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lunes, 1 de junio de 2015

Cuentecitos criollos despampanantes


 No se trata del relato de dos cuentos para entretener a los lectores, sino de dos textos que —según el articulista— «han de servirme como piedra al canto para descubrir y precisar hasta dónde puede llegar la inventiva, criolla cuando de engañar al prójimo se trata».
Debo declarar que estos dos cuentos son rigurosamente ciertos, según me lo han afirmado muy seriamente sus narradores, habaneros cien por ciento, quienes me juran ser testigos presenciales, respectivamente, de una y otra ocurrencia.
 Pues… me voy de cuentos. Si, queridos lectores: dedicaré las presentes Habladurías a hacerles a ustedes dos cuentos, pero no por el gusto de entretenerlos con el relato más o menos real o divertido de sendas historietas por mí inventadas o a mi trasmitidas por algún ameno cuentista profesional u ocasional, sino porque esos cuentos han de servirme como piedra al canto para descubrir y precisar hasta dónde puede llegar la inventiva, criolla cuando de engañar al prójimo se trata, ya por el simple gusto de tomarle el pelo o de salir airoso en alguna situación difícil, ya para sacarle los cuartos con el mínimum de esfuerzo y el máximum de viveza.
Debo declarar que estos dos cuentos son rigurosamente ciertos, según me lo han afirmado muy seriamente sus narradores, habaneros cien por ciento, quienes me juran ser testigos presenciales, respectivamente, de una y otra ocurrencia. Ahora bien, yo me lavo las manos en cuanto a la veracidad de esos cuentistas, y no me extrañaría que ellos hubieran querido timarme, dándome por cierto lo que sólo es producto de la imaginación criolla. Pero aunque ello fuera así, y precisamente por serlo, resultarían esos cuentos prueba plenísima de que al criollo, cuando dice a ser vivo, no hay quien le gane.
He aquí ahora el primer cuentecito.
En una guagua, para más señas, de la ruta 28, viajaban, -entre otros pasajeros, una señora del pueblo, madre al parecer de un muchacho de cinco o seis años, que la acompañaba, sentado junto a ella, y el cual llevaba envuelta la cabeza con grandes vendas cual si hubiese sufrido algún grave accidente, heridas o golpes.
Y en efecto, los viajeros a quienes no pudo menos que llamar la atención aquel infeliz muchacho lesionado pudieron conjeturar que lo estaba en realidad, pues la madre, hablando en alta voz, como es de uso y costumbre en nuestras popularísimas guaguas, aludió reiteradamente a la casa de socorros, hacia donde se dirigía.
Mas, a los pasajeros hubo de extrañarles, aunque atribuyéndolo al mal genio e irascibilidad de la respetable matrona, que ésta en su monólogo -ya que el niño no dijo ni una sola vez esta boca es mía- increpase duramente a su hijo, amenazándolo con duros castigos.
-Ya verás, sinvergüenza, cuando salgamos de la casa de socorros y lleguemos a casa, la entrada de golpes que te voy a dar. No te quedará hueso sano ni ganas de repetir lo que has hecho.
Como es natural, y muy propio de la convivencia guagüeril, un pasajero, interpretando sin duda el asombro y protesta generales de sus compañeros de viaje, ante la inexplicable y antimaternal rudeza y maltrato de esa señora, que ni siquiera aguardaba a que su hijo fuese curado de las lesiones recibidas, aumentando su dolor y su angustia con la amenaza de duros castigos corporales, se dirigió a ella en esta forma:
-Señora, cálmese, contenga su enojo, trate con más indulgencia a su hijo, que si ha cometido alguna falta, no es ahora el momento de castigarlo, y espere para hacerlo a que haya sanado de las heridas que tiene.
La matrona se volvió airada contra su interlocutor, contestándole:
-¿Heridas? Ninguna herida. Está usted en un error. Este maldito muchacho no está lesionado ni ha tenido accidente alguno…
-Pues, entonces, ¿por que tiene la cabeza vendada, y usted lo lleva a la casa de socorros?
-Muy sencillo, se lo explicaré en dos palabras. Este chiquillo, que va a acabar conmigo pues es la piel del diablo, a tal extremo que sus hermanos y amiguitos le llaman Machadito, esta mañana, jugando en casa a policías y ladrones, según una película de gángster que había visto el domingo pasado, para mejor desempeñar el papel de jefe de detectives, aprovechando un descuido mío, mientras estaba en la cocina, cogió un… (aquí el nombre de cierto artefacto que, no obstante los progresos sanitarios contemporáneos, aun se usa en
algunas casas, guardado discretamente debajo de la cama), y se lo encasquetó en la cabeza a manera de gorra o sombrero. Cuando vi lo que había hecho este condenado, lo regañé inmediatamente, por su atrevimiento, obligándolo a que se quitara enseguida eso de la cabeza. Pero, ¿saben ustedes lo que pasó? Pues que el muchacho no pudo quitárselo, ni a mi tampoco me fue posible lograrlo, por más esfuerzos que hice. Y entonces no vi otra solución que conducirlo a la casa de socorros para que se lo quitaran sin lastimarle la cabeza. Ahora bien, calculen ustedes el ridículo que yo hubiera hecho en la calle y en la guagua llevando a este muchacho con tal cosa en la cabeza. Y, para que no se notara lo que tenía trabado, se me ocurrió ponerle estos vendajes que ustedes han visto, de manera que pareciese un lesionado. Ahí tienen ustedes explicados el porqué de las vendas y el porqué, también, de mis regaños y amenazas de castigo.

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