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- Escrito por Emilio Roig de Leuchsenring
- Publicado el 03 Mayo 2010
- Tomado de: Opus Habana
Aún recuerdo el día en que pisé, o mejor dicho, rodé por vez primera tierra cubana. Hace ya de esto muchos años. Me trajo de Francia, mi patria, un joven sportsman que acababa de heredar de su padre cuantiosa fortuna.
—¡Negra suerte la mía!— clamaba, triste y afligido, a la vera de un camino, el automóvil protagonista de esta verídica narración. ¡Suerte mísera, a lo que me has hecho llegar en mi desventura: a ser un pobre automóvil, igual a la última de las arañitas, o tal vez más infeliz que ella; más desgraciado todavía que el peor de los arrastrapanzas aliados!
Aún recuerdo el día en que pisé, o mejor dicho, rodé por vez primera tierra cubana. Hace ya de esto muchos años. Me trajo de Francia, mi patria, un joven sportsman que acababa de heredar de su padre cuantiosa fortuna. Durante varios meses lucimos ambos nuestro palmito «Prado arriba, Prado abajo»; y casi me atrevería a apostar, que era en mí en quien se fijaban muchos ojos de esos que oí calificar de «glaucos y aterciopelados» a un señor, poeta según he sabido, que me tomó la otra tarde para una carrera de la Calzada del Monte a El Fígaro. Y casi todas las conquistas que mi dueño se achacaba —¡líbreme Dios de inmodestias!— eran hechas por mí. Y fui yo el que le di popularidad entre sus amigos y partido con las bellas. Por eso, cuando, obligados por acreedores y usureros, tuvo que venderme, aquel Don Juan, terrible y conquistador, pasó a ser un pobre buche, como se dice hoy día. ¡Ay del Tenorio si hubiera tenido automóvil! ¿No conciben ustedes el auto del famoso Burlador, esperando a Doña Inés a la puerta del convento? ¿Y no piensan que hubieran sido mucho más efectivos los famosos versos del sofá dichos en un 40 H. P., a 200 kilómetros por hora?
De mi segundo dueño, un rico hacendado, banquero y capitalista que, al decir de sus sirvientes, había hecho la fortuna como garrotero de alto copete, son pocos los recuerdos que tengo.
Fue aquella una época plácida, pero monótona y aburrida, e impropia de mi naturaleza y modo de ser; que en este siglo de la velocidad somos los autos los verdaderos y genuinos representantes de nuestro tiempo. Filosofía aparte, puedo confesar que gocé lo infinito cuando me enteré que cambiaba de dueño.
Y, no quedaron defraudadas mis esperanzas, porque mi nuevo poseedor era una especie de torbellino. Con decir que pasé a manos de un político está dicho todo. Caí en sus garras en plena campaña electoral, así es que lo ayudé con gran éxito a su reelección de representante, recorriendo diariamente la capital y los pueblos de la provincia para asistir ya a mítines ya a juntas o manifestaciones. Por último, me dediqué a transportar forros a los colegios electorales y, gracias a mí, alcanzó mayor cantidad de votos que sus correligionarios. Aprendí con él todas y cada una de las artimañas de la política, y si hoy día no estuviera yo viejo y cansado, a político me metería, con la certeza de conseguir en seguida aunque no fueran más que unas cuantas botellas... para ir tirando.
El político de marras me vendió en el doble de mi valor a un Secretario de Despacho en la época migueliana, no sé de qué cartera, aunque creo que el mismo papel hubiera hecho en todas... un papel muy desairado. Iba yo entonces todos los días a Palacio y allí me codeaba con lo más distinguido de mi clase, si no por el nacimiento, al menos por la posición que ocupaban. Conocí secretos de Estado y aprendí lo fácil que es gobernar, teniendo la manga o la capota, que diríamos en nuestro caló, un poco ancha. Para mí no existían entonces ni ordenanzas ni reglamentos de tráfico; todo lo atropellábamos sin temor, pues los vigilantes se limitaban a cuadrarse y saludarnos militar y servilmente. Que todo se puede en este mundo cuando uno tiene influencia y ocupa puestos elevados. Si sigo con el Secretario, hubiera llegado a dar credenciales y hasta sinecuras.
Pero cambié otra vez de dueño y otras mil.
Recuerdo que pertenecía después a otros muchos tipos y personajes. Un médico y marino navo-terrestre; un magistrado con más fachada que ciencia y talento; un marqués tenorio, que como dijo el poeta, pudo haber cambiado su escudo por este más adecuado: «campo de plata y dos zorras trepantes a un alcornoque»; el director de un gran rotativo; una viuda rica que, aunque vieja, fea y con un cuerpo de esbeltez adiposa, tenía muchos rendidos adoradores...
Y por último, —y tal es, de no ser trágica su muerte, el obligado final de un automóvil—, tras mil tumbos y hazañas no superadas jamás por ningún otro caballero rodante, quedé metamorfoseado en automóvil de alquiler también, pero de plaza, primero de una categoría algo más elevada de los llamados de lujo de la Acera y después, hoy, pesetero.
Y yo que he vivido en las altas clases sociales, puedo darme cuenta de mi actual tristísima condición, tanto más dolorosa cuanto que mi suerte es rodar sin cesar, como aquel judío de la leyenda, porque el automóvil jamás muere; su destino es cambiar y renovarse constantemente, y si hoy pierde una pieza, ésta es sustituida mañana por otra, y así, hasta el final de los tiempos, a no ser que venga el fuego liberador o alguna catástrofe inesperada que hagan ya imposible el seguir aprovechándolo. Y todo esto, sufriendo invariablemente la torpeza y crueldad de sus dueños ychauffeurs que siempre nos echan en cara lo que tan sólo se debe a su falta de pericia o de cuidado. Ya un ponche en plena carrera nos hace dar un salto que, por desgracia nuestra, no es mortal; ya el carburador que se cierra o un cilindro que falla; ya falta de aceite o de agua; ya otros mil contratiempos de los que sólo tiene la culpa el que nos maneja, pero de los cuales se nos hace responsables únicos.
¡Cómo envidio a veces la suerte del caballo, cuidado y atendido cariñosamente por su dueño, mientras a nosotros se nos abandona en un rincón del garaje o de la cuadra!... Pero, ya es hora de que termine, pues por ahí viene mi verdugo.
¡Señor, Señor, de los malos dueños, de los chauffeurs ignorantes crueles, líbranos por siempre! ¡Danos siquiera una Sociedad Protectora de Automóviles!
Aún recuerdo el día en que pisé, o mejor dicho, rodé por vez primera tierra cubana. Hace ya de esto muchos años. Me trajo de Francia, mi patria, un joven sportsman que acababa de heredar de su padre cuantiosa fortuna. Durante varios meses lucimos ambos nuestro palmito «Prado arriba, Prado abajo»; y casi me atrevería a apostar, que era en mí en quien se fijaban muchos ojos de esos que oí calificar de «glaucos y aterciopelados» a un señor, poeta según he sabido, que me tomó la otra tarde para una carrera de la Calzada del Monte a El Fígaro. Y casi todas las conquistas que mi dueño se achacaba —¡líbreme Dios de inmodestias!— eran hechas por mí. Y fui yo el que le di popularidad entre sus amigos y partido con las bellas. Por eso, cuando, obligados por acreedores y usureros, tuvo que venderme, aquel Don Juan, terrible y conquistador, pasó a ser un pobre buche, como se dice hoy día. ¡Ay del Tenorio si hubiera tenido automóvil! ¿No conciben ustedes el auto del famoso Burlador, esperando a Doña Inés a la puerta del convento? ¿Y no piensan que hubieran sido mucho más efectivos los famosos versos del sofá dichos en un 40 H. P., a 200 kilómetros por hora?
De mi segundo dueño, un rico hacendado, banquero y capitalista que, al decir de sus sirvientes, había hecho la fortuna como garrotero de alto copete, son pocos los recuerdos que tengo.
Fue aquella una época plácida, pero monótona y aburrida, e impropia de mi naturaleza y modo de ser; que en este siglo de la velocidad somos los autos los verdaderos y genuinos representantes de nuestro tiempo. Filosofía aparte, puedo confesar que gocé lo infinito cuando me enteré que cambiaba de dueño.
Y, no quedaron defraudadas mis esperanzas, porque mi nuevo poseedor era una especie de torbellino. Con decir que pasé a manos de un político está dicho todo. Caí en sus garras en plena campaña electoral, así es que lo ayudé con gran éxito a su reelección de representante, recorriendo diariamente la capital y los pueblos de la provincia para asistir ya a mítines ya a juntas o manifestaciones. Por último, me dediqué a transportar forros a los colegios electorales y, gracias a mí, alcanzó mayor cantidad de votos que sus correligionarios. Aprendí con él todas y cada una de las artimañas de la política, y si hoy día no estuviera yo viejo y cansado, a político me metería, con la certeza de conseguir en seguida aunque no fueran más que unas cuantas botellas... para ir tirando.
El político de marras me vendió en el doble de mi valor a un Secretario de Despacho en la época migueliana, no sé de qué cartera, aunque creo que el mismo papel hubiera hecho en todas... un papel muy desairado. Iba yo entonces todos los días a Palacio y allí me codeaba con lo más distinguido de mi clase, si no por el nacimiento, al menos por la posición que ocupaban. Conocí secretos de Estado y aprendí lo fácil que es gobernar, teniendo la manga o la capota, que diríamos en nuestro caló, un poco ancha. Para mí no existían entonces ni ordenanzas ni reglamentos de tráfico; todo lo atropellábamos sin temor, pues los vigilantes se limitaban a cuadrarse y saludarnos militar y servilmente. Que todo se puede en este mundo cuando uno tiene influencia y ocupa puestos elevados. Si sigo con el Secretario, hubiera llegado a dar credenciales y hasta sinecuras.
Pero cambié otra vez de dueño y otras mil.
Recuerdo que pertenecía después a otros muchos tipos y personajes. Un médico y marino navo-terrestre; un magistrado con más fachada que ciencia y talento; un marqués tenorio, que como dijo el poeta, pudo haber cambiado su escudo por este más adecuado: «campo de plata y dos zorras trepantes a un alcornoque»; el director de un gran rotativo; una viuda rica que, aunque vieja, fea y con un cuerpo de esbeltez adiposa, tenía muchos rendidos adoradores...
Y por último, —y tal es, de no ser trágica su muerte, el obligado final de un automóvil—, tras mil tumbos y hazañas no superadas jamás por ningún otro caballero rodante, quedé metamorfoseado en automóvil de alquiler también, pero de plaza, primero de una categoría algo más elevada de los llamados de lujo de la Acera y después, hoy, pesetero.
Y yo que he vivido en las altas clases sociales, puedo darme cuenta de mi actual tristísima condición, tanto más dolorosa cuanto que mi suerte es rodar sin cesar, como aquel judío de la leyenda, porque el automóvil jamás muere; su destino es cambiar y renovarse constantemente, y si hoy pierde una pieza, ésta es sustituida mañana por otra, y así, hasta el final de los tiempos, a no ser que venga el fuego liberador o alguna catástrofe inesperada que hagan ya imposible el seguir aprovechándolo. Y todo esto, sufriendo invariablemente la torpeza y crueldad de sus dueños ychauffeurs que siempre nos echan en cara lo que tan sólo se debe a su falta de pericia o de cuidado. Ya un ponche en plena carrera nos hace dar un salto que, por desgracia nuestra, no es mortal; ya el carburador que se cierra o un cilindro que falla; ya falta de aceite o de agua; ya otros mil contratiempos de los que sólo tiene la culpa el que nos maneja, pero de los cuales se nos hace responsables únicos.
¡Cómo envidio a veces la suerte del caballo, cuidado y atendido cariñosamente por su dueño, mientras a nosotros se nos abandona en un rincón del garaje o de la cuadra!... Pero, ya es hora de que termine, pues por ahí viene mi verdugo.
¡Señor, Señor, de los malos dueños, de los chauffeurs ignorantes crueles, líbranos por siempre! ¡Danos siquiera una Sociedad Protectora de Automóviles!
(Artículo de costumbres tomado de Carteles, 27 de julio de 1924)
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
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