano, libre de supervisión, salía al soleado patio para subido a la mata de aguacate, desde lo más alto del ramaje, contemplar los techos de tejas rojas y la inevitable torre de la iglesia, husmear en las propiedades colindantes y descubrir secretos de familia, nidos de pájaros y dilatar sus fosas nasales con el perenne aire, perfumado de guayaba, que surgía de la no lejana fábrica de conservas.

Asimismo, nos hace copartícipes del amor prohibido, para algunos, de la prima Teodomira. Amor que identifica con el sabor de las golosinas, obsequiadas por el amante solícito, y el olor de las naranjas. 

Remedios es una presencia constante en el autor, un pensamiento que la distancia impuesta y el conocimiento de otras tierras y culturas jamás opacó en su conciencia y que de forma espontánea gravita en el total de su producción literaria como una especie de lo que el irlandés James Joyce llamó “epifanías”, o sea convicciones religiosas o visiones místicas de creencias y conceptos arraigados en el individuo. Es por eso que en el tercer capítulo del libro el autor afirma: Somos del lugar en cuyo cementerio están enterrados los muertos más queridos.

Juicio que comparto con el autor porque a pesar de que nació en Caibarién, Remedios, no es distante, ambas villas están en la misma provincia y país. Por lo tanto leer Lo que se ha salvado del olvido, además de refrescarme paisajes, compartir sentimientos, sensaciones, olores y sabores, rescatados del olvido aparente, me induce a pensar que siempre uno será de donde se nace. Se puede morir en cualquier parte. Incluso, escoger el sitio y tener conciencia del fin inminente. Pero no nacer. Se nace del sentimiento de una mujer que sangra y sufre sobre una tierra determinada que nadie, por lo menos que yo sepa, eligió. Naces y cuando aspiras el temor de los vivos lloras. Lloras y quedas impuesto de hora, día, mes y año. Si es invierno, primavera, verano u otoño; si llueve o brilla el Sol. Y sobre todo asumes, por herencia ineludible e intangible, las responsabilidades, logros y desaciertos de aquéllos que te antecedieron e hicieron crecer las buenas y malas hierbas.

Estoy seguro que nadie que lea Lo que se ha salvado del olvido puede permanecer sin experimentar una carga de sentimientos reflexivos. Este volumen, impecablemente escrito, es una obra de amor. Amor doloroso que se inició un cuatro de marzo a las once de la noche de un año determinado, cuando de las entrañas de María Ofelia Roig y Coloma nació el último de sus hijos, Juan Cueto-Roig Isla Coloma, huérfano prematuro de presencia pero no de amor. Sentimiento que el autor consagra en estas páginas, para proclamar, sin proponérselo, y carente de lenguaje retórico, que madre e hijo han permanecido y permanecerán indisolublemente unidos en la memoria que el olvido es incapaz de devorar, porque como ha dicho el poeta chileno Gonzalo Rojas: El amor es acaso la única utopía que nos queda. Y a cuenta y riesgos añado que de utopías se construye la realización de los sueños, sean estos tangibles o aparentemente intangibles. 

En Hallarás lobregueces, obra anterior en prosa, el autor, fiel a la evocación de los familiares que partieron primero, en prolija dedicatoria, que titula A mis muertos cuando se refiere al ser que lo alumbró escribe: A María Ofelia, mi madre (única persona en esta lista de cuya muerte me confieso culpable).

Por mi parte, y para concluir, pienso que María Ofelia vive. Vive a plenitud en las obras de Juan Cueto-Roig, en el palpitar del corazón creativo del autor y en cada gota de sangre, herencia materna que circula por sus venas corpóreas.

Incluso, me arriesgo a decir que en las palabras de los poetas traducidos por Juan Cueto como E.E. Cummings y Cavafis, aletea el espíritu de las intenciones universales y existenciales de este autor que, al final, sólo quiere, aunque sea en ideas, regresar al gusto de la guayaba pueblerina que se hace mermelada y penetra, con su aroma dulzón, en los sepulcros. Sus queridos sepulcros remedianos.     






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