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sábado, 15 de agosto de 2015

Resena: Ya no nos pueden enganar. No dejen de leerla!




 POR DANIEL FERNÁNDEZ

A sus 87 años, el dramaturgo y novelista cubano Manuel Reguera Saumell se mantiene tan creador como siempre, sin prestar demasiada atención a un corazón problemático. Pronto se lanzará su Teatro completo y también vendrá a Miami a la Feria del Libro este año.
Desde Barcelona, donde reside desde 1970, el escritor camagüeyano nos envía su más reciente novela: Retrato de Oswölt Krel, en la que ofrece un interesante panorama de La Habana de las últimas décadas. Con una trama que va siempre creciendo en interés y a partir del segundo tercio se vuelve irresistible y absorbente, la novela le sirve al autor para exorcizar los demonios que asedian a muchos cubanos exiliados, y en especial, el de la nostalgia, el del “regreso”.
“Yo detesto al cubano exiliado que va de turista a gastar dólares a Cuba, creo que hay que ser consecuente. Pero en el año 98 me detectaron un cáncer muy agresivo, y yo, muy dramático, decidí ir a despedirme de mi Cuba. En mala hora. El encontronazo con los aseres de la Aduana en Rancho Boyeros y la decepción de mi reencuentro con un país y una gente que no reconocí en absoluto son exactamente los relatados en la novela”, explica por correo electrónico. “Lo bueno es que me ‘curé de espanto’ cualquier nostalgia sobre Cuba y no volvería por nada del mundo”.
Dramaturgo laureado, los diálogos son posiblemente lo más notable y memorable en esta obra, aunque hay descripciones que piden el ser llevadas a la pantalla, como en una de las escenas finales en el icónico Malecón habanero, donde como es costumbre entre los habitantes de esa ciudad, dos personajes se sientan espalda contra espalda para tener en qué apoyarse mientras conversan. Los diálogos son espontáneos y bien construidos por lo que resultan convincentes, aun en los casos en que hay exposición de principios y hasta algo de “teque”, en palabras del propio autor.
El escabroso tema del racismo es también tocado desde un ángulo poco frecuente, el de los negros hacia los blancos. Pero si bien las pieles tienen colores extremos, los personajes no son en blanco y negro, los matices y las individualidades hacen de esta novela algo muy especial. Aquí no hay “buenos contra malos”. No es una telenovela por más que la trama a veces quede al borde de una de esas populares creaciones.
Con sutileza sicológica el autor construye, más que personajes, personas en las que muchos podemos identificar a alguien conocido. Algunas de las escenas que narra, terribles o hermosas, pudieron ser vividas por muchos de sus lectores. Actos de repudio, éxodo del Mariel, crisis de los balseros, son algunos puntos de referencia histórica que también juegan su papel en la vida de los habitantes de esta obra que, aunque no es perfecta, se erige junto a muy contadas novelas del exilio, como una de las más significativas y honestas.
A mitad de camino entre el realismo de un Loveira y las películas de Juan Orol (que menciona un par de veces), Retrato de… trasmite y deja como legado el sentimiento de desahucio que embarga a generaciones de cubanos que fueron extirpados de un país enloquecido que, al despreciar a sus propios hijos, se mutiló salvajemente.
El regreso a la ciudad natal deja al protagonista indiferente. La prostitución, la picaresca citadina que ve al turista como una fuente principal de ingresos y las mil formas de la degradación moral y económica que presenta en la actualidad la capital cubana no lo estremece, a pesar del lógico rechazo. Y sin dramatismos, sin dar mucho peso a los aspectos positivos de personajes y circunstancias que va a encontrar, el experimento del regreso lo deja más vacío y hastiado que dolido o indignado. Algo que le molesta y sorprende.
Un ajuste de cuentas con un hermano adoptivo “que se quedó” es uno de los mejores diálogos de la novela. Esta conexión es como un símbolo de muchas relaciones cubanas, entre familiares, amigos, víctimas y verdugos. A pesar de lo extremo de las situaciones y de lo trágico del marco histórico, la novela cierra suavemente, con un mensaje muy claro de humanidad, sin consignas ni rencores, pero tampoco con un “borrón y cuenta nueva”. Las cicatrices son indelebles.
Al final de la “guerra fría” entre cubanos, ambos bandos han salido perdiendo y, como en uno de los personajes y en el retrato de Durero que da título a la obra, la belleza original de Cuba y los cubanos ha quedado estropeada por el rictus que provoca un profundo trastorno sicológico.

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