Eliana Onetti (Cuba)
Dice el diccionario de la Real Academia, como primera acepción de la palabra libertad, que es la “facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos”.
El Hombre, voluntarioso por naturaleza, ha luchado mucho a lo largo de la historia por la libertad. Los esclavos, por su libertad personal; los estados, por su libertad territorial; los pensadores, por su libertad de expresión; y todos, por la libertad de credo. Podemos poner más ejemplos, pero sería una larga lista de luchas reivindicativas y, también, ¿por qué olvidarlo?, de crímenes cometidos en su nombre.
Hoy, a pesar de estos 21 siglos de lucha individual y social, la libertad es en muchos sitios del mundo una entelequia y, en otros, una utopía.
Europa Occidental, a pesar de su jactanciosa democracia y su humanismo liberal, sufre en propia piel los forúnculos de más de un nacionalismo exacerbado; Europa Oriental, pese a sus esfuerzos de aparente normalización democrática, continúa bajo los efectos perversos del régimen comunista en que estuvo largamente sumida; el Mundo Islámico es un volcán impetuoso y tiránico en inminente erupción; África, negra e infeliz como siempre, ni siquiera soñar puede con la libertad, demasiado enferma y hambrienta, demasiado impregnada de pequeños y grandes odios; India y Pakistán siguen obsesionados por una festinada rivalidad mientras sus pueblos se pudren en la miseria y la discriminación; Asia, mundo aparte, busca hegemonía; no libertad y en América la situación, de norte a sur, oscila entre el exceso de libertad individual y la total falta de la misma, suprimida por dictadorzuelos de la peor calaña, la ignorancia y la miseria.
Viviendo, como vivimos, en sociedad, es imprescindible que tomemos conciencia de que la libertad absoluta no puede existir, porque se convertiría en depredadora de la paz. Libertad es, por tanto, un concepto que tiene que ir necesariamente embridado por otros dos: Respeto y Derecho.
En las naciones, un buen gobierno es aquél que permite a sus ciudadanos hacer y decir todo cuanto no se oponga a las leyes y las buenas costumbres porque mi derecho a ser libre termina donde comienza el de mi vecino y para afirmar mi libertad, debo respetar la de mi prójimo.
¿Tengo, pues, derecho –ejerciendo mi libertad de expresión o de prensa- a manifestar mis ideas de forma violenta, o agresiva, o vejatoria, o insultante, o provocadora, o desenfrenada? La respuesta de los violentos, agresivos, y desenfrenados, acérrimos defensores de las izquierdas obsoletas y los fanatismos acendrados, es que SÍ. El hombre equilibrado, que piensa bien y enfrena sus malas pasiones, dirá que NO.
¿Tengo derecho –me pregunto- a utilizar mi libertad de expresión como vehículo de sugestión y engaño; de falaz encantamiento, de desinformación y de adoctrinamiento para incitar a otros contra el respeto que todos nos debemos y el derecho que todos disfrutamos? La respuesta de los malévolos, de los serviles, de los arribistas, es que SÍ. El hombre honrado y justo, el que busca el bien común, dirá que NO.
Tú, yo, ¡nosotros! Tenemos la última palabra. Somos nosotros los que hemos de tomar partido siguiendo –o no- el camino de la verdadera libertad, la de todos, para beneficio de todos, respetándonos todos.
Sin embargo, ya se sabe: “En este mundo traidor / nada es verdad ni mentira. / Todo es según el color / del cristal con que se mira”.
El Hombre, voluntarioso por naturaleza, ha luchado mucho a lo largo de la historia por la libertad. Los esclavos, por su libertad personal; los estados, por su libertad territorial; los pensadores, por su libertad de expresión; y todos, por la libertad de credo. Podemos poner más ejemplos, pero sería una larga lista de luchas reivindicativas y, también, ¿por qué olvidarlo?, de crímenes cometidos en su nombre.
Hoy, a pesar de estos 21 siglos de lucha individual y social, la libertad es en muchos sitios del mundo una entelequia y, en otros, una utopía.
Europa Occidental, a pesar de su jactanciosa democracia y su humanismo liberal, sufre en propia piel los forúnculos de más de un nacionalismo exacerbado; Europa Oriental, pese a sus esfuerzos de aparente normalización democrática, continúa bajo los efectos perversos del régimen comunista en que estuvo largamente sumida; el Mundo Islámico es un volcán impetuoso y tiránico en inminente erupción; África, negra e infeliz como siempre, ni siquiera soñar puede con la libertad, demasiado enferma y hambrienta, demasiado impregnada de pequeños y grandes odios; India y Pakistán siguen obsesionados por una festinada rivalidad mientras sus pueblos se pudren en la miseria y la discriminación; Asia, mundo aparte, busca hegemonía; no libertad y en América la situación, de norte a sur, oscila entre el exceso de libertad individual y la total falta de la misma, suprimida por dictadorzuelos de la peor calaña, la ignorancia y la miseria.
Viviendo, como vivimos, en sociedad, es imprescindible que tomemos conciencia de que la libertad absoluta no puede existir, porque se convertiría en depredadora de la paz. Libertad es, por tanto, un concepto que tiene que ir necesariamente embridado por otros dos: Respeto y Derecho.
En las naciones, un buen gobierno es aquél que permite a sus ciudadanos hacer y decir todo cuanto no se oponga a las leyes y las buenas costumbres porque mi derecho a ser libre termina donde comienza el de mi vecino y para afirmar mi libertad, debo respetar la de mi prójimo.
¿Tengo, pues, derecho –ejerciendo mi libertad de expresión o de prensa- a manifestar mis ideas de forma violenta, o agresiva, o vejatoria, o insultante, o provocadora, o desenfrenada? La respuesta de los violentos, agresivos, y desenfrenados, acérrimos defensores de las izquierdas obsoletas y los fanatismos acendrados, es que SÍ. El hombre equilibrado, que piensa bien y enfrena sus malas pasiones, dirá que NO.
¿Tengo derecho –me pregunto- a utilizar mi libertad de expresión como vehículo de sugestión y engaño; de falaz encantamiento, de desinformación y de adoctrinamiento para incitar a otros contra el respeto que todos nos debemos y el derecho que todos disfrutamos? La respuesta de los malévolos, de los serviles, de los arribistas, es que SÍ. El hombre honrado y justo, el que busca el bien común, dirá que NO.
Tú, yo, ¡nosotros! Tenemos la última palabra. Somos nosotros los que hemos de tomar partido siguiendo –o no- el camino de la verdadera libertad, la de todos, para beneficio de todos, respetándonos todos.
Sin embargo, ya se sabe: “En este mundo traidor / nada es verdad ni mentira. / Todo es según el color / del cristal con que se mira”.
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