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jueves, 1 de octubre de 2015

LA CHINA MARÍA LA O


Por: Jorge Mañach

Junto al quiosco del guapo de marras, Luján me había dicho: “Esta tarde, si te parece, daremos una vuelta por esa barriada... Y no sería indiscreto –añadió irónico- que dejases la cartera y el reloj en la casa”.
Sonreí; pero la pizca de dramatismo en su recomendación no dejó de aguijarme: ¡este anhelo pueril de aventura que cría la roña ciudadana!
Entre dos luces ya, subimos Zulueta arriba, evitamos el plateresco hispanolondinense de la Estación Central y, más allá, como la calle se iba achatando, humillando, hasta dar de bruces en rampa contra la ruina monda de la vieja muralla mordida de verdín, nos desviamos a la aventura por un dédalo insospechado de callejas proletarias: calles que no eran calles, sino prolongaciones íntimas de los solares vecinales. La vida allí se complementaba en el arrollo, con todos sus diálogos inconformes, con todo su vaho de sudor y de miseria, con todos sus olores turbios a promiscuidad y concubinato, con su drama, en fin, y su sainete de escepticismo y de “choteo”.
Las comadres ventrudas, de lacias ubres sustentadas por el abdomen, fumaban placidamente a la puerta repartiéndose sus chismes, o bien se asomaban un punto a la ventanilla, izando discretamente el percal mugriento que celaba la accesoria, para darles un grito fatigado a los críos, sordos en el juego del arrollo. A las veces, se veía una cara de negra, gris y violeta de los afeites. Por las puertas entornadas atisbábanse largos patios estrechísimos, colgados de utensilios, como un bazar, e interiores con penumbra de quinqué, camas en primer término, máquina de coser, telas a guisa de tabiques y estampas doradas de la Virgen de la Caridad, con su bote y sus náufragos ingenuos.
En el balcón de un viejo caserón hidalgo, que erizados segmentos de reja deslindaban y protegían, un niño pálido, prisionero, devolvía las cosas que su amigo “mataperros” le lanzaba desde la calle. Pasaban los peninsularitos de las fondas, con sus cantinas de vasijas superpuestas: la comida de la digna pobreza. Pasaban los encendedores de faroles con gravedad de funcionarios.
En una esquina, un hombre maduro sonsaca untuosamente, en voz baja, a una jovencita de catorce años apenas. (“ Rapto en perspectiva”, dice Luján curialesco.) Más allá, la plebe menuda y desarrapada se aglomera a la puerta de una estación de Policía, donde acaba de parar una ambulancia de “jaula” con un simio humano dentro. Los vigilantes, adustos, disuelven a “toletazos” la curiosidad azorada de los hampones futuros.
Y aquí, a la mitad de la “cuadra”, a la puerta de su accesoria, ha brotado una flor de arrabal. Violeta, no margarita. Tiene la tez cálida, de “canela fina”; pero en los ojos y en las cejas, una ambigüedad asiática. Viste de blanco, con chal amarillo de seda china, medias muy recalzadas, zapatillas sin talón, empinadas. Contra la jamba renegrida y azul, ¡qué prodigio de picaresco garbo, de gracia lánguida, Luján, hay en su cuerpo ceñido y generoso a la vez!
Mira ella mucho hacia la esquina. Al fin sonríe... Ya viene, ya viene su mulato del trabajo, con el aire cansino, pero rítmico, de macho joven, y el veguero del taller a la boca. Toca el seno cariñosamente a la mujer suya. Luján y yo, curiosos, acertamos a oírle:
--A la puelta, no, mi china. A la puelta no me esperes. Pero ella se ríe y le da una palmada ruda de garantía y le empuja hacia dentro, cerrando la puerta tras su fresco y ávido reír...

Tomado de Estampas de San Cristóbal, Edciones Ateneo, 2000

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